EL PAíS
› OPINION
El agujerito sin fin
› Por Eduardo Aliverti
Un grueso aplastante de analistas habla de una sociedad que ya no es la misma de nunca. ¿Seguro? ¿Sacaron bien las cuentas? El peronismo, sumadas sus tres (supuestas) opciones y restados los votos de derecha neta que fueron a Menem, junto con los de los no peronistas que derivaron en Kirchner para sacarse de encima al mal de todos los males, está entre el 40 y el 45 por ciento, 50 con toda la furia, que obtuvo desde que existe con las dos excepciones del Perón vivo, en el ‘51 y en el ‘73. Los radicales, con su costado conservador de siempre que ahora encarnó en parte López Murphy, y con su wing centroizquierdista de siempre que esta vez llevó Carrió, andan entre el 25 y el 30 por ciento de, también, toda su vida, exceptuando un Alfonsín del ‘83 y un Massaccesi del ‘95. La derecha explícita, restado de López Murphy una parte del componente radical puro, más el de los votos “parece un hombre serio-no me quedó otra-les quise sacar a los peronistas”, ronda su entre 10 y 12 por ciento de su también toda la vida. Y la izquierda, con la licencia de tomarla ideológicamente desde Alfredo Bravo hasta IU, PO, PSA y humanistas, más algunos varios de Carrió, y otros tantos de Kirchner, ronda su 8 por ciento de también siempre. ¿Seguro que la sociedad ya no es la misma de nunca? ¿Sacaron bien las cuentas?
Siguiendo con lo parecido antes que con lo diferente, bien puede tomarse un dato nada menor que, empero, subsumido en la atención por el (fácil) prode de lo que ocurrirá en la segunda vuelta, resultó algo relegado en la mayoría de las observaciones. Hubo una participación del electorado que estuvo en la media histórica, y el voto positivo fue casi inédito por lo abrumador. Numéricamente hablando, una de las mayores derrotas de estas elecciones fue la convocatoria a no votar, hacerlo en blanco o impugnar. Lo cual debería ser un severísimo llamado de atención para las personalidades y grupos (en algunos casos de notable relevancia ética e intelectual) que convocaron a mirar para el costado a través de aquellos mecanismos. El domingo pasado sirvió para corroborar el gigantesco error que cometieron quienes, desde diciembre del 2001, continuaron suponiendo que a la vuelta de la esquina estaba la toma del Palacio de Invierno. Literalmente, porque es textual de algunos núcleos de la izquierda más operativamente radicalizada que la Argentina está(ba) en una situación pre-revolucionaria. Tipos –decentes– como Zamora, en nombre de la honestidad ideológica, de la lectura de la realidad y de una capacidad de autocrítica que la izquierda debería contar siempre entre sus banderas más preciadas, tienen que estar haciendo por estos días un muy profundo repaso de la simplificación en la que cayeron. No sólo él, por supuesto. Y no sólo él y varios en su acepción de dirigentes –o más bien de referentes conceptuales– sino también muchos de la “gente común”, intelectual y/o militantemente comprometida, que creyeron que el hartazgo de (una parte de) la sociedad era obligatorio sinónimo de conciencia ideológica o política. Muchos que obraron desde el enojo y desde el resentimiento sin proyecto. Muchos que no comprendieron que la lucha no es sólo social o sólo electoral. Es social y electoral.
Punto uno, entonces: las cuentas bien sacadas no muestran, ni por asomo, una sociedad tan conjuntamente distinta como la que una mayoría de opinadores ve o intenta ver. Los matices están reflejados en otra cosa, que es la fragmentación de los bloques. División que, por supuesto, volvió a tener su cumbre en el espacio de izquierda y centroizquierda.
Esta vez, la consecuencia de esa última actitud es una de las más formidables y al mismo tiempo hirientes lecciones políticas que se recuerden: el 18 de mayo, desde ese abanico impreciso pero de buen volumen que se denomina “campo progresista”, unos –la gran mayoría– irán a resolver la interna peronista entre Menem y Duhalde; y otros votarán en blanco o se quedarán en su casa viendo este partido espantoso que podría haberse evitado, o corregido, o influenciado de otra manera. Ese es,limpio, el resultado de no haber sabido o querido dotar de una herramienta política novedosa a la enorme energía popular –con sus bemoles, por cierto– que parió en diciembre del 2001. El resultado de haber vuelto a astillarse en decenas de partículas que conforman suma cero a la hora de dar la pelea en serio. El resultado de repetir esa maldita costumbre de ver el mundo desde adentro de un termo; de romper las perspectivas de unidad por exigir puestos de tentación electoral que terminan no siendo tales nunca; de pelearse por las comas de los comunicados; de estar siempre más atentos a lo que divide que a lo que aglutina.
El arco progre volverá a estar separadamente junto para protestar y ganar la calle cuando dentro de muy poco, con Menem o con Kirchner, se firme el innúmero ajuste con el Fondo Monetario, el aumento de las tarifas de todos los servicios públicos, el recorte de las partidas en salud y educación para pagar la deuda, el ataque sobre la banca pública y así de corrido hasta completar el manual del buen liberal. Con más o menos asistencialismo, con farándula y palos de golf o con discurso arropado de estatista, con personajes impresentables o con otros dibujados de gente sensible, pero el manual de siempre. Y más tarde, o más temprano, con nuevos “argentinazos” o “porteñazos” de por medio; con presidentes que volverán a fugar en helicóptero, o que se quedarán colgados de un hilo, o que llegarán a puerto porque el Poder sacó sus conclusiones y no repetirá (los mismos) errores básicos; con elecciones de vuelta anticipadas o no, los progres del intelecto cumplirán con su obligación de volver a dividirse para marchar a las urnas.