EL PAíS › OPINIóN
A diez años del asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, la revisión del escenario político, mediático y judicial ofrece más de una lección. Quedó demostrado que la construcción de una realidad falaz no es imbatible.
› Por Mario Wainfeld
Algunos de los crímenes políticos cometidos desde 1983 ocurrieron en las sombras: María Soledad Morales, Omar Carrasco, José Luis Cabezas, por mencionar apenas algunos de los que detonaron consecuencias institucionales. Otros se produjeron en un entorno de visibilidad: por ejemplo Carlos Fuentealba y Mariano Ferreyra. Maximiliano Kosteki y Darío Santillán eran, como estos dos últimos, militantes populares que fueron masacrados mientras se manifestaban.
La Masacre de Avellaneda, de la que se cumplen diez años, agrega una circunstancia bastante inusual: fue anunciada durante días previos por gestos y señales del gobierno del ex presidente Eduardo Duhalde, perceptibles para quien quisiera notarlos.
Apenas habían pasado seis meses desde la renuncia del ex presidente Fernando de la Rúa, acompañada de un baño de sangre. La inestabilidad política era el sino de la etapa. La feroz crisis económica había alumbrado la efímera cuan llamativa solidaridad entre “piquetes y cacerolas”. Esto es, entre una clase media empobrecida, despojada de sus ahorros, y sectores populares diezmados, con cifras siderales de desocupación y salarios de hambre.
La economía empezaba cansinamente a reactivarse. El Plan Jefes y Jefas de Hogar ya había cerrado su inscripción y empezaba a pagarse. En los primeros niveles del gobierno se olfateaba (acaso con parte de razón) que se abrían las aguas entre los dos segmentos, que la continua movilización de los movimientos de desocupados y el plan social hastiaban a “la clase media”. Esa hipótesis rondaba la Casa Rosada, los hechos fueron más rotundos.
Se preparaba una movilización de movimientos de desocupados y fuerzas de izquierda que partiría de la provincia de Buenos Aires y se proponía llegar a la Plaza de Mayo. El duhaldismo hizo cuestión de Estado en que no atravesaran el Puente Avellaneda y urdió un discurso tremendista, que auguraba una revuelta revolucionaria. El jefe de Gabinete, Alfredo Atanasof, queriendo remedar sin éxito ni piné a Carlos Corach, hablaba a diario ante los medios. En esa semana trágica emitió una amenaza profética: asoció la protesta con el “caos”, un tópico caro a las dictaduras y premonitorio cuando brota de quien gobierna.
Puertas adentro, el oficialismo (no sin discusiones internas) había llegado a delirar que los manifestantes alentaban pretensiones revolucionarias inminentes. El secretario de Inteligencia Carlos Soria había grabado un acto realizado en un estadio del sur bonaerense, el Gatica. La verba de izquierda siempre es inflamada, sobreabunda pensar cuánto lo sería en ese contexto. Dirigentes peronistas con rodaje político y conocimiento del conurbano debían saber que tomar los discursos al pie de la letra y presuponer una revolución en armas era falaz y paranoico. Inferir qué los llevó a tamaña inconsecuencia es siempre especulativo. Lo hicieron, seguramente, porque querían hacerlo. Lo cierto es que hasta entonces Duhalde parecía haber internalizado las lecciones que dejaron las eyecciones del radical De la Rúa y del efímero presidente peronista Adolfo Rodríguez Saá. Ponerse de punta contra la protesta era suicida. “En la crisis todos tienen razón”, concluía Duhalde y por meses contuvo su idiosincrasia derechosa y brutal. Pero en ese trance, el duhaldismo gobernante dejó vía libre a la Policía Bonaerense, que venía masticando bronca y padecía (relativamente) síndrome de abstinencia.
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La manifestación fue masiva, jamás se comprobó que hubiera militantes armados. La policía, embebida del “no pasarán”, desató una represión feroz, que se expandió bien lejos de la supuesta ciudadela custodiada: el puente. Según comentó luego entre sus compañeros el entonces intendente de Avellaneda Baldomero “Cacho” Alvarez, llegó hasta Gerli, o sea a una distancia de kilómetros. La edición de Página/12 del día 27 mostró cómo la “mejor policía del mundo” derrumbaba la puerta de un local partidario, a varias cuadras del puente. La estación Avellaneda, en la que fueron baleados Kosteki y Santillán, también dista lo suyo del supuesto epicentro.
La crónica de la periodista Laura Vales publicada ese día como nota central expresaba: “(...) la policía lanzó el primer gas lacrimógeno y un momento después la gente corría en desbandada. A partir de allí, la represión es un crescendo que se parecía a una cacería”. “Cacería” fue la primera definición de Laura y los fotógrafos de este medio, cuando llegaron a la redacción. Se consignó en el título de la nota (ver imagen). Toda la edición condenaba las responsabilidades políticas del gobierno y desnudaba la brutalidad policial, a contrapelo de la complicidad predominante.
Duhalde se valdría del vocablo “cacería”, pocos días después, cuando asumió que hubo dos homicidios, cometidos por la Bonaerense. Pronto anunció que abreviaría su mandato, con llamado a elecciones.
Pero por largas 24 horas hubo mentiras y encubrimiento.
No bien se supo que había dos víctimas fatales, el gobierno difundió un relato absurdo, acogido con benevolencia por muchos medios (no todos, vale consignar): el mismo 26 los audiovisuales, el 27 el diario Clarín. Las transmisiones en vivo repetían como un mantra tartajeante la teoría que divulgaban por doquier funcionarios exaltados: los manifestantes eran los causantes de toda la violencia, llegando al extremo de haberse baleado entre ellos. Las imágenes en vivo, convenientemente editadas, aportaban lo suyo. Militantes enfurecidos, rostros tapados (que en jerga mediática es presunción de culpabilidad), un bondi y algunos autos incendiados. Asociar la violencia contra las cosas con la agresión a seres humanos es mala praxis de determinados cronistas, que acaso hable de su escala de valores ideológica. Llegar al extremo de inventar una barbarie “entre ellos” fue un corolario dislocado que tuvo buena prensa.
El consabido titular del diario Clarín del día después (“La crisis causó dos nuevas muertes”) comulgaba con la Vulgata oficial en intenciones. El ministro del Interior Jorge Matzkin redobló la apuesta el 26 y también en la tarde del 27: anunciaba que la insurgencia no había cesado, que el gobierno contaba con material que probaba las intenciones sediciosas, que lo difundiría entre los gobernadores para que tomaran las medidas del caso. No fue, para nada, el único funcionario que habló... tal vez fue el más bocón. Pero el discurso fue único, en los gobiernos nacional y bonaerense.
En el correr del día aparecieron las fotos que refutaban el mito. Surgió otro, que todavía pervive: se aduce que sólo Clarín publicó el día subsiguiente (28 de junio) imágenes del doble crimen. Fueron las obtenidas por el fotógrafo Pepe Mateos.
No fue así. Otras fotografías de similar rango probatorio, obtenidas con riesgo y coraje personal enorme, llegaron a otros destinos: Página/12 y La Nación. El fotógrafo free lance Sergio Kowalewsky las acercó a este diario: eran una seguidilla irrefutable que mostraba al comisario Alfredo Fanchiotti disparando, a Kosteki exánime en el piso, a Darío abrazándolo. Fueron tapa el 28 de junio (ver imagen).
Los dos crímenes son lo primero, más vale. La vida es el valor supremo. La manipulación gubernamental y mediática es, en un rango más bajo, un dato esencial. Es sugestivo releer ese aspecto infausto hoy día, cuando el debate sobre la información está en la agenda cotidiana. Simplificándolo al extremo digamos que hay un sector que culpa a los medios dominantes de distorsionar la información versus uno que imputa al Gobierno de lo mismo. En junio de 2002, medios y gobierno hicieron el intento de consuno y fracasaron. La moraleja, que vale para los apocalípticos de antaño y de ahora, es que la construcción de una realidad falaz no es imbatible. En ese caso, la combatieron militantes populares, fotógrafos y cronistas ejercitando su labor con profesionalidad y espíritu democrático. Todos envueltos en la balacera, detalle nada menor.
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Hubo juicio a los autores materiales, condenas en general severas. A una década, no están firmes merced a la lentitud de los Tribunales, potenciada por la desidia de la Cámara de Casación provincial, que se tomó años para resolver una cuestión de puro derecho, sin necesidad de producir prueba. Fanchiotti, el hombre que comandó el operativo y mató (como hacían los capos de la dictadura militar), se ganó el beneficio garantista de una cárcel abierta, en Baradero. La franquicia sería admisible si fuera la regla y no una exótica excepción (un privilegio injustificable, pues) a un asesino calificado, tutelado por la anuencia de los jueces.
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Darío y Maxi eran dos luchadores, de 21 y 25 años: fueron al frente en esa marcha. Darío era un líder en potencia, con convicciones claras y afán de construcción social. Dos películas evocan la jornada y merecen verse o reverse: la ya clásica La crisis causó dos nuevas muertes y la más reciente Darío Santillán, la dignidad rebelde, dirigida por Miguel Mirra. Un libro, publicado hace poco, de Ariel Hendler, Mariano Pacheco y Juan Rey evoca a Darío Santillán, el militante que puso el cuerpo.
Con demasiado delay, la Cámara de Diputados tratará mañana de dar media sanción a una ley que nombrará Darío Santillán y Maximiliano Kosteki a la estación Avellaneda. No es mucho, es algo, tanto que sus compañeros impulsan la medida aunque habrían preferido ponerle Darío y Maxi.
La pérdida, claro, es irreparable. Y una reforma cabal de las fuerzas de seguridad, una trágica deuda de los sucesivos gobiernos democráticos.
Al cronista, que tiene edad para ser padre de los militantes masacrados, ya le parecían indeciblemente pibes, madurados por su experiencia política y vital, hace una década. Para qué hablar ahora, cuando son tradicional memoria y ejemplo para las militancias populares.
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