Dom 29.07.2012

EL PAíS  › EL NOBEL PAUL KRUGMAN, DURO CONTRA LOS QUE PIENSAN PREJUICIOSAMENTE LA ECONOMIA

“No necesitamos destruir tantas vidas”

En su último libro el Nobel de Economía 2008 analiza qué hacer en medio de la caída de la producción y el ascenso del desempleo: terminar con la depresión con el Estado gastando más y estimulando la economía. Al contrario de lo que sostienen sus enemigos, los “austerianos”.

› Por Martín Granovsky

Imagen: AFP.

Paul Krugman se propone terminar a través de un pensamiento realista y sin prejuicios con el dominio de lo que el libro llama “los austerianos” o “austeristas”, o sea los partidarios de la austeridad como ideología. Su último libro, bajo intensa discusión académica en los Estados Unidos, tiene forma de manifiesto. Se llama End This Depression Now! y podría traducirse como “¡Hay que poner fin a esta depresión ya mismo!”. Pero el autor se preocupó por hurgar en cifras y en desmantelar los razonamientos convencionales del austerismo que reina sobre todo en Europa y, con menos fuerza, en los Estados Unidos.

Como toda persona inquieta, parece preocuparse por Europa a causa del debate de ideas y de los efectos concretos de la depresión, que desaceleran la economía mundial o la contraen y perjudican al mundo entero, desde China hasta Sudamérica.

Que el Estado gaste

Para Krugman, lo primero es aceptar que aunque no se trate de la Gran Depresión de los años ’30, el mundo sí vive una depresión con la que se va produciendo un daño humano acumulativo. Lo que se destruya hoy será cada vez más difícil o imposible de reparar en términos de oportunidades y fuentes de trabajo.

El economista se queja de que el análisis histórico es reemplazado en los últimos tiempos por lugares comunes y prejuicios.

“Es momento de que el Estado gaste más, no menos, hasta que el sector privado esté listo para ser otra vez la locomotora de la economía”, exhorta. “Pero ocurre lo contrario: las políticas de austeridad que destruyeron empleo se han convertido en la regla.”

La impresión de Krugman es que “la economía seguirá débil a menos que los políticos cambien el curso de las cosas”.

Para el Nobel no hay dudas de que el Estado tiene que gastar más. Pero registra que a veces el tema aparece como una disyuntiva entre creer y no creer. Algunos creen que el Estado es capaz de crear empleo y otros sencillamente no lo creen. Como si fueran dos tribus.

Una tribu piensa, por ejemplo, que si un Estado baja el porcentaje de la recaudación impositiva en el Producto Bruto Interno crecerá el empleo. Al tiempo que llama a no confundir correlaciones con cadenas de causa-efecto, Krugman exhibe una tabla. En el 2000, el porcentaje era del 20,6 por ciento. Y el desempleo estaba solo en el 4 por ciento. En el 2010 el porcentaje bajó al 15,1 por ciento. Pero el desempleo llegó al 9,6 por ciento.

Al remontarse a la historia, incluso en medio de guerras, surge la conclusión de que “el aumento de gastos por parte del Estado (compras en gran escala) produjo crecimiento y creó empleos”. Eso, teniendo en cuenta que la situación de guerra incluía racionamiento, restricciones al consumo y menos inversión privada. Una conclusión similar sobre crecimiento y empleo surgiría tras analizar el armamentismo europeo en la década del ’30.

Incluso los investigadores del Fondo Monetario Internacional concluyeron que de 173 experiencias de austeridad fiscal analizadas entre 1978 y 2009, lo que siguió fue una etapa que combinó contracción económica y desempleo alto.

“Hay una evidencia más fuerte que nunca en el sentido de que la política fiscal importa y que el estímulo fiscal ayuda a la economía y crea trabajo, y que reducir el déficit presupuestario baja el crecimiento al menos en el corto plazo”, escribe Krugman en sus conclusiones. “Y la evidencia no parece estar metiéndose en el proceso legislativo.” Moraleja final: “Eso es lo que tenemos que cambiar”.

Fácil y rápido

Es que, dice Krugman, la depresión es “esencialmente gratuita”. En otras palabras: “No necesitamos sufrir tanto dolor ni destruir tantas vidas”. Más aún: “Podríamos terminar con la depresión más fácilmente y más rápido de lo que cualquiera puede imaginarlo”.

Antes de seguir Economía Krugman llegó a la Universidad de Yale en 1970 para estudiar Historia. Le pareció que tanto Historia como Economía daban cuenta de la complejidad social que le interesaba, pero se decidió por Economía porque encontró que cierto gusto mayor por simplificar las cosas le permitiría hallar el porqué de los procesos. Tenía 17 años y aún no existían en su vida, como hoy, ni su familia, ni el posgrado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, ni los gatos Doris Lessing, por la escritora, y Albert Einstein, en honor al matemático, ni sus columnas en The New York Times, ni su blog “La conciencia de un liberal” (un progresista moderado, en términos argentinos) ni sus libros en los que intenta demostrar que la desigualdad mayor de los Estados Unidos comenzó a principios de los ’80, en la Era Reagan, por decisión política.

Cuando en el libro End This Depression Now! Krugman registra los argumentos de los fanáticos de la austeridad fiscal como ideología, desmantela los datos falsos y despeja los prejuicios, termina preguntándose si más allá de la pobreza intelectual hay un porqué, un interés específico que los lleve al fundamentalismo. Y lo encuentra: “Al mirar lo que quieren los austerianos (política fiscal preocupada más por el déficit que por la creación de empleo, política monetaria que combate obsesivamente toda huella de inflación y aumenta las tasas de interés incluso en un marco de desempleo masivo) se verá que todo eso sirve a los intereses de los acreedores, de los que prestan, y no a los intereses de los que toman prestado y/o trabajan para vivir”.

Del texto de Krugman se desprende que hay una pretensión de escarmentar a los descarriados con un principio de autoridad: “Los prestadores quieren gobiernos que hagan honrar las deudas como su primera prioridad. Se oponen a toda acción monetaria que perjudique a los banqueros mediante bajas tasas de interés o erosione las deudas a través de la inflación. Por eso quieren convertir una crisis económica en un juego moral”.

“El problema es que, en estas condiciones, insistir en la perpetuación del sufrimiento no es una actitud madura”, matiza. “Es al mismo tiempo infantil (porque juzga políticas según lo que parece y no según lo que pasa) y destructivo.”

La verdad

Su motor consiste en que desde el punto de vista político “es mejor situarse desde lo que uno cree y de lo que piensa que debería hacerse que tratar de parecer moderado y razonable aceptando los argumentos de tus oponentes”. Cualquier alusión a Barack Obama no es mera coincidencia. Para reforzarla, Krugman argumenta que, según las estadísticas el nivel de crecimiento en los últimos tres trimestres antes de unos comicios es el mayor determinante del éxito electoral. Es decir: “La estrategia que funciona mejor políticamente es la que brinda resultados”. Para el economista, esa estrategia debería basarse en políticas expansivas en materia fiscal y monetaria combinadas con iniciativas para aliviar el peso de la deuda. Todo eso podría hacerse después de las elecciones presidenciales y legislativas parciales de noviembre, cuando para Krugman habrá tres opciones. Una, Obama es reelecto y los demócratas retoman el control del Congreso. Otra, un republicano como Mitt Romney gana y los republicanos, que ya controlan la Cámara baja, también pasan a dominar el Senado. La tercera, reelección de Obama sin cambios en la Cámara de Diputados. Si se da la primera chance, Obama tendría posibilidades de cambio. Debería usarlas, claro, y negociar sobre esa base con una parte de los republicanos. Si Romney gana, ¿pesará más su campaña conservadora o hará lo que le recomienden sus consejeros Gregory Mankiw y Glenn Hubbard, “bastante keynesianos”, según Krugman? Si se diera la tercera opción (reelección de Obama con diputados en contra), Krugman sugiere que el presidente, otros demócratas y cualquier economista keynesiano con cierta figuración pública deberían hacer campaña en favor de la creación de empleo con una fuerza y una insistencia tales que el Congreso no tenga más remedio que escucharlos. Algo de esto pasó cuando el humor social cambió y a principios de este año los republicanos quedaron tan a la defensiva en la cuestión del empleo que Obama pudo imponer exenciones ligadas a la creación de empleos y el aumento de beneficios para los desempleados.

“No hay ninguna razón para no decir la verdad sobre esta depresión”, que tiene su equivalente en decenas de millones de ciudadanos sin trabajo y de jóvenes sin futuro.

Krugman está convencido de que una política distinta, surgida de la claridad intelectual y de la voluntad política, conseguiría volver a una situación de pleno empleo “en menos de dos años”. Y sin riesgo de inflación, porque el índice de precios al consumidor subió solo un 3,6 por ciento desde la crisis de Lehman Brothers, en septiembre de 2008.

Algo de inflación

Discutir la inflación es un tema que obsesiona a este hombre criado en Brooklyn en una familia de inmigrantes pobres de origen bielorruso. No habla, naturalmente, de si es buena o mala una inflación del 25 o el 27 por ciento sino del 4 por ciento anual. La inflación alta es mala porque desalienta el uso de dinero y porque hace difícil planificar. Pero una inflación del 4 por ciento no produce ninguno de esos efectos. Ese fue el índice en el segundo período de Ronald Reagan, por ejemplo. En las condiciones europeas de hoy, una inflación razonable “puede ayudar a reducir el valor de la deuda”, de modo que contribuye a licuarla.

El desafío de España es bajar los costos y los precios y ponerlos en línea con el resto. Al principio de la etapa euro, España recibió grandes flujos de capital que alimentaron la burbuja inmobiliaria masiva y también llevaron a una suba de salarios y precios en relación con las economías centrales de Europa.

Según Krugman, lo ideal sería cierto grado de inflación en Alemania para que aumenten algo los costos en Alemania. Pero gracias a su recuerdo de los tempranos años de 1920 los alemanes odian la inflación mientras “curiosamente hay mucho menos memoria de las políticas deflacionarias de comienzos de la década de 1930, que realmente crearon las condiciones para el ascenso de ya saben quién”.

La traba es que, para el Banco Central Europeo “la inflación es el diablo, más allá de las consecuencias que podría tener una política de baja inflación”.

La deflación, en la eurojerga, se llama “devaluación interna”. Es difícil de hacer porque los salarios son rígidos y bajan lentamente incluso en condiciones de desempleo masivo. Lo mismo se aplica a Irlanda, donde hay mayor “flexibilidad”, un eufemismo que según Krugman se usa para hablar de mercados de trabajo “en los cuales los empresarios pueden despedir a los empleados con relativa facilidad y/o cortar sus ingresos”. A pesar de muchos años de desempleo muy alto, de hasta el 14 por ciento, los salarios irlandeses cayeron sólo el 4 por ciento.

Como España no tiene moneda propia, deberá pasar por un extenso período de desempleo muy alto, tan alto que logre bajar los salarios. Y como, además, España y otros países tenían un nivel muy alto de deuda privada antes de la crisis, ahora enfrentan la deflación, que a su vez hará crecer el peso de su deuda.

La proporción de deuda respecto del PBI mejora con una combinación de crecimiento e inflación baja. Pero la mezcla de deflación y estagnación produce lo contrario. Por eso la duda de los inversores sobre si las naciones del sur de Europa podrán pagar sus deudas.

Triple A

Otro tema que Krugman se propone desmitificar con su libro es la obsesión fiscal de los austerianos. Los relaciona con teorías de Joseph Schumpeter ya desdeñadas por sus profesores, dice, cuando él estudiaba economía en la década del ’70, hace 40 años.

“En la Gran Depresión estaba la escuela ‘liquidacionista’, que básicamente afirmaba que el sufrimiento dentro de una depresión es bueno y natural, tanto que no hay que hacer nada por aliviarlo. Cuando estudié economía, me enseñaron que hasta Milton Friedman refutó esa idea compartida, entre otros, por Joseph Schumpeter.”

“Austerianos”, gente convencida de que “los ajustes fiscales restauran la confianza y que entonces la recuperación de la confianza hace que los ajustes sean expansivos y no contractivos”, no es una palabra de su inventiva. Krugman da el crédito a su autor y lo acompaña con el contexto en que lo dijo.

“El dominio de quienes creen en la austeridad –austerianos, como el analista financiero Rob Parentau los llamó– quedó establecido en el segundo trimestre de 2010, cuando la Organización para la Cooperación y el Desa-rrollo Económico lanzó su último informe. Recomendó a los Estados Unidos, que en ese momento tenían baja inflación y alto desempleo, que el gobierno debería reducir de inmediato el déficit fiscal y que la Reserva Federal debería aumentar drásticamente las tasas de interés de corto plazo hacia fin de ese año”, escribe. “Afortunadamente, las autoridades norteamericanas no siguieron el consejo. No hubo un giro hacia una mayor austeridad y la Fed se embarcó en un programa de compra de bonos. En Gran Bretaña, en tanto, el nuevo gobierno Conservador-Liberal demócrata tomó al pie de la letra el consejo de la OCDE e impuso un programa de corte preventivo de gastos a pesar de que el país enfrentaba al mismo tiempo alto desempleo y costos muy bajos del crédito. En el continente europeo, mientras tanto, el Banco Central de Europa comenzó a subir las tasas a comienzos de 2011 a pesar de la depresión y de la ausencia de cualquier amenaza convincente de inflación.”

En una alusión a las calificadoras de riesgo que bien podría incorporarse al debate argentino, “los predicadores de una inminente crisis de la deuda clamaron vendetta en agosto de 2011, cuando Standard & Poors, la agencia de calificación, degradó al gobierno norteamericano y le quitó su status AAA”. Recuerda Krugman: “Hubo muchos que dijeron que ‘el mercado habló’. Pero no era el mercado el que acababa de hablar sino solo una calificadora. Una calificadora que, como sus pares, había otorgado el rango AAA a muchos instrumentos financieros que al final terminaron convertidos en basura tóxica. Y la verdadera reacción del mercado ante la degradación por parte de S&P fue nula. En todo caso, sólo bajaron los costos del crédito”.

Compartir moneda

La Argentina figura una vez, como referencia histórica en el análisis de si tuvo sentido económico construir la Zona del Euro. Sin vueltas: “No tiene sentido compartir una moneda a menos que los países hagan muchos negocios con los demás”. El ejemplo argentino viene a cuento porque indica Krugman que a principios de la década de 1990 la Argentina fijó el valor del peso en paridad uno a uno con el dólar, “supuestamente para siempre”. La historia terminó en devaluación y default. Una razón a considerar en el análisis, para Krugman, es que “la Argentina no está ligada estrechamente, desde el punto de vista económico, con los Estados Unidos; representa el 11 por ciento de sus importaciones y el 5 por ciento de sus exportaciones”. El otro problema es que la Argentina era sacudida por la fluctuación de otras monedas, como la caída del euro y del real frente al dólar.

Compartir una moneda tiene sus ventajas y desventajas. Entre las ventajas figuran “una declinación de los costos y la presunta mejoría de las chances de planificar un negocio”. Del otro lado hay “una pérdida de flexibilidad que puede ser un gran problema si se producen ‘shocks asimétricos’, como el colapso del boom inmobiliario en algunos países y no en otros”.

La moneda común de Europa, veinte años atrás, tuvo su glamour. “Europa estaba por emprender un gigantesco paso hacia el fin de su historia de guerras y convirtiéndose en un bastión de la democracia. Era muy fuerte. Cuando alguien hacía la pregunta de qué sucedería si algunas economías andarían bien y otras peor –como Alemania y España hoy– la respuesta oficial, más o menos, era que todas las naciones del euro seguirían políticas sanas, de modo que no habría ‘shocks asimétricos’. Y si se llegaran a producir, una ‘reforma estructural’ tornaría a Europa más flexible y permitiría introducir los ajustes necesarios. Lo que pasó realmente fue la madre de todos los shocks asimétricos. Y fue la creación misma del euro la que provocó esta situación.”

Al principio, con la entrada en vigor del euro en 1999 y la aparición de monedas y billetes en 2002, los inversores se sintieron más seguros porque estaban poniendo dinero en países que antes habían considerado riesgosos. Históricamente, las tasas de interés en Europa del sur habían sido más altas que en Alemania porque los inversores buscaban un premio que compensara el riesgo de devaluación o de default. Con el euro las deudas de España, Irlanda e incluso Grecia comenzaron a ser tratadas como si fueran igual de seguras que la deuda alemana. “Esto hizo que bajara el costo de prestar dinero en el sur de Europa y llevó a enormes booms inmobiliarios que muy pronto se convirtieron en gigantescas burbujas inmobiliarias.” A diferencia de lo que sucedió en los Estados Unidos, en Europa los bancos prestaron más. Pero lo esencial es que como los bancos no tenían depósitos suficientes para respaldar sus préstamos recurrieron en escala masiva al mercado, tomando fondos de bancos del corazón de Europa, como los alemanes, que no experimentaban un boom igual. “Hubo flujos masivos de capital del corazón de Europa hacia la periferia en proceso de boom.” Al mismo tiempo, fabricar manufacturas en Europa meridional se encareció y se hizo no competitiva y aumentaron los déficit comerciales. Esto afectó a los llamados Gipsis, sigla en inglés que sirve para nombrar a Grecia, Irlanda, Portugal, España e Italia.

“Pocos se dieron cuenta de cuán grande era el peligro”, informa el libro. “Al contrario: la complacencia bordeaba la euforia. Y las burbujas explotaron. La crisis financiera en los Estados Unidos disparó el colapso en Europa, pero el colapso hubiera ocurrido más tarde o más temprano.”

Para Krugman, es falso sostener que “la crisis europea estuvo causada esencialmente por la irresponsabilidad fiscal”.

El problema con esa construcción artificial de lo que ocurrió, según el Nobel, es que no cierra lógicamente ni siquiera para Grecia, una pequeña economía que sólo representaba el tres por ciento del PBI total de las naciones del euro y sólo el ocho por ciento de las naciones de la Zona Euro en crisis. El otro argumento en contra es que Irlanda tenía superávit de presupuesto, y lo mismo España. Hasta Italia, con un porcentaje alto sobre la deuda, lo estaba bajando. El proceso de mejoría se había iniciado en 2007.

Si uno no mira estos datos se quedará con el relato oficial según el que las naciones que están mal incurrieron en fallas morales.

El riesgo, que no corren los Estados Unidos, lo corren más los países que no pueden recurrir, como los norteamericanos con la Reserva Federal, a dinero de emergencia que les entregue el Banco Central Europeo. Entonces, una deuda impaga puede crear el problema de que jamás se pagarán las deudas, lo que a su vez genera una crisis en la cual los inversores temen un default y entonces piden tasas de interés más altas para los países sometidos al pánico autogenerado.

Para los partidarios de seguir con el euro –ya sea porque volver atrás sería un retroceso político o porque habría enormes consecuencias financieras y económicas para el primer país que lo realice–, Krugman propone poner punto final a los ataques de pánico mediante la disposición del Banco Central Europeo a comprar bonos de las naciones del euro. También habría que introducir una tasa de inflación moderada del 3 o 4 por ciento. Lo contrario sería mantener un diagnóstico equivocado –que el problema es el déficit presupuestario– y sugerir un falso remedio: el rigor fiscal.

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