EL PAíS › OPINIóN
› Por Norberto Alayón *
El capitalismo es el modelo político-económico que predomina en el funcionamiento de nuestros países. Su lógica y “racionalidad” se centra irreductiblemente en la búsqueda denodada del lucro y la acumulación, sobre la base de la expoliación de la productividad del trabajo de otros. Un modelo bien distinto tendríamos si los objetivos de la producción no fueran la mera ganancia, sino la satisfacción de las necesidades sociales.
Como dijera Adam Smith, aquel economista y filósofo escocés del siglo XVIII, “el mercado es incompatible con la ética, porque cualquier acción moral voluntaria contradice las propias reglas del mercado y simplemente termina por desplazar al empresario moralizante”.
Cabría igualmente un par de reconocimientos: a) el capitalismo ha contribuido al desarrollo de la sociedad, aunque simultáneamente condujo a reproducir desigualdades estructurales; y b) nuestros países han venido padeciendo un doble sufrimiento, por la presencia del capitalismo y también por la falta de desarrollo capitalista. Por ejemplo, el carácter parasitario y ocioso de nuestra tradicional oligarquía, que se constituyó como una suerte de “clase capitalista no burguesa”, obstaculizó el desarrollo industrial del país, manteniendo en muchos casos relaciones de tipo cuasi feudal. La enorme riqueza, obtenida por las grandes extensiones de campos y por la renta diferencial de la tierra, condujo a estos sectores a evidenciar un comportamiento exento de “dinamismo burgués” y antiindustrialista. Con semejantes ganancias, los terratenientes no estaban interesados en reinvertir sus beneficios.
Tal vez, de este origen “naturalmente perezoso”, nuestras “burguesías nacionales” hayan encontrado una suerte de modelo productivo a imitar, ligado a la búsqueda de ganancias desmedidas, con un mínimo de riesgo e inversión o bien aprovechando protecciones, prebendas, abusos y saqueos sobre el Estado para que respaldara sus intereses privados, por sobre el bienestar del conjunto de la sociedad. Con frecuencia, esta violación de la esencia misma del funcionamiento capitalista, ligada a la inversión y al riesgo, constituye una conducta irreductible: quieren ganar fortunas –y además en el menor tiempo posible– sin correr prácticamente ningún tipo de riesgos.
De todos modos, este capitalismo, aún escuálido y atrasado, genera cierto desarrollo aunque –a la par, por supuesto– habilita el mantenimiento de la pobreza y la desigualdad. Si la acumulación por parte de un sector social se basa en la apropiación diferenciada de la riqueza y en una distribución desigual, la construcción y cristalización de sectores ricos y pobres se transforma en algo “natural”, inherente a las propias características del modelo de funcionamiento social. De ello deriva la existencia de sociedades duales, con polos opuestos de altísima concentración de riqueza por un lado y de enorme concentración de exclusión y pobreza por el otro. Cuando aumentan la pobreza y la indigencia y se acrecienta la conflictividad social poniendo en riesgo la estabilidad y continuidad del sistema social, se tiende a recurrir a determinadas formas de repartijas escasas para paliar mínimamente las situaciones extremas, en la perspectiva del control social, del disciplinamiento y de la construcción de sujetos subordinados y dependientes. El asistencialismo emerge, entonces, como una particular excrecencia del propio sistema capitalista imperante.
El no reconocimiento de los problemas sociales como derechos humanos suprimidos o restringidos y la distribución mínima para sólo atenuar y controlar los conflictos sociales generados por las carencias extremas constituyen la base de las propuestas asistencialistas. Se trata, en concreto, de repartija y control ideológico-político hacia la reproducción del orden social vigente. Surge, entonces, el interrogante de cómo interferir en la perversa lógica de las prácticas asistencialistas. Consideramos que se puede y se debe concretar por medio de la acción del Estado, a través de vigorosas políticas públicas de redistribución de riqueza que garanticen derechos, en la perspectiva de contribuir a la autonomización de los sujetos, lo cual –a su vez– fortalece el funcionamiento democrático y el tránsito hacia la construcción de una sociedad más justa. Se requiere de un Estado que, aun capitalista, opere decididamente como regulador y garante pleno del interés general de la sociedad, y en particular de los sectores más vulnerados, por sobre el interés privado de los sectores del capital.
En suma, un Estado que, aún sin trastrocar de raíz la lógica central del capitalismo, pueda sentar las bases para ir construyendo una democracia sólida con derechos sociales extendidos, lo cual configurará estratégicamente otro tipo de sociedad, otro tipo de sistema social, que no tenga que apelar al infame e inmoral asistencialismo.
* Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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