EL PAíS › OPINION
› Por Martín Granovsky
Si por fin, como parece, hubiese diálogo serio entre la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el gobierno de Juan Manuel Santos, es que algo salió bien en 2010 cuando los gobiernos de la Unión Suramericana de Naciones se comprometieron a planchar una guerra entre Venezuela y Colombia.
La pregunta se les escapa incluso a los más cautelosos: ¿y si esta vez fuese posible? Siguen más preguntas, casi en tono milagrero. ¿Y si, por una vez, los planetas se alinearon? ¿Y si justo estuvieran dadas las condiciones para negociar y, a la vez, hubieran llegado al primer lugar los líderes capaces de llevar las tratativas hasta la salida?
Los dirigentes políticos y los funcionarios de América latina que se formulan estos interrogantes con cierto escepticismo esperanzado –por primera vez, conviene subrayarlo, con más dosis de esperanzas que de escepticismo– son los mismos que se acostumbraron a que la crisis colombiana pareciera tan difícil de resolver como la de Medio Oriente. A diferencia de lo que ocurrió en El Salvador, donde había dos sectores y dos liderazgos definidos, el Estado y las fuerzas armadas por un lado y la guerrilla del Farabundo Martí por el otro, Colombia muestra la presencia de una cantidad innumerable de actores. El Estado y las fuerzas armadas, en primer lugar. El desafío político y territorial planteado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. La guerrilla relativamente menor del Ejército de Liberación Nacional. Los narcos, que abren el juego a los demás sectores. Los paramilitares. Y los millones de campesinos desplazados por el conflicto armado vigente más antiguo de América.
Las informaciones provisorias indican que el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC vienen avanzando con sigilo en un diálogo amplio. Añaden que serían garantes de un eventual diálogo formalizado varios países, entre ellos Cuba, Venezuela, Chile y Noruega. Oslo, como ocurrió con Medio Oriente, podría ser la sede de negociaciones indiscutiblemente largas. Serían prolongadas no solo por la complejidad de temas sino por el principio al que aparentemente se someten las partes, según el cual ningún punto en particular se considera acordado hasta que no se llegue a un acuerdo sobre el paquete entero.
Nadie puede dar por asegurada la paz, y ni siquiera la negociación, pero es posible conjeturar que ambas cosas serían remotas sin la decisión de la Argentina, Brasil y Unasur de mediar en julio y agosto de 2010 entre Colombia y Venezuela. En la Argentina Cristina Fernández de Kirchner estaba en su primer mandato. En Brasil Luiz Inácio Lula da Silva terminaba el segundo período. Néstor Kirchner acababa de ser nombrado secretario de Unasur con el apoyo de Brasil y ya sin la bolilla negra uruguaya a cargo de Tabaré Vázquez, reemplazado el 1° de marzo de ese año por Pepe Mujica en la Presidencia. Hugo Chávez era el presidente de Venezuela. Y, al momento de romper relaciones, Alvaro Uribe era todavía el presidente de Colombia. Sería reemplazado en agosto por el presidente actual, Santos, un político con experiencia que reunía al mismo tiempo dos condiciones: había sido ministro de Defensa de Uribe y, por lo tanto, ningún duro podía acusarlo de blando ante la guerrilla, y a la vez quería estrenar en Colombia una etapa distinta de la encabezada por Uribe. Son las mismas condiciones que podrían jugar hoy a su favor en un escenario de diálogo. A tal punto están a la vista que la voz más hostil en Colombia contra un acuerdo es, justamente, la de Uribe. El ex presidente acaba de introducir en la discusión colombiana el pánico económico, como si el diálogo fuese a descalabrar el PBI de su país. “No me extraña que se congelen proyectos de inversión por la incertidumbre en que se coloca al país”, dijo Uribe. También insiste en que las FARC llegan fortalecidas a una negociación, cuando más bien parece lo contrario. En la revista colombiana Semana, el columnista Juan Diego Restrepo puso así el tema: “Ocho años al frente del gobierno, en un ejercicio de intolerancia, exclusión, estigmatización y balas contra culpables e inocentes, en el afán de exterminar a su peor contradictor, no le bastaron para someter a una guerrilla tozuda y anticuada. Hoy, cuando se avizora un pre-acuerdo que podría dar inicio a un camino seguro para la paz de los colombianos, se atraviesa con su verbo e incita al odio a través del reforzamiento del miedo, una práctica que, en sí misma, es una expresión terrorista”.
Hace poco más de dos años, el 10 de agosto de 2010, reunidos en la chacra donde agonizó Bolívar en Santa Marta, frente al Caribe colombiano, con Kirchner de garante y un tremendo calor de testigo, Santos y Chávez firmaron un compromiso que incluía este párrafo: “Los presidentes de la República de Colombia y de la República Bolivariana de Venezuela, reunidos en la ciudad de Santa Marta, Colombia, resolvieron establecer un mecanismo de cooperación a nivel de ministros de Relaciones Exteriores para diseñar una estrategia conjunta que aborde las problemáticas de frontera en materia social, económica y de seguridad, que entre otros fines busque prevenir la presencia o acción de grupos alzados al margen de la ley”.
Como se ve en el texto, ninguna sigla explícita, para no generar negociaciones anticipadas cuando eran imposibles. O todas las siglas citadas de modo implícito, desde las FARC al ELN y también, aunque actuasen clandestinamente y sin identificaciones de grupo, a los paramilitares.
Aquella mediación no asegura ni la negociación ni la paz. Pero fue un paso necesario. Pequeño para el hombre, diría el astronauta Neil Armstrong, pero grande en contraste con la probabilidad entonces inminente de un conflicto armado superpuesto a una crisis de más de 50 años.
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