EL PAíS › OPINION
› Por Horacio Verbitsky
La abundante manifestación de anoche evidencia la solidez de la democracia, derretida por la crisis de 2001/2002. Esto es así con independencia de los efectos buscados por sus más activos promotores. Es inimaginable que un gobierno que a la salida de aquella enorme conmoción social resistió la presión de los acreedores externos y los organismos financieros internacionales, de las empresas privatizadas de servicios públicos, de las cámaras patronales agropecuarias e industriales, se apoque por las voces de cualquier número de personas que quiera atribuirse a los actos de ayer. Esos son sueños de una noche de verano. Hoy continuarán los juicios por crímenes de lesa humanidad y las medidas de protección del empleo en medio de la crisis global, el mes próximo entrará en vigencia la ley sancionada para democratizar la comunicación audiovisual, no habrá devaluación, nuevo endeudamiento ni venta de dólares para atesorar. La detestada presidente no modificará las políticas con las que hace un año pidió y obtuvo su mandato ni aquellas que adoptó después en respuesta a las corridas cambiarias iniciadas aún antes de que asumiera.
Hace un cuarto de siglo el diario francés Libération publicó una gran foto de Luciano Menéndez amenazando con su cuchillo de paracaidista a quienes lo abucheaban al salir de un canal de televisión. El título decía: “Al que me llame asesino, lo mato”. Nada asocia a los manifestantes con Menéndez. Pero aquella tapa evoca el contrasentido de gritar contra la presunta dictadora sin ningún temor por las consecuencias. Nadie protestaba en las calles contra Videla.
Esa es la gran diferencia entre las protestas argentinas y la primavera árabe, aunque ambas se convocaran con tweets de 140 caracteres. Desde octubre de 2010 fueron asesinadas miles de personas en diecinueve países árabes (sobre todo en Siria y Libia donde el conflicto derivó en guerra civil). Aquí no hubo ni un contuso ni un detenido y lo único que debieron padecer los organizadores fue la exposición pública de sus nombres, que algunos querían preservar en el anonimato, para simular una espontaneidad y un apoliticismo que, por fortuna, no son reales.
Otra comparación pertinente. El politólogo estadounidense Abraham F. Lowenthal escribió que su país estaba polarizado entre las dos costas (donde ganan los demócratas) y el interior (que vota republicano), entre lo rural y lo urbano, entre lo religioso y lo secular, entre los inmigrantes y quienes se les oponen y entre ciudadanos de diferentes niveles de ingresos, género y edad. “Con la consolidación de las empresas de medios y la fragmentación de los mercados de medios muchos ciudadanos sólo están en contacto con los argumentos que aprueban. El discurso cívico ha sido desplazado por la retórica de la confrontación”, agregó Lowenthal. Es irrelevante si esa confrontación se encubre con ondas de paz y amor, puede agregarse desde la Argentina. Sin la misma sutileza de Lowenthal, el empresario Donald Trump instó a hacer una revolución en las calles contra Obama. Escribió entre signos de indignación que “¡No somos una democracia!”. En 2011 Trump lanzó su candidatura presidencial con una denuncia abominable: dijo que Obama no había nacido en Estados Unidos. Debió retirarse desairado cuando el presidente presentó su partida de nacimiento, como le exigía el extremista Tea Party. Si Lowenthal hace pensar en Guillermo O’Donnell, Trump es como Maurizio Macrì (de quien fue socio de negocios y amigo de farras, aunque terminaron mal porque el pez grande se comió al chico). Este cultor del diálogo y el consenso propuso tirar a Kirchner por la ventana.
Como la marcha de la Constitución y la Libertad de 1945 o la recepción a Eduardo Lonardi en 1955, la concentración de ayer expresa a un sector minoritario pero significativo de la sociedad argentina. La saludable novedad es que ha aprendido a manifestarse en forma pacífica y que el Gobierno no ha hecho nada por imposibilitarlo o reprimirlo. El nuevo abanderado de la derecha argentina tuvo el mérito de organizar una fuerza política con capacidad electoral, al menos en algunos distritos. Esto es algo que las clases dominantes no supieron hacer en todo el siglo pasado, por lo que debieron recurrir a la conversión de las Fuerzas Armadas en Partido Militar (con la colaboración imprescindible de la Iglesia Católica) o a la cooptación de los partidos de origen popular, como el radicalismo y el justicialismo, una vez que ganaban las elecciones con propuestas populistas que pronto traicionaban. La colonización de estas estructuras por los grandes intereses económicos condujo al desconche de fin de siglo. El gobierno de Fernando de la Rúa que había comenzado con dos muertos en el puente de Corrientes, concluyó con otros 35 en todo el país. La administración interina que lo sucedió dejó dos víctimas más en la estación Avellaneda. Los nueve años siguientes dieron respuesta institucional al reclamo de los excluidos y concitaron la ira de quienes sólo conciben al sistema político como facilitador de sus intereses particulares. Las imágenes de ayer son elocuentes sobre la composición social de quienes ahora hacen sentir su descontento. Muchos y homogéneos.
Aquellos partidos históricos no se disipan en el aire. Así como el FpV tiene su ala de radicales K, el PRO mostró ayer a su peronismo cheto de los Amadeo y Bullrich, muy a gusto con Federico Pinedo. Surfeada la ola que no supieron cómo eludir, las Dondas, los Solanas, los Binner, las Stolbizer ahora deberán preguntarse “qué hace una persona como yo en un lugar como éste”, a la rastra de Macrì, la Sociedad Rural y el Grupo Clarín.
De todas las consignas que impulsaron los convocantes son aceptables las más genéricas y abstractas, esas que significan lo que cada uno quiere entender. Es difícil coincidir con otras e imposible comulgar con aquellas no explicitadas pero troncales, como las que justificaron la adhesión de la esposa del mayor Pedro Mercado y la hermana de Alfredo Ignacio Astiz.
Pese a ello, es satisfactorio constatar que el sistema imaginado por Kirchner, con una fuerza de centroizquierda opuesta a otra de centroderecha, parezca desde ayer más cerca de la existencia. El desafío para el alcalde porteño será capitalizar el malhumor evidente anoche dentro de un año, cuando vuelvan a abrirse las urnas.
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