Lun 12.11.2012

EL PAíS  › OPINIóN

La huella

› Por Pablo Bari *

En los años ’70, Buenos Aires era una ciudad hostil para los jóvenes. Era, por supuesto, hostil para buena parte de los habitantes, pero con los chicos que tenían entre quince y veinte años la enemistad era más acentuada, más enfática. Usar el pelo largo era una señal que las instituciones educativas consideraban como ofensa grave, al punto de impedir la entrada al colegio de los alumnos si el pelo estaba en contacto con el cuello de la camisa. En la foto blanco y negro de los primeros DNI era necesario sostener el pelo con horquillas, o esconderlo debajo de la camisa, para acceder a la identificación legal. Pero también era complicado circular por la calle de noche, volver de otro lado, de otro barrio, sin ser considerado sospechoso. Es evidente que la ciudad era una estructura que exponía, como una gran instalación del terror presente y futuro, la devastación social. Durante la dictadura, y también en los años de Isabel y López Rega, no existía posibilidad de debate o de discusión (es raro decirlo, como si no fuera obvio) para los estudiantes de un colegio secundario y, en ese contexto, las relaciones personales se sostenían a partir de secretos y cosas no dichas y situaciones sobre las que no correspondía preguntar nada. Ahora, en la vereda del Belgrano, que también era el Revolución de Mayo a la noche, hay baldosas con los nombres de personas queridas, ligados con el nombre de Haroldo Conti, el gran escritor secuestrado por la dictadura, que fuera profesor del “Revoluta”, como se lo conocía entonces. Entonces vemos el recuerdo en la emoción de sus familiares y amigos y las baldosas con los nombres que todavía duelen en un lugar casi extracorpóreo, como si fuera necesario dar forma a otra anatomía para encontrar donde duele la ausencia de un compañero del colegio secundario. Es posible creer, o pensar, que las baldosas son parte del aparato circulatorio de la ciudad y reconstruir a partir de los nombres y los lugares, de las personas y las calles, un recorrido, una línea de puntos incompleta. Borges imaginó un Aleph, “uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos” en la calle Garay, en el barrio de Constitución. En ese sentido, en un mapa que acaso todavía desconocemos, las baldosas con los nombres de las víctimas de la dictadura dan a las calles, Ecuador entre Mansilla y Paraguay, por ejemplo, otro signo, otra marca para ubicar un lugar. Es inevitable, por otra parte, buscar en las caras de los estudiantes de estos años algo de lo que fuimos, como si un lugar pudiera sostener el espíritu de quienes pasaron por ahí. Vivimos en otra época, otra época es siempre otro país, y es natural que sea difícil de entender el peso de la dictadura en nuestras vidas pasadas. Por eso, la baldosa en la vereda es la huella de quienes enfrentaron las injusticias de instituciones y gobiernos. Y eso no es poco, incluso hoy, casi cuatro décadas más tarde.

* Ex alumno del Colegio Nacional Nº 6 Manuel Belgrano.

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