EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
Si alguien que apoyó la dictadura dice que este gobierno es peor que la dictadura, la afirmación tiene lógica desde ese punto de vista porque es evidente que se siente incómodo con los mandatos de la democracia. Si además, el personaje que hace esa afirmación es Bartolomé Mitre, dueño del diario La Nación, en realidad no se trata de ninguna novedad. Ese diario apoyó la dictadura, y su plana mayor hasta se ofendió cuando Jacobo Timerman recibió el premio Moors Cabot. El ex director de La Opinión había sido secuestrado por una patota del Ejército, torturado, y tras varios meses en prisión, finalmente había sido liberado gracias a la presión internacional.
En la protesta que Bartolomé Mitre envió a la Universidad de Columbia por la entrega de esa distinción a Timerman, expresaba que esa casa de estudios había sido “sorprendida en su buena fe por los agentes de una operación internacional en la que el señor Timerman juega un papel sobresaliente”. La operación internacional eran las denuncias que ya había contra el gobierno militar por las violaciones a los derechos humanos. En esa oportunidad, la Universidad de Columbia recibió esquelas similares de Ernestina Herrera de Noble (dueña de Clarín), Máximo Gainza Paz (dueño de La Prensa) y Diana J. de Massot (dueña de La Nueva Provincia, de Bahía Blanca).
En Argentina no hay muchos que puedan dar cátedra de democracia y ciertamente los que enviaron esas notas tienen poca autoridad para hacerlo. En sus declaraciones al semanario brasileño Veja, Bartolomé Mitre denunció esta semana ataques a la libertad de prensa en Argentina y dijo que el gobierno de Cristina Kirchner es “peor que el de Perón y que la dictadura”. En sus palabras hay una defensa de la democracia al viejo estilo: “Vivimos la dictadura de los votos, que es la peor de todas”, afirmó. Y un párrafo más adelante, cuando le preguntan por la cultura del pueblo argentino, respondió: “Ya no existe más aquella Argentina culta. Hay una elite que piensa de una manera, y una clase baja que no se informa, no escucha y sigue a la Presidenta. Cuanto menos cultura, más votos recibe Cristina”.
Es un lugar común y un acto fallido: votos de la mayoría versus ilustración de una elite. No hay nada menos democrático. Pero al menos da una idea de cómo se pensaba en la vieja Argentina, ante la falta de votos, al momento de golpear las puertas de los cuarteles para reclamar un golpe militar “en defensa de la democracia”.
Esa idea de democracia restringida y voto calificado fue típica de la república oligárquica predemocrática de la Argentina del siglo XIX y se mantiene con algunos cambios cosméticos en el pensamiento conservador. Son también fórmulas que se han empezado a escuchar en la actualidad cuando se contrapone a la República con la democracia. Y se subestima el valor de las elecciones con frases como “a Hitler lo votó el 80 por ciento de los alemanes”, un latiguillo que ha sido muy repetido por invitados a programas periodísticos o por algunos caceroleros. Esta cadena de sentidos que se trata de instalar desde los medios hegemónicos es básicamente antidemocrática, porque el principal sustento de una democracia, aunque no el único, es el gobierno de la mayoría.
El pensamiento conservador está bien representado por las declaraciones del descendiente del primer Mitre. Los argumentos que utiliza no son nuevos, por el contrario, son los mismos que se usaron contra los gobiernos populares de Yrigoyen y Perón. Y como les resultaba imposible derrotarlos en elecciones democráticas, esos mismos argumentos fueron usados para iniciar el ciclo de golpes militares en una falsa defensa de la democracia. En los ’90 lograron por primera vez mayorías electorales genuinas sobre la base de una combinación de golpes de mercado y la hegemonía cultural impuesta por los grandes medios. El pensamiento conservador no cuestionó el nivel cultural de esas mayorías que votaban políticas que las empobrecían y marginaban. Según esta teoría interesada, las mayorías se convierten en ignorantes justamente cuando respaldan políticas que las benefician. Y por lo tanto son votos que van en contra de la democracia. O sea, y aunque parezca mentira, para ellos la “dictadura de los votos” es cuando las mayorías impulsan políticas que las favorecen. Si las mayorías que ganan elecciones impulsaran políticas en detrimento propio, pero que favorecieran a las minorías, eso calificaría como democracia republicana.
Para la oposición más seria, resulta peligroso sumarse a estas afirmaciones, que en conjunto forman una campaña que busca deslegitimar al Gobierno. En el caso de conservadores y neoliberales, se trata de demostrar que la única forma de democracia es la que ellos representan, o sea un gobierno de minorías, respaldado por mayorías subordinadas. El peligro para el resto de la oposición es que mañana les pueden aplicar a ellos la misma jugarreta.
Pero el intento de deslegitimar el Gobierno va más allá de un planteo político. Aquí los grandes medios están hablando en función de sus intereses como empresas frente a la intervención del interés público a través de una ley antimonopólica en el ámbito de la información. La empresa del diario La Nación no tendrá que desinvertir cuando entre en vigencia la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, pero las declaraciones de Mitre demuestran que la sola intervención del Estado como regulador saca de las casillas a este grupo de empresas acostumbradas a hacer y deshacer con total impunidad.
El carácter de la información como bien público, pero que circula como mercancía a través de empresas privadas, le otorga una situación ambigua. Para las grandes empresas, la información es sólo mercancía y parte de su patrimonio. Pero para la sociedad se trata de una necesidad básica para su sobrevivencia. Esto, sin contar la formidable acumulación de poder que implica tener el monopolio de la información, lo cual duplica o triplica el poder económico de cualquier corporación.
Esa doble característica se contradice tanto con el monopolio estatal de la información como con el monopolio privado. La fórmula que plantea la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual preserva el área de las empresas privadas, pero con dispositivos antimonopólicos, y plantea también las áreas de la información pública y de los medios sociales, regulados por organismos democráticos autónomos integrados por representantes del oficialismo y la oposición.
La campaña para deslegitimar al Gobierno es una manera también de deslegitimar sus medidas. Las acciones de un gobierno no democrático pueden ser legítimamente cuestionadas en el futuro, cuando cambien las circunstancias. Entonces, para los grandes medios, la insistencia en la dictadura de los votos, en que Hitler fue elegido en forma democrática, que los principios de la República son avasallados, que no se respeta a las minorías, o que se trata del peor de los populismos autoritarios, es una forma de darse una carta para el futuro. Lo mismo sucedió después de los primeros gobiernos peronistas, cuando con esos argumentos se derrumbaron importantes logros sociales y económicos democráticos.
Las actitudes turbias de algunos jueces relacionados con el proceso de desmonopolización del Grupo Clarín, en el fuero Civil y Comercial y en la Magistratura, dan una idea de la poderosa maquinaria legal e ilegal que se puede poner en funcionamiento para entorpecer la aplicación de la ley y lo extremadamente vulnerables que son los dispositivos institucionales frente a los grandes grupos económicos.
Martín Sabbatella informó esta semana sobre los grupos mediáticos que deberán desinvertir a partir del 7 de diciembre. El único que ya adelantó que no acatará la ley fue el Grupo Clarín. Los antecedentes del titular de la Afsca en la lucha contra la corrupción son una garantía de su desempeño en esa puja, en la que es importante que la oposición también tenga un papel activo. Pero para preservar la transparencia y ecuanimidad del proceso y no para obstaculizarlo, como han hecho hasta ahora algunos de sus miembros. La oposición está en una encrucijada ética. Tanto el Frente Amplio Progresista como el radicalismo tuvieron posición dividida, con miembros a favor y en contra de la ley de medios. En el radicalismo son mayoría los que estuvieron en contra y en el FAP es al revés. Sin embargo, la tarea de legislar ya fue realizada, por lo que ahora sólo se trata de hacer cumplir una ley que fue aprobada en forma democrática. Incluso los que votaron en contra deben garantizar que se cumpla la ley. El verdadero compromiso con la democracia se pone a prueba en esas situaciones. De lo contrario, se convertirán en cómplices de la preeminencia de grupos de poder económico por sobre las instituciones de la democracia.
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