› Por Eduardo Aliverti
Hace una semana, esta columna decía que, frente a la inminencia del 7D, había que disponerse a perder la capacidad de asombro. Una referencia obvia a con qué estarían prestos a tirar los grandes afectados por la batalla cultural —primero económica y finalmente política, como todo— que ese día de diciembre porta uno de sus íconos.
El 7D, es muy probable, generará alguna sorpresa. No el 7, en rigor, sino el lunes 10. Aun así, los efectos de que en esa jornada comience el proceso a través del cual los grupos comunicacionales deberán desprenderse de todo lo que les sobra comenzarían a verse, con viento a favor, bastante después. Martín Sabbattella viene dejando claros ciertos aspectos técnicos al respecto. Pero el valor simbólico y legal de esa fecha no tiene retorno. No se espera que antes del viernes suceda algo estrambótico. Y es de tal forma como lo entienden no sólo el principal emporio “perjudicado” sino, casi a la par, las corporaciones que expresan los mismos intereses de discurso único. A todos ellos refería aquello de estar prontos a perder la capacidad de asombro aunque –seamos francos– más bien se trató de una frase con alto grado de legítimo efectismo porque –sabemos de sobra– el volumen de extrañeza nunca debe perderse. Confesión: en buena medida, esta columna se equivocó. Pese a eso del legítimo efectismo, cuando políticamente uno no cree que pueda quedarse estupefacto, dos sucesos de la semana provocan auténtico estupor.
El primero fue la pretensión clarinetística de penalizar a colegas, además de funcionarios, por presunta instigación a la violencia contra El Grupo. Perseguir periodistas, en una palabra, porque no hay que dar vueltas. A partir de ahí, dividamos. Ni siquiera un colifa completamente rematado podría imaginar que algún juez, y en última instancia la Corte o tribunales internacionales a los que el país suscribe, habilitaría mandar presos a trabajadores de prensa. Al margen de eso, nadie se explica, en ningún ámbito, cómo Clarín incurrió en semejante error y horror, hasta el punto de que varios de los periodistas del propio grupo tuvieran que salir al cruce. ¿Justo cuando venían de la potencia del/su cacerolazo se disparan a los pies? Un alto funcionario del Gobierno, en estricto off, contempló lo siguiente pero previniendo que era sólo un ejercicio especulativo, sin anclaje de data alguna: “Lo único que se me ocurre es que, para después del 7D, tenían armado un bardo de agresión contra instalaciones físicas de Clarín. O algo por el estilo. Y que, entonces, podrían decir ‘nosotros avisamos’. Pero les pasó que se ‘sobregiraron’ con los periodistas. Se fueron al carajo con eso y les salió mal, pero igual no se entiende. O están locos o están desesperados”. El firmante abona la segunda posibilidad, que no es necesariamente antitética con la primera (en las últimas horas se sumó la hipótesis de que trataron de marcar una ruta hacia la Corte Interamericana de Derechos Humanos). Como si fuera poco, El Grupo puso a dar explicaciones a un abogado de su ejército de bufetes, Hugo Wortman Jofré, quien requiere con urgencia un curso intensivo de oratoria. Pasa que es difícil, muy difícil, esperanzarse con herramientas retóricas cuando no hay el más mínimo convencimiento en torno de lo que se asevera. El agente acabó por señalar que nunca se pretendió acosar periodistas, cuando la presentación judicial afirmaba, de puño y letra, exactamente lo contrario. Todo terminó, por decir, en unas disculpas que publicó el diario en su sección “Del Editor al Lector”, más el bochorno indescriptible de los abogados corporativos al aclarar que los periodistas acusados no deberían desfilar ni apenas como “testigos”. La moraleja es aprender que los poderosos acostumbrados a la impunidad también se equivocan muy feo, si hay la voluntad política de enfrentarlos. Medio mundo de los ambientes políticos, periodísticos, intelectuales se rompió la cabeza, estos días, tratando de escudriñar a dónde quiso llegar Clarín con esa presentación judicial persecutoria. Qué se escondía. Resultaría que, como en el cuento de Poe “La carta robada”, el móvil de los desvelos está a simple vista. Si no se asume que una firme decisión política es capaz de alterar al bando oponente, al límite del desvarío o de ponerlo muy nervioso, jamás se podrá tener confianza en las fuerzas propias. El campo popular tiene mucha memoria de grandes derrotas, y quizá se trate de eso la sospecha permanente alrededor de cada movida de sus enemigos. Pero no es un curso irreversible.
Más o menos a la altura del jadeo de Clarín tratando de explicar lo inconcebible, un fallo neoyorquino de segunda instancia frizó la sentencia del cadavérico Griesa a favor de los fondos buitre. La derecha mediática se quedó sin regocijo, pero le faltaba lo peor: el documento de los obispos católicos. Esto requiere cierta explicación. Si es por consuno de intereses oligopólico-culturales (la Madre Iglesia y su sabiduría espiritual “abstracta”; el periodismo independiente que la aprovecha para afirmar que ese saber es el de sus negocios, etcétera), El Grupo, La Nación y compañía se hicieron la fiesta de encabezar en portada con la declaración obispal. El problemita es que lo aseverado por los obispos choca, para empezar, de frente y a lo bestia, con la liberalización de la costumbres. Estos curas se suicidan. Van en contra del matrimonio igualitario, de la emancipación sexual, de actualizar el Código Civil. Así les va, con sus misas cada vez más raleadas, sus feligreses cada vez más dispersos, su derrota progresiva frente a la religiosidad popular y los colectivos fascinerosos de evangelistas marketineros, pastores televisivos y radiofónicos, encantadores del alma. Pero ese suicidio es lícito, ortodoxo: muero con la mía, no quiero darme cuenta de nada, iré al cielo como guardián pretoriano de mi liturgia. Lo restante, como dato puntual, es que estos príncipes emiten su declaración bien antes de su rígido momento, la Navidad. Antes del 7D. Y como dijeron otros eclesiásticos, los de la Opción por los Pobres, con ironía no necesariamente desprovista de certeza, desde el escritorio del CEO de algún multimedios. Y dicen, en consecuencia, que les preocupa la división de la sociedad, la agresión, los chicos que no estudian ni trabajan. Dicen que la libertad de expresión está bajo amenaza, por supuesto. Dicen, por el amor de Dios, que los alarma “la politización de los jóvenes”. De ahí a “¿sabe usted dónde está su hijo ahora?” no hay ninguna distancia. Ninguna. Anda en ese documento la pluma de monseñor Bergoglio, para todos los habitantes de un pote de yogur que suponían una etapa diferente con monseñor Arancedo. Nunca son diferentes. Siempre estarán codo a codo con el Poder y en contra de los desposeídos. Siempre. Y a veces, como esta oportunidad en que se juega de qué lado ponerse, sin grises, o con grises que no confundan al enemigo, se les sincera la chaveta y lo dicen con todas las letras: nos preocupa la politización juvenil. La sinceridad extrema, cabe admitir. Tal vez podría agregarse que los irrita la politización a secas, y en todo caso, la juvenil en particular porque cada vez más pibes, y más, y más, están avivados acerca de varias cosas, incluyendo lo que representan estos obispos. Que no fueron capaces de dedicar una sola línea al show de pedófilos que anida en sus filas. Ni una sola. Parece ser que eso no es preocupación pastoral de la Curia, en este país donde ya son paisaje noticioso común los episodios de abuso sexual de los sacerdotes. Hasta el Papa los condenó en público. Hay que remar para quedarse a la derecha de Ratzinger.
Esta parte del todo se clarifica a pasos agigantados. Hay otra que es brumosa y se conforma con los interrogantes del tipo de quién, si no es Cristina. Y si no hay quién, a quién se promociona y cuándo. Y si acaso no está faltando reacción, renovar algo del gabinete, mostrar nuevas cartas, no caer en el embudo que desemboca en Scioli, cómo no seguir dependiendo tan en exceso del frenético trabajo que se centra en Olivos. Pero esa porción del todo, que es tan categórica como prospectivamente angustiante, apunta hacia el techo. La otra enseña cuál es el piso. El nunca menos.
La cuestión es que a los buitres se sumaron los cuervos. Y los caranchos. Si esto sigue así, será un muy buen negocio montarse una pajarería. Están juntándose, como era de prever, todas las variantes de rapiña. Pero en, y desde, un mismo sitio. En la inolvidable escena final de la película de Hitchcock, los pájaros se adueñan del lugar y los moradores de la casa huyen. La diferencia metafórica sería que, en el film, ganan los sagaces porque logran alzarse con la casa. En la actualidad política argentina, en cambio, que los pájaros conquisten el predio simboliza que el mediático es uno de los últimos lugares que les queda para refugiarse.
Y pasando papelones, encima.
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