EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio González *
Los recursos percusivos tienen conciencia de su valor y de su historia. Se han refinado y asociado ahora a diversas coreografías. Han proliferado en los últimos años las grandes formaciones de percusionistas, con nuevos visos escénicos, que insisten en que de esos conjuntos tímbricos salen las estructuras fundamentales de la música. Con diversas versiones rítmicas, nuevos instrumentos e investigaciones, exploran lo que el cuerpo humano ya contiene de sonoridad en sus propios movimientos. Pero a mí, simplemente, me gusta el hombre del bombo. El clásico hombre del bombo. Lo puedo escribir con mayúsculas, para darle un ligero toque atemporal, no necesariamente metafísico. El Hombre del Bombo.
En la multitudinaria manifestación del domingo 10 –uso las fechas del calendario gregoriano, a fin de sentir mejor la certeza entrecortada del tiempo– caminé largamente detrás de los hombres del bombo. ¿Es ensordecedor? Un poco, lo sé. Pero es un grato momento observarlos. Su oficio proviene de épocas remotas, donde se combinan sabidurías diversas en el trato de cajas de resonancia, cueros, formas de estiramiento, estructuras circulares, mazas cubiertas de diversos fieltros. En suma, un objeto milenario con versiones infinitas. Timbales, atabaques, surdos, legüeros, panderetas o cajas chayeras. Muy lejos de los timbaleros turcos, húngaros o napoleónicos, los muchachos bombistas de las distintas agrupaciones del conurbano manejan a conciencia el bombo con platillos adosados –un tipo de instrumento complejo, que interesó a Stravinsky–, haciendo figuras que exigen esmero y resistencia física. Desde Avenida de Mayo y 9 de Julio hasta la entrada en la Plaza, esas seis o siete cuadras míticas que hace muchas décadas recorremos, permiten comprobar cómo subsiste el arte del bombista de manifestación. Torso desnudo, musculatura imperativa y fibrosa resistencia para encarar la combinación de tamboril, bombo grave y bombo intercalado de platillos que parecen tímidas doncellas alrededor de una voz grave obsesiva y profunda.
No parecen los hombres del bombo concentrarse en cuestiones muy ajenas a la continuidad de su propia marcha. ¿Dictámenes de la Corte, jueces demasiado dóciles a un sentido corporativo, cautelares inusitadas, fierros en vez de togas en los aposentos tribunalicios? Sea. Pero parecería haber una recurrente distracción esencial de los hombres del bombo de todo lo que no sea su fervor frente al instrumento. Como el metalúrgico frente a su fragua, el tornero mecánico frente a su máquina de tornear. O el panadero frente a su mesa enharinada. El hombre del bombo se concentra en lo suyo. Pudo venir con la agrupación del barrio, los hombres del intendente o con el grupo militante que cruzó los puentes del Sur en sus trajinados ómnibus contratados. Esas son las precondiciones. Pero cuando aparece la condición última, darle cadencia de enérgico y grave carnaval al drama nacional sobre las avenidas, se tornan absortos, ensimismados. Vienen entonces de la larga marcha, de alguna ignota eternidad. Qué importa el ómnibus de la agencia El Trébol que los trajo. ¿No es famosa la frase que se calle el del bombo, que irrumpía tenaz en uno de los discursos de Perón?
El Hombre del Bombo, como el que está solo y espera, como el que habló en la Sorbona, según Gerchunoff, como el hombre arltiano que vio a la partera, es un personaje de la vida, la tragedia y la angustia colectiva. Su momento sublime está ajeno a la lógica política, y por eso quizá la expresa como ninguno. Son graciosos sus staccatos, su ardua concentración en la reducida formación –dos o tres ejecutantes–, o en caso de exhibicionismo político, casi en escala de las grandes baterías del carnaval brasileño, con un conjunto de bombistas que pueden llegar a una o dos docenas, lo que exige un maestro coordinador o bastonero. Descienden del Carnaval, de la murga, de remotas negritudes, de la historia neblinosa, de tiempos pretéritos. Llegó a ser una especialidad que podía ser sometida a contrata, como en las época del Tula. Pero no es lo más atractivo ni conveniente.
El Hombre del Bombo sabe que puede encarnar la veta más discutible del populismo o su momento obsesivo e inspirado, donde el orador máximo les pide callar. Compite con todas las voces, quiere ser la base esencial de todo lo que se dice, se sabe interpelativo y de consciente rudeza, con la que juega astutamente: cuando salen de esos bombos y platillos las protomelodías que son la estructura, el diseño musical del lubolo, de la comparsa, de la danza de máscaras, del murguista lamborghiniano –descolocado–, entonces ahí vemos algo inusitado. El presente se hace circular, como los cilindros que sostienen la idea misma de bombo. Y una sonoridad grave, a veces dolorosa y veces ansiosa de advertir sobre los riesgos del momento, casi siempre de extraña perseverancia –porque no solo están en la marcha, son la marcha misma–, invade el sentido dificultoso, o si se prefiere dichoso, de una historia. Frente al irresuelto tic-toc del cacerolismo, verdaderamente desconfiado, el bombo ha nacido de antiguas civilizaciones, tiene identidad plena. Su exacta alquimia sonora conserva un rastro de antiguas humanidades en lucha. El 10 de diciembre de 2012, puedo decir, he marchado con gusto detrás de los Hombres del Bombo.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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