Vie 14.12.2012

EL PAíS  › OPINION

“¿De qué inocencia me hablan?”

› Por Eva Giberti

Lo preguntó Susana Trimarco con una voz nueva, con un tono distinto del que habitualmente le conocíamos, con un énfasis inequívoco que transmitía la pesadumbre indignada.

Inocente es quien está libre de culpa o pecado. Los que no han cometido delito o falta determinada. Será éste uno de los tropiezos cuando se vuelvan a discutir los términos de la Ley contra la Trata de Personas. Quienes propusimos el proyecto de esta ley, en el año 2006, conocemos muy bien cómo se dividen las opiniones.

Realizábamos las reuniones en el Salón de los Escudos de Casa de Gobierno. Era el Ministerio del Interior el que avalaba el proyecto que se le había encargado al Programa de las Víctimas contra las Violencias.

Cuando en febrero de ese año le dije al entonces ministro Aníbal Fernández: “Ministro, hace falta una ley contra la trata de personas”. Me respondió: “Hágala”. Para mí, imposible. Había que reunir especialistas capaces de formalizar los contenidos que yo traía. ¿Cómo los había obtenido?

En años anteriores, y cobijadas por la Librería de las Mujeres, se reunía un grupo de cinco o seis feministas que pretendía analizar y encontrar estrategias para oponerse a la prostitución. Hablando con una de ellas me comentó qué pasaba con la trata de personas, tema que en el año 2004 yo había aprendido a reconocer en terreno, cuando la Conaeti (que se ocupaba del trabajo realizado por niños, mal llamado trabajo infantil) me invitó a dictar un curso en la ciudad de Posadas, donde presencié qué sucedía en el tránsito del puente que nos vincula con la ciudad de Encarnación, en Paraguay. Las niñas y adolescentes víctimas de explotación sexual estaban naturalizadas y solamente alguna heroica ONG enfrentaba el problema, y Claudia Lascano en primera fila.

De modo que del recuerdo de la Ley Palacios –que en 1915, después de tres años de luchas en el Poder Legislativo, consiguió oficializar su ley contra el proxenetismo por primera vez en América latina, encabezando esa lucha– y de la posterior intervención de la diputada Barbagelata –que denunció el tema–, yo disponía de algunos contenidos, insuficientes por cierto. No alcanzaba para avanzar en el tema. Por eso, la inspiración acerca de la ley de trata no fue mía. Se la debo a las compañeras feministas, quienes me aportaron los primeros documentos donde Susana Trimarco, entre otras denuncias, aparecía reclamando por Marita Verón.

Por eso pude decirle al ministro del Interior en aquella reunión, a la cual ingresó el presidente Kirchner, que era imprescindible sancionar una ley de trata.

Durante los encuentros con las personas convocadas no estaban claros los términos del proyecto, y había diferencias sustantivas con las primeras aproximaciones al tema. Paulatinamente se encontraban los acuerdos, pero nos encontrábamos con la carencia de especialistas, si bien en el Congreso ya se habían presentado algunos proyectos, uno de ellos preparado por Eugenio Freixas.

Estas alternativas forman parte de la historia y de la experiencia para imaginar por dónde van a proponerse las próximas discusiones: cómo sancionar al rufián, a los proxenetas en general. En materia punitiva no se podía pasar por encima del Código Penal (hoy en día sabemos que no sólo se puede corregir un código, también se puede escribir otro), y también los derechos y garantías de los proxenetas están avalados constitucionalmente como los de cualquier ciudadano.

Entonces la cuestión era: “Cuidado con victimizar a los rufianes si se los dejaba a merced de las declaraciones de las víctimas, que podían intentar incriminarlos faltando a la verdad”. Para quienes no somos abogados, estos argumentos –que reconocíamos como legalmente válidos porque los defendían quienes habían estudiado Derecho– desbordaban la experiencia y la lógica doméstica. Pensábamos que los proxenetas no correrían riesgo alguno por calumnias procedentes de las víctimas. La sentencia de absolución en la historia de Marita Verón acaba de rubricar la lógica de lo posible: las víctimas mienten, calumnian y los acusados son inocentes. Era algo de lo que se temía cuando discutíamos el proyecto de ley. Acabamos de presenciar que sucedió lo anticipado por algunas de las personas con las que nos reuníamos: hay que proteger los derechos y garantías de los que son injustamente acusados por víctimas que no son creíbles porque son prostitutas. En realidad no era exactamente ése el argumento en aquella época, pero correspondía cuidar los derechos de los acusados.

Por eso escribo recordando esas discusiones, ganadas por quienes sostenían tales principios e incorporando ese criterio a la ley, “estando a derecho”.

Por otro lado, opuesto, exponíamos la lógica de los derechos humanos: la víctima es la víctima, cualquiera sea su edad y su situación inicial ha sido victimizada en situación de esclavitud y, desde allí, sus declaraciones que incriminen a los rufianes pueden considerarse válidas. Pero el tiempo nos corría y era necesario que se legislara de una buena vez acerca de la trata, y los “matices” podrían mejorarse después.

Así sucedió en el año 2011 con la media sanción del Senado. Ahora volveremos a la antigua discusión, cuando Diputados se encuentre con el Código Penal y las limitaciones que imponga en materia de condenas, y con los derechos y garantías de los proxenetas, que no fueron obstáculo durante los años en los que Alfredo Palacios logró, mediante su ley y según lo describen las fuentes históricas, que alrededor de 500 proxenetas y rufianes aposentados en la ciudad de Buenos Aires huyeran a las provincias.

Ahora sabemos que los testimonios de las víctimas –no importa cómo hayan sido obtenidos, en qué situación, a cargo de quiénes los interrogatorios– no constituyen prueba suficiente para que alguien sea reconocido como autor de un delito o responsable. También hemos logrado verificar que hay jueces particularmente sensibles al rigor de las pruebas cuando las testigos son víctimas mujeres que han sido prostituidas por sus vecinos y conocidos.

También vimos y escuchamos que esas víctimas ya han sido marcadas por Susana Trimarco como “sus hijas”, que “están allí”, temiendo por sus vidas y por su seguridad. La voz de Susana Trimarco, que ya no es la misma, no duda en ponerles nombre y apellido a jueces, magistrados, funcionarios, y los denomina sinvergüenzas, descarados y atorrantes; así pronunció la advertencia que resulta de su historia personal: “¡Que no se atrevan a tocarlas!”. Lo sostuvo de cara a la población que la acompañaba, aquel 12 del 12 del 2012.

Porque Susana Trimarco sabe, y somos multitud quienes no lo dudamos, que la inocencia está absuelta, en libertad y protegida por los señores del poder y sus acólitos uniformados y de civil. De esa peligrosa inocencia le hablan a Susana Trimarco, que es la misma que se queda callada cuando le preguntan dónde está y qué le han hecho a Marita Verón.

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