Sáb 19.01.2013

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Narcos

› Por Luis Bruschtein

La salida de los 15 miembros de la familia Ferreyra del barrio Nuevo Alberdi, en Rosario, es una señal y podría convertirse en la imagen de una dolorosa derrota. Si se la toma como paisaje cotidiano, la enfermedad se extiende. Las bandas de narcos se van asentando en los barrios humildes, marcan su territorio, tienen la fuerza y el dinero para quebrar voluntades o comprarlas, y se alimentan de las fallas del sistema.

Hugo Tognoli, el ex jefe de la policía provincial, está acusado de proteger narcos. El año 2012 empezó en Rosario con el fusilamiento de tres militantes del Frente Darío Santillán en el barrio Ludueña. Y 2013 en el mismo barrio con el asesinato de Mercedes Delgado, una activista cristiana, e inmediatamente después con el tiroteo a tres jóvenes del Evita en Nuevo Alberdi. No hay nada forzado, más allá de cualquier campaña: Rosario quedó en el centro de esta calamidad por propio peso, aunque el problema narco no sea exclusivo de allí.

Las responsabilidades son inevitables y hay para repartir. Gran parte de las que alimentan el fenómeno son las que comete el sistema político para evadirlas, para no hacerse cargo. El Movimiento Evita denunció que el secretario de Seguridad de Santa Fe, Matías Drivet, facilitó información y un supuesto informe de inteligencia a periodistas y a un sitio de Internet manejado por policías exonerados. En una práctica que constituye uno de los peores vicios de las fuerzas de seguridad, sin pruebas concretas y con suposiciones generales, se trataba de ensuciar a los muchachos que fueron víctimas del ataque, haciendo aparecer el tiroteo como un enfrentamiento entre bandas.

Por temor a los narcos, pero otras veces por desconfiar de los políticos o de los policías, las víctimas prefieren no hacer la denuncia. Los hacen aparecer entonces como si hubieran quedado en el medio de un enfrentamiento entre bandas, o que ellos participaban en uno de los bandos. El mejor favor que les pueden hacer los policías y los funcionarios a los narcos es ensuciar a las víctimas, porque eso confirma en los barrios el poder y la impunidad que tienen.

Los vecinos quieren que haya más presencia policial, pero el proceso que se les sigue a Tognoli y a otros integrantes de la fuerza provincial demuestra que el sistema tal como está es vulnerable, y que muchas veces funciona liberando zonas o dando protección a los narcos. Cuando los soldaditos de los narcos generan un problema en el barrio, la policía no los detiene a ellos. Por lo general resultan apresados los pibes que no tienen nada que ver. Esa es otra forma en que el sistema alimenta el desastre.

Ramón Ferreyra es el padre de dos de los muchachos baleados por los narcos. Es un conocido militante social de Nuevo Alberdi y tiene un hermano detenido desaparecido durante la dictadura. Quiso denunciar a los narcos en la subcomisaría 2ª. Al día siguiente que hizo la denuncia fue interceptado, lo amenazaron con armas de fuego y le repitieron de manera casi textual lo que había dicho en la comisaría. El Movimiento Evita pidió que se investigue al responsable de esa subcomisaría, el comisario Mendoza, quien había estado a cargo de la instrucción.

Agujereado como un queso, el sistema no puede encarar respuestas sin fuerzas de seguridad seguras o con funcionarios que, para no hacerse cargo, desacreditan a las víctimas o miran para otro lado. Tampoco se puede si se enfoca como una discusión entre oficialismo y oposición.

No se trata de hablar de Rosario porque lo administra el socialismo o la oposición. La ciudad es el emergente, el pico más agudo, de un proceso que involucra también a barriadas porteñas, bonaerenses y cordobesas, en las ciudades más grandes. Pero en Rosario los síntomas son más graves que en el resto del país.

Los militantes sociales asesinados y baleados durante este año y la crisis policial santafesina por la situación de su ex jefe y varios de sus cuadros constituyen esos síntomas. Algunas de las agrupaciones a las que pertenecen las víctimas son kirchneristas y otras no. Tampoco pasa por allí la discusión. Los movimientos sociales conviven en los barrios con las bandas de narcos. No tienen fuerza para oponerse a ellos y el respaldo político que pueden conseguir desconoce la dimensión del problema, y muchas veces los deja a mitad de camino. Si hacen la denuncia, la policía actúa, detienen a algunos de los narcos y a las pocas semanas están otra vez en libertad, lo cual pone en riesgo la vida de los militantes, como pasó ahora con la familia Ferreyra.

Por sus agujeros a veces, y otras por sus mismas consecuencias, el sistema crea un círculo de hierro que deja pocas alternativas a los vecinos y, sobre todo, a los adolescentes de las barriadas humildes una vez que aterrizó allí el narco. Si bien no pueden confrontar con ellos, los movimientos sociales compiten de hecho en la disputa por los jóvenes que son tentados a convertirse en sus soldados por prestigio, por identidad, por la pertenencia a un grupo, o por la posibilidad de acceder a un nivel de consumo al que son presionados permanentemente por el sistema que al mismo tiempo se les niega.

Esta competencia se traslada a otros niveles cuando las madres reclaman que alguien haga algo. No parece una casualidad que este año la militancia social haya sido atacada de esa forma. Los planos de convivencia se achican cada vez más. Para las personas que quedan encerradas en esa realidad, no hay salida a la vista. Pero tampoco la había sobre la deuda externa o sobre los millones de personas que se habían quedado sin jubilación. Todos los problemas tienen una salida, pero se necesita voluntad política para forzar el cambio.

En el caso de Rosario se suman otros factores. La ciudad está en el corazón del fenómeno sojero que ha transformado la Pampa Húmeda. Es la que más ha crecido en los últimos cinco años y, por esa celeridad, lo hizo con mucha desigualdad. Tiene un record macabro: triplica el promedio anual de homicidios en el país.

Por su parte, el gobierno nacional marca un record histórico en cuanto a lo que se llama el gasto social, y logró progresos importantes en bajar el desempleo y la pobreza, o en la construcción de viviendas populares. De la misma manera, el gobierno santafesino alega que sostiene numerosos planes sociales. Pero esta calamidad que plantea el tráfico de droga es un problema específico y requiere respuestas específicas. Los planes sociales ayudan, pero no alcanzan. Además, sus causas son muchas y son muchos los factores que lo fortalecen, entonces las respuestas tienen que ser específicas y en múltiples niveles: económico, cultural, político, policial y demás.

En México, Centroamérica, Colombia y Brasil, la violencia del narcotráfico se cobra decenas de miles de muertos por año y condiciona todos los aspectos de la vida de esos países, desde la política hasta las decisiones en la economía. La Argentina está muy lejos de esos escenarios, pero el esfuerzo que se invierta será para evitar que se llegue a la situación de esos países.

Salvo la provincia de Buenos Aires, los otros distritos más involucrados en esta problemática están en manos de la oposición. Es una excusa pobre descargar la responsabilidad en el gobierno nacional porque resulta evidente que, en algunos casos, ni siquiera hay políticas y propuestas para este tema porque se trata de un grupo social que no tiene peso, ni capacidad de presión y sus vidas son invisibilizadas por el sistema de medios. En otros casos, las respuestas que hubo no han sido suficientes.

Pero también es evidente que un enemigo como el narcotráfico no puede ser encarado como parte de una disputa. Se pone en juego entonces la madurez del sistema político para sobreponerse a la mecánica de oposición y oficialismo, y encarar un problema sin tratar de sacarle rédito sectorial en detrimento del adversario. Es una mecánica que restringe al oportunismo y además no es la que tratan de imponer los grandes medios. Al mismo tiempo son políticas que exigen una fuerte decisión para lidiar con corrupciones, amenazas y debilidades de funcionarios a todos los niveles.

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