Dom 10.02.2013

EL PAíS  › OPINIóN

Patoteros y conflicto político

› Por Edgardo Mocca

El repudio al ataque a Axel Kicillof en el Buquebus ya es un lugar común, al punto de que se han sumado a él algunas de las voces prominentes del establishment mediático ocupado a tiempo completo en la descalificación del Gobierno. Claro que en el caso del “periodismo independiente” la condena apenas rozó a los patoteros y se concentró en el Gobierno, a quien acusa de promover un clima de enfrentamiento e intolerancia entre los argentinos. De la indignación moral podemos desplazarnos hacia la apreciación política del episodio.

El prólogo político del incidente incluye, sin duda, la puesta en escena callejera de la protesta de un sector social contra el Gobierno. Los cacerolazos de octubre y noviembre tuvieron como característica central la intensidad dramática del enfrentamiento de ese sector contra el kirchnerismo. Los organizadores de la “espontánea” convocatoria pusieron todo su empeño –después de los desbordes de los carteles, los gritos y los golpes contra periodistas que ocurrieron en la primera marcha– en adecentar el tono y serenar los ánimos durante la jornada del 8 de noviembre. No fracasaron totalmente: la iracundia se hizo menos visible, aunque quedó registrada en las coberturas televisivas no manipuladas por las empresas coorganizadoras de la movilización.

Después, para no entrar en los cotidianos detalles de la construcción social de la histeria colectiva viene el “capítulo Del Sel”. El actor cómico hizo política de la única manera que sabe, con la misma grosería y mediocridad que expone en sus actuaciones profesionales. Agitó los lugares comunes del machismo, la xenofobia, el cinismo y el cualunquismo antipolítico. Así le fue muy bien en la última elección en la provincia de Santa Fe, cuya gobernación estuvo a punto de conseguir y el hombre persiste en ese camino. Es improbable, por lo demás, que maneje algún otro repertorio. Del Sel desplegó en aquella penosa escena el mensaje de los carteles y las consignas de los cacerolazos. Con el ataque a Kicillof la escalada suma otro matiz: los insultos ya no se hacen a distancia, con carteles, con gritos de barricada, se hacen “cuerpo a cuerpo”, provocan forcejeos y obligan al agredido a retirarse, él y su familia, del lugar en el que se encontraba. La violencia se va deslizando del plano simbólico al territorio de los cuerpos. La interpretación mediática dominante ve estos episodios como la consecuencia de la intensidad del actual conflicto político. Este comentario puede tranquilamente coincidir con esta parte del diagnóstico. Lo que aquí se considera más interesante para discutir es el origen y la naturaleza de ese conflicto y las formas y el lenguaje en que ese conflicto se escenifica.

Para avanzar en línea recta, digamos que en la Argentina hay un conflicto por el poder. La expresión “lucha por el poder” tiene entre nosotros una potencia evocativa muy fuerte. Arrastra memorias de ilusiones y tragedias. Es como un fantasma que debe exorcizarse o condenarse al eterno silencio. El poder es lo innombrable. No se debe nombrarlo porque de su conjuro brotan mágicamente la intolerancia, la violencia, el autoritarismo. Ese es el clima de ideas que acompañó la recuperación de nuestra democracia: era necesario enterrar el vocabulario que había inspirado la tragedia social más dura de nuestra historia. Pero el poder está siempre en disputa. La trama institucional de la democracia puede ser el reglamento que rija la contienda, pero no puede reemplazarla por una instancia absoluta de equilibrio y de consenso que, de conseguirse, eliminaría a la propia democracia y a la política en general.

Sin embargo, fue y es posible la ilusión de que el poder no existe. Que de tanto dispersarse en la complejidad social con sus múltiples juegos de dominación ha quedado diluido. Lo que existe es un grupo electivo que administra, que media en los conflictos, que asegura la “gobernabilidad”: o sea un gobierno que se asegura a sí mismo. Esa ilusión es correlativa al tipo de discurso democrático que predominó desde 1983 y particularmente entre 1989 y 2001. La gobernabilidad –un complejo concepto teórico acuñado en las discusiones políticas mundiales sobre los problemas de la legitimidad democrática en el capitalismo– fue reducida entre nosotros a las condiciones políticas que pudieran impedir el regreso al ominoso ciclo de los golpes de Estado y la persecución política en el país. La garantía central de la gobernabilidad terminó por ser la conformidad del bloque político social históricamente dominante en nuestro país. Durante los primeros años, esa estrategia de consensos corporativos se concentró en las Fuerzas Armadas y produjo las leyes de amnistía por los crímenes del terrorismo de Estado, hasta desembocar en el indulto a los jefes militares condenados por el histórico juicio de 1985. Pero detrás de la corporación militar había una densa trama en la sociedad civil y en el poder económico de la Argentina que seguiría extorsionando al gobierno democrático hasta terminar por colonizarlo en plenitud a partir de 1989.

¿No había conflicto político en la Argentina de las reformas neoliberales de la década de los noventa? ¿Era ese el reino de los consensos y la tolerancia política? No es la ausencia de conflicto lo que caracterizó esa época, sino la emergencia de una clara e incontestada hegemonía político-cultural. Esa hegemonía es lo que permitió aislar e invisibilizar las luchas y las resistencias. La que arrinconó a los sindicatos y grupos gremiales que no se sometieron a los rigores de “la única alternativa posible”. La que absorbió a las principales oposiciones en el mismo discurso. Así fue como se hizo posible que las privatizaciones y despidos masivos en gremios de tradición combativa como ferroviarios, luz y fuerza y telefónicos pasaran sin estallidos sociales de consideración. “Ramal que para, ramal que cierra”, sintetizó Menem la decisión de destruir al ferrocarril; fue acaso el ejercicio hegemónico más contundente de esa época.

Esa Argentina se quebró en diciembre de 2001. Y si hay algo que sobresale en el viraje de estos años es la crisis de la idea de “gobernabilidad” y la inversión de su significado: desde entonces, como supo intuir Néstor Kirchner, un país “gobernable” no es el que se lleva sistemáticamente bien con los poderes fácticos, sino el que se orienta a asegurar el empleo y un piso de dignidad para la vida de todos sus habitantes. Esa es la brújula que guía la política gubernamental en estos años y a la que el coro conservador pretende reinterpretar como demagogia y clientelismo con los pobres. El hecho es que en el país de hoy la hegemonía se disputa. Los conflictos se hacen visibles y dramáticos. No tienen como fondo exclusivo el uso de los recursos económicos, sino la carga simbólica que esos recursos encierran. Ahí está, como ejemplo, el griterío callejero contra la Asignación Universal por Hijo que “alimenta a vagos que no quieren trabajar”. Ahí está también don Mitre, el dueño del diario La Nación, diciendo que Cristina gana porque la vota la gente “que no sabe y no se informa”. Por supuesto que la histeria de ciertas clases sociales agranda y distorsiona los hechos, porque en nuestro país no hubo una revolución contra el capitalismo sino un muy sobrio –aunque tenso y conflictivo– proceso de redistribución de los recursos. Proceso que, hay que decirlo, no disminuyó sino que elevó la tasa de ganancia empresarial.

Si es cierto que el poder está en disputa, el desafío es cómo encauzar la contienda en los marcos de la democracia y la convivencia pacífica. Esto no tiene nada que ver con la visión interesadamente escandalizada de las “familias que se dividen por la política” con que nos abruman los medios y algunos intelectuales. No es para nada extraño ni condenable que en la familia haya, por ejemplo, quien esté a favor o en contra de la Asignación Universal, la nacionalización de la mayoría accionaria de YPF o el matrimonio igualitario. Es sospechable que esas diferencias ideológicas existieran desde antes y lo que ha ocurrido es que ahora se las pone políticamente en escena con la intervención del propio Gobierno. También podríamos preguntarnos ¿cómo se superan esas divisiones? ¿Volviendo al rumbo político de los noventa?

El fraude ideológico mediático en estos días es la confusión entre conflicto y violencia. Se dice que Cristina “ataca” y es “intolerante” en sus discursos y eso alimenta (¿justifica?) a las patotas bravas de Buquebus. Aquí se utiliza el repudio al conflicto como acta de acusación a la política: para evitar el desenfreno violento habría que dejar de denunciar y de poner en la picota a actores y prácticas sociales y políticas. Y, de paso, se deja instalada una amenaza: “Si la política no cambia, la violencia se acentuará”. El desafío es, entonces, aislar políticamente a estos enemigos de la democracia disfrazados de inocentes promotores del consenso y la tolerancia.

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