EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
La Argentina transmitida de estos días es suculenta en eso de jugar a que me importa lo que no me importa, o a presentar como importante lo que carece de interés superlativo. Es una estratagema que está lejos de incumbir sólo a la política. Por supuesto, esta columna trata exclusivamente de ese aspecto: los juegos de la política y, por cierto, el modo en que, además de la clase dirigente, la sociedad se presta o no a ellos. Veámosla en el orden de importancia que cada quien quiera darle.
Se firmó un acuerdo de precios, por 60 días, con algunas cadenas comerciales. La oposición –aun contra lo que sostienen todas las cámaras empresariales firmantes– prefiere llamarlo “control” porque de esa forma, si fracasa, le queda el campo orégano para hablar del fiasco de una decisión gubernamental. Si, en cambio, aceptara el término “acuerdo”, el fracaso sería atribuible a los empresarios mucho antes que al Gobierno. Y eso es algo que la oposición, comenzando por la mediática, no aceptará bajo ninguna circunstancia. La inflación es uno de los muy pocos resortes de crítica aceptable con que cuenta la franja opositora, pero la responsabilidad de quienes forman los precios es obscenamente ocultada. La derecha político-dirigencial propiamente dicha lo hace por razones ideológicas y la prensa, además, porque vive de la publicidad que pautan las empresas. En la cínica lógica de ambos bandos, los precios suben porque los precios suben. O porque el Estado emite moneda a lo pavote y genera presión en la demanda de productos, al haber más plata circulante y estar los bolsillos llenos para consumir. Si lo primero no resiste el menor análisis, lo segundo menos que menos. Parece mentira que a esta altura del campeonato deba insistirse en refutar a los Alsogaray redivivos, y en memorar las consecuencias catastróficas que los modelos de restricción monetaria produjeron en la economía: altri tempi, en la local; y en plena vigencia en la Europa sujetada por Alemania, que rebosa de planes de ajuste, desocupados y exclusión. Como si fuese poco, también suena increíble tener que remarcar la contradicción entre las causas que sostienen y los resultados que objetan. Por un lado, si “la gente” tiene plata y presiona sobre el consumo significa que tan mal no andará la economía cuando, al revés de los ‘90, esos bolsillos bien surtidos no responden a un esquema de endeudamiento feroz, luego traducido en el remate de empresas públicas y el vuelco de esos fondos al apetito clasemediero. Pero, por otra parte, como no se siente o cree que haya tal bonanza en los ingresos populares y ahí están, a la vista, las furibundas críticas del periodismo, el sindicalismo opositor y los economistas del establishment, resulta entonces que la plata inflacionaria no está en “la gente” sino en la gente que forma los precios. En síntesis, segura o muy probablemente, el Gobierno no cree que su acuerdo o control sirva para corregir engendros estructurales, cuyo origen remite a las oligopolizadas e intactas cadenas de producción. Unas veinte empresas controlan el 80 por ciento de la generación alimentaria y de los productos de limpieza. Las que comercializan vienen después. El aroma es a que se quiere ganar tiempo, rumbo tal vez a medidas profundas que no se conocen. Pero en el turno de la oposición lo que cuestiona no es eso sino que lo hace por el cuestionamiento mismo. ¿Qué propone? Sabrá Dios. O, mejor, lo que propondría no debe expresarse por la impopularidad que conlleva. El juego queda así entre uno que patea para adelante haciendo que importa lo que no es más que una fugacidad, con el riesgo de que le salga entre inocuo y muy mal, y otro que presume de hacer críticas medulares, cuando sólo especula con el fracaso que la propia oposición promoverá (apenas a horas de anunciado el acuerdo con los hipermercados, Clarín ubicó, en título central de portada, que ya empezaban a escasear productos. Un dechado de prontitud periodística).
Otros ejemplos interesantes son las fallidas negociaciones con los británicos y el arreglo con Irán por la investigación del atentado a la AMIA. Los ingleses no quieren negociar absolutamente nada, incluso desde antes de que la victoria en la guerra les concediera el derecho de facto. Entre la política de “seducción” a los kelpers durante el sultanato menemista, con los ositos Winnie Pooh del entonces canciller Guido Di Tella, y la de confrontación ensayada por este Gobierno, se intentaron todas las vías. Y alguna otra que pudo ambicionarse, tampoco habría dado frutos. El Reino Unido tiene la ventaja alevosa de su potencia militar y sanseacabó. Sentarlo a una mesa de negociación sólo ocurrirá, si es que ocurre, cuando Argentina disponga de una fuerza similar en el tablero geopolítico, gracias a la importancia económica que pueda adquirir y a que el respaldo regional tenga acciones concretas contra los intereses británicos. Hasta tanto, toda labor que se acometa podrá ser comprensible y conveniente en función de no dar descanso, pero siendo conscientes de que en Londres no se moverá un pelo. Este “como si” que le es adjudicable al oficialismo en cuanto a Malvinas (como si fuera a importarles a los ingleses que un núcleo de intelectuales y referentes internacionales apoyen los reclamos argentinos; como si los conmovieran declaraciones o pronunciamientos solidarios de algunos organismos, y numerosos etcéteras por el estilo) tiene más valor representativo todavía frente al gataflorismo interminable de la oposición, y de porciones de la comunidad judía –de sus entidades dirigentes, sobre todo– a raíz del acuerdo con Irán. Tras casi veinte años de una impunidad atroz por el atentado a la AMIA, proporcionales a lo lejísimo y hasta inalcanzable de la posibilidad de hacer justicia, al menos se obtuvo que se interrogue a los acusados y pueda llegarse a la verdad. Esa verdad, como ya sucedió en otros juicios así denominados que en principio no tenían efectos penales, es completamente la única puerta que podría conducir a una esperanza de justicia. Sin embargo, el deporte del me opongo porque me opongo, cualesquiera sean los caminos tomados o por tomar, impide –a unos por especulación política y a otros por su eterna y entendible frustración– sumarse a un compromiso mutuo que por fin permite una luz. Demasiado tenue, si se quiere. Pero movida única. La Presidenta lo explicó con creces en una cadena nacional novedosa, que a la brillantez de su oratoria con la mirada fija a cámara, en la máxima escenografía institucional, le agregó una edición de archivo impecable (tienta decirlo: el tipo de cadena nacional que auténticamente sirve. En esta oportunidad, no hubo argumentos para imputarle un uso inadecuado y desmedido). Igual, nada sirve al “como si” de quienes, tratándose de medidas oficiales, totalizan el prejuzgamiento. Para el caso y nuevamente, como si dispusieran de una alternativa mejor. Eso no es análisis. Es provocación.
Pero nada emparda al juego de que la Argentina vive crispada si es que, en lugar de traducir “crispación” como el retorno del debate político encendido, se lo hace en la acepción de que estamos por matarnos. Y de que el inspirador excluyente es el Gobierno. Por hoy, déjese aparte que nunca, jamás, se vivió una etapa en que las figuras oficialistas –y la jefa de Estado en particular– hayan sufrido los insultos públicos padecidos por esta gestión. Sólo podría acercársele el clima de 2001/2002, con la pequeña diferencia de que se daba en un país estallado. Vayamos mejor a la insoportable frivolidad de juzgar que algunos hechos son demostrativos del peligro tremendo habido o por haber. Y a través de dos episodios que los medios vienen de agitar hasta el sopor, más allá de la simple condena que debe cargárseles. Diez o veinte pelotudos, en un barco, putearon a un funcionario de Economía. Y a un periodista opositor, en un bar, no quisieron atenderlo por considerarlo persona no grata. Casi toda la semana con eso, en casi todos los programas de radio y televisión, con las repercusiones en casi todos los noticieros y columnas de opinión, con plumas alarmadas y caras de necesidad de laxante, como si se estuviera al borde de enfrentamientos civiles desesperantes. En el costado kirchnerista hubo abusos de insistencia con que las agresiones parten de enfrente. Pero enfrente, como única profundidad ideológica, dicen que así estamos.
Vaya el chascarrillo de que la Venus de Milo empezó comiéndose las uñas. Alguna gente debería reflexionar si acaso no sería capaz de terminar igual, de tanto hacerse problema por motivos que, encima, son más inventados que reales.
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