EL PAíS › OPINION
› Por Horacio González
Entre tantos temas cruciales que atraviesa el país, me detengo en uno particularmente inquietante que, aunque parezca una cuestión más, resulta decisiva. Lo resumo: hay en todo el mundo, en el vivir común o en el corazón diario de las multitudes, la idea de una culpabilidad del Estado. Esta idea no carece de fundamentos. Siglos y siglos de teorías del Estado basadas en una razón que le sería propia, por encima de la comprensión del ciudadano común, acabaron produciendo una sospecha de que ante las catástrofes o desarreglos del mundo real, el Estado tiene una suerte de culpa eminente. Lo primero que él trataría, así, es intentar encubrirla. Y estos sigilos favorecerían, aunque no sea fácil creerlo, al hombre común, pues se vería beneficiado por los conocimientos superiores que posee el Estado. Por encima de los mortales, se dice que a los funcionarios estatales, ante cualquier incidente, lo primero que se les viene a la mente es exculparse. Harían siempre excepciones a su favor.
Pero una fuerte corriente de opinión, que con razón parte de la idea de que las víctimas son un sujeto doliente de la historia, piensa que todo accidente en los sistemas públicos de acción colectiva (sean transportes de cualquier tipo, la antigua Puerta 12 en River o Cromañón) no son tragedias explicables por la quiebra aleatoria en algún eslabón de una cadena operativa. Se presupone la culpabilidad del Estado, también a veces llamado a los fines de mayor concreción, Estado burgués. ¿Es así, debe ser así? La historia argentina reciente da muchas evidencias de que este juicio instantáneo y sumario no es un mero prejuicio. Tiene hondas justificaciones.
Los documentos leídos en la Estación Once, en Plaza de Mayo y otros actos realizados por los familiares de los muertos en el accidente del año anterior se dirigen contra el Estado y sus funcionarios. Establecen distintos juicios muy terminantes en relación con que un accidente de esa magnitud emanaba de una estructura de corrupción. Subrayan especialmente las declaraciones de los funcionarios que al no dar manifestaciones rápidas de dolor o comprensión profunda del sacrificio de inocentes en las grandes maquinarias corroídas del andamiaje público (subsidios indebidos, desidia frente a infraestructuras obsoletas, desinterés por la pobre colmena humana y sus condiciones de existencia) tendrían un grado de complicidad evidente. Esto se evidenciaría en sus dichos inapropiados ante la magnitud de la catástrofe, en el intento de disminuir su gravedad evidente, o como suele decirse, “culpabilizar a las víctimas”.
No tomo esta cuestión en broma. La mención del “dolor” como categoría del pensamiento político es un hecho contemporáneo indudable. No es que el dolor sea de izquierda o de derecha (en alguna de sus pobres versiones sí, pero dejémoslas de lado), ni es que sea manipulado (en algunas de sus disminuidas expresiones sí, pero también dejémoslas de lado). La expresión pública del dolor es la masilla eminente de las sociedades. Pues sin ser un concepto, es una expresión interna e insondable del propio lenguaje. Es el mejor lenguaje teñido de su propia materia sufriente, el que debe hacerse cargo de él.
¿Esto quiere decir que debamos estetizar el dolor? ¿Primero embellecerlo y después imaginar que lo tenemos? No, claro que no. Cualquier agregado de cálculo, con intenciones de favorecer nuestra aptitud de condolencia, es un experimento menor. Nos desmerece. El dolor se siente realmente cuando encuentra esa alianza íntima con las palabras inesperadas o súbitas que lo representan. Como digo, muchos de los documentos que circularon en oportunidad de las rememoraciones de la tragedia de Once dieron esa impresión de conmoción lograda, firme, indignada en su justa cólera. Y toda cólera es en definitiva un homenaje a los muertos.
Una hipótesis de la culpabilidad general del Estado estaba encerrada en el movedizo concepto de corrupción, entidad inculpatoria de carácter moral como resorte de un primer umbral de reflexión colectiva. Se erguía acusatoriamente contra todos los funcionarios. Se mencionan ciertas frases involuntariamente desafortunadas. Porque los funcionarios, por cierto, hablan, como es su obligación. Y al hablar, podrían sentir la tentación de tener una indulgencia mayor sobre lo que otros designan como su Culpa. Ante una falla en los sistemas, que el pensamiento técnico-funcionarial podría ver como un accidente denominado impersonal, propio de la denominada fatiga de materiales, el pensamiento del tejido dolorido inmediato de lo humano no acude en cambio a razones mediatas o a informes con jergas. El juicio entonces suele partirse para juzgar una catástrofe que involucra maquinarias, procedimientos y regímenes de acción pública. Se procuran las fallas humanas más que los argumentos estatales atenuantes.
El Papa pudo renunciar en latín para retirarse a la “oración y el sufrimiento”, recurso último ante un mundo cuyos confesados cambios y problemas se tornan inciertos desafíos. Un funcionario del Estado de Culpa no tiene esos recursos. Le espera un debate más arduo; no puede hablar en latín ni debe dar rienda suelta a sus autojustificaciones, por el contrario, debe retener a través de una contricción laica, lo primero que se le ocurra decir para exculparse. El ex presidente Kirchner llegó a decir que pedía perdón en nombre del Estado. Rara, poderosa y repentina frase, que retomaba y negaba al mismo tiempo la fantasmal continuidad del Estado argentino. Si se pudieran sacar algunas conclusiones provisorias de una frase de esa magnitud, podríamos decir que hay un capítulo de lo que aquí llamamos el dolor del funcionario, que le falta elaborar a todos, pero en primer lugar a los ejecutantes de funciones políticas en el seno de las instituciones públicas.
¿Se trata de ir de inmediato al lugar de los hechos? Nos gustaría enseguida decir que sí, que hay que ir tan rápido como irían las ambulancias del SAME. Pero también para esto hay que estar preparado constituyendo esa presencia en un acto de severidad dolorida. Las lágrimas que surjan siempre deben ser las que auténticamente no se pudieron contener. Porque si se concurre al lugar de la tragedia, es el cuerpo terrenal del Estado el que concurre, y no el familiar doliente que acaso no sabe qué hacer en esas condiciones fatídicas. Asimismo, a quien no sea funcionario e igual concurre, o sin hacerlo opina después en términos de la vil maquinaria quebrantada por la corrupción, diciendo que percibe allí el paradigma ineluctable de un genérico proceder corrupto, también le cabe pensar sobre sus propias frases, que muchas veces pertenecen a composiciones de lenguaje ya prefiguradas.
Tanto la hipótesis del estado permanente de Culpa en la trama interior del Estado, como la estructura acusatoria que ve en la tragedia un resultado axiomático de la reproducción de la mercancía capitalista son esquemas que produce una lengua que en ambos casos merece mayores cuidados y templanzas. Existe una facilidad en ver imposturas en todo. Y ver asesinos potenciales por doquier, corriendo el riesgo de levantar un nuevo absolutismo de la mirada crítica, demasiado complaciente consigo misma.
No hay un dolor mejor que otro ni siempre es fácil exteriorizarlo. Esa exteriorización es un arte de la conciencia, porque la conciencia misma, si tiene una lengua interna, es precisamente la del dolor. No de la oración fúnebre, cuyos rituales le merecieron una irónica burla al mismo Platón hace 25 siglos. Sino de lo que decimos e interpretamos de lo que los otros dicen. Para recrear el Estado, ni es justo que esté siempre en estado de Culpado, ni deben dejar sus funcionarios de ser los primeros en pensar que la ética del decir se vincula especialmente a la necesidad de descender lúcidamente a las fuentes del dolor. El dolor no se expresa al margen de la responsabilidad. Pero la responsabilidad es una forma extrema de la autoconciencia. Por lo tanto, también es dolor. ¿Con esto alcanza, aun en el caso de que lo supiéramos expresar sin pensamientos subalternos ni acomodaticios?
No. Suele decirse que la de- sidia de los funcionarios se demuestra porque no actuaban a pesar de que “todo estaba anunciado”, de lo que se desprende que eran ciegos. La ceguera de los funcionarios es siempre indicio de mal gobierno, no del autocastigo de Edipo. Lo mismo aquí, una fuente del pensamiento político popular piensa con evidentes razones que los que deben ver, por motivos al parecer muy claros (nuevamente, corrupción o desidia, esta última también, en las versiones más hiperbólicas, una forma de la corrupción), son los que no vieron. Pero hace milenios la humanidad tiene sapiencias para cuestionar al que pudiendo ver no vio como al que cree que siempre está en estado de videncia.
El dolor en sí mismo no necesariamente da derechos, pero cuando está expresado con ira justa y al mismo tiempo sin obcecación es lo único que da derechos. En algunos discursos y proclamas sobre Once pudo percibirse, sin dañar la legitimidad mayor del evento apenadamente rememorativo, las vetas permanentes de una razón política opositora que es el complemento contrario de la razón de Estado. Pasémoslas a ambas por alto. El derecho de las víctimas es supremo. En tanto, los temas de la Justicia legítima no inhiben a la Justicia ordinaria y aquello que le cabe hacer. Pero la justicia también es un reaprendizaje colectivo, social, libertario. ¿Cómo hablar sobre el dolor sin ignorar las características que deben asumir los Estados y sus representantes, ante la producción continua de formas de vida precaria, en las diversas modalidades del capitalismo?
Politizar en su inmediatez política y no doliente al propio dolor no le quita sustancia trágica, pero puede debilitar sus argumentos inmanentes. Sin duda, la política es también una forma del dolor; es dolor condensado, a veces ritualizado. Las víctimas nunca están calladas, ni son lo mismo las víctimas del terrorismo estatal, de un accidente de tránsito, del incendio de un local o de la desidia de un sistema público de servicios. Para escuchar lo que consideramos su quejido trascendente, sin embargo no hay distingos entre ellas. En su máximo sentido, la política y el Estado mismo son ámbitos de escucha de las víctimas, y de actuación en su nombre. Debemos aprenderlo. El Estado puede ser de inmediato culposo; sus funcionarios no debemos ignorarlo ni dejar de dialogar con el propio Estado en nombre de las víctimas.
Es cierto que el dolor en sí mismo nunca se equivoca. Pero es también cierto que en un mundo de mediaciones de lenguaje, el aprendizaje que nos toca a todos es parte de una reformulación humanística de nuestras instituciones. Consiste en ejercitarse para hablar sin favorecerse a sí mismo y esperar de los que ya tienen interpretado todo lo que pasa, cerrando su conciencia a las fisuras de lo real y sus contingencias, que también piensen la posibilidad de rehacer sus estereotipos. El dolor público, para ser pedagogía colectiva, ni precisa exculpaciones profesionales ni anatemas ya fabricados.
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