Un espacio de debate sobre los cambios en la Justicia.
Por Mariano Hernán Borinsky *
¿Qué es lo que la sociedad espera de la Justicia? Ese es el quid de la cuestión. Se espera que la Justicia tenga un contacto más cercano con la sociedad. Que el acceso a la Justicia sea un derecho palpable. Que los jueces sean personas terrenales, que paguen sus impuestos y que hagan públicas (porque son personas públicas) sus declaraciones de bienes. Que inspiren confianza producto de su independencia de criterio. Que no tengan explotaciones comerciales ni concurran a lugares de azar. Serlo y parecerlo. Que a la vez brinden un servicio (el de Justicia) a la sociedad. Y que lo hagan con un lenguaje sencillo, de fácil comprensión. Que las sentencias sean anoticiadas a los ciudadanos a través de los medios de prensa (en todas sus versiones y vertientes), para que de esta forma la comunidad pueda tener el control ciudadano de lo que hacen los jueces, todo lo cual transparenta la función judicial. También constituye un mecanismo de control ciudadano de los actos de gobierno, la realización de audiencias orales, que deben ser comunicadas por los medios oficiales, para que la ciudadanía pueda comprender cómo se dirime un expediente. Todo ello, más allá del formato de cómo se dirijan hacia los jueces: Su Señoría, Vuestra Excelencia y otras denominaciones más propias de otros tiempos que de los actuales, así como el uso (o desuso) de la toga, aún vigente en algunos países del sistema anglosajón; dichas cuestiones no hacen a la esencia de la función y desempeño del juez.
Asimismo es imperioso que el Sistema de Administración de Justicia sea eficaz y eficiente en su gestión. Ello significa que los jueces resuelvan el universo de casos (detrás de los cuales hay conflictos sociales, entre particulares o de orden público) que tienen para fallar con equidad y justicia, sin distinguir si se refieren a ciudadanos de bajos recursos económicos o de alto poder adquisitivo; se trate de delitos comunes o de crímenes complejos; de un juicio contra el Estado, a favor del Estado o de una empresa; con afectación al ámbito local o con implicancias internacionales, todos los casos deben ser resueltos a la mayor brevedad posible, cumpliendo desde ya las garantías del debido proceso pues, fiel al adagio popular, la justicia lenta... no es justicia.
El cargo de juez (al igual que el de fiscal y defensor oficial) es de gran prestigio, y se obtiene luego de un largo y complejo camino, que implica un riguroso análisis de antecedentes profesionales, examen escrito, audiencias públicas, test psicológico, presentación de declaración jurada de bienes, consulta a la ciudadanía sobre las cualidades del candidato propuesto; todo ello con intervención de los tres poderes del Estado. La gran cantidad de escollos a superar conforme el actual diseño constitucional para la selección de magistrados no torna aconsejable que sea sustituido por uno de elección popular, que llevaría a los jueces a efectuar campaña política (con sustento económico), de la cual, precisamente, se busca la independencia.
El juez hace las veces de un director empresarial, en el ámbito público. Se tiene que especializar y capacitar para luego transmitir sus conocimientos y experiencias a sus empleados, los cuales deben ser seleccionados teniendo en cuenta distintos aspectos, la experiencia laboral, los méritos académicos, dándoles la oportunidad a todos los aspirantes, sin distinciones ni favoritismos personales o familiares. Constituye un imperativo del magistrado, efectuar un despliegue inteligente de los recursos tecnológicos, materiales, humanos y de la información. Debe establecer un plan de acción al que deben exigírsele resultados, sin que constituya un obstáculo para dichos fines, ni los horarios ni las ferias judiciales, más allá de los razonables descansos laborales. Los jueces deben rendir cuentas de sus actos y demostrar su productividad mensual, semestral y anualmente ante los organismos de control establecidos por la Constitución Nacional y sus leyes reglamentarias.
El Ministerio Público fiscal cumple un rol protagónico en la promoción de la acción penal y en defensa de los intereses de la sociedad y de la legalidad del procedimiento, tendiente cada vez más hacia un sistema acusatorio, estableciéndose claramente la distinción entre la función de acusar (en cabeza del fiscal) y de juzgar (en cabeza del juez). La Procuración General de la Nación (organismo que agrupa a todos los fiscales federales) debe tener como objetivo (y de hecho ya lo está implementando) la investigación de los delitos de mayor complejidad, y desarmar redes y lógicas criminales. La defensa pública oficial constituye un pilar esencial del sistema democrático para que todas aquellas personas pobres, incapaces y ausentes puedan tener garantizado su derecho de defensa en juicio.
Pareciera que las líneas escritas precedentemente no son metas tan difíciles de conseguir hoy en día; sin embargo, la observancia de las mismas permitirá cumplir con lo que marca la Constitución Nacional en cuanto a un bien colectivo tan preciado para la sociedad: afianzar la Justicia... para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino.
* Juez de la Cámara Federal de Casación Penal. Abogado. Especialista en Derecho Penal. Profesor y doctor de la Universidad de Buenos Aires. Ex fiscal general en lo Penal Económico y a cargo de la Ufitco.
Por Martín Lozada *
Ha quedado afortunadamente instalada la inquietud acerca del rol de los poderes judiciales en las sociedades democráticas contemporáneas, ya sea en torno a los modos de elección, sanción y remoción de los jueces; su adecuación republicana; así como en la necesidad de introducir reformas en la cultura judicial.
Sin embargo, podría ocurrir que el llamado a “democratizar” fuese efectuado ateniéndose a necesidades políticas formuladas por grupos hegemónicos en razón de intereses coyunturales y episódicos. Ello sucede cuando ciertos actores llaman a la “democratización” del Poder Judicial en ocasión de tener frente a sí una o varias sentencias judiciales que no resultan conformes a sus intereses o expectativas.
Ante un supuesto tal es posible advertir que la intención latente no es democratizar ninguna dinámica institucional en particular, sino tan sólo ejercer presión para que los jueces fallen en un sentido determinado. Entonces el camino no conduce sino a un puerto impreciso, marcado por la ambigüedad y la falta de coherencia entre el mensaje emitido y aquella finalidad a la que en realidad se apuntó al efectuarlo.
Distinto es el caso de enfoques menos oportunistas, podríamos decir, más estructurales y sistémicos, preocupados por los desajustes de los poderes judiciales frente a las expectativas ciudadanas. Perspectivas que parten de la base de que el campo judicial ha venido siendo colonizado a fuerza de un conservadurismo crónico, merced a mecanismos de reclutamiento de funcionarios con un marcado acento de clase, y a una cínica pretensión de neutralidad ideológica.
Ahora bien, partiendo de la base de que la discusión y el debate en torno a la llamada “democratización” de los poderes judiciales merecen espacio y profundización, cabe preguntarnos a qué nos referimos cuando hablamos de democratización en el ámbito judicial.
Y ello por cuanto se trata de uno de los poderes del Estado cuyos miembros no son elegidos por el voto popular. Si esto es así, y si los ciudadanos no ejercen controles directos sobre lo que ocurre en dicho campo, es necesario plantearnos cómo y de qué modo un poder tal, ajeno a la dinámica democrática tradicional, puede adquirir legitimidad en el ámbito del Estado democrático de Derecho.
Está claro, entonces, que en principio “democratización” no se refiere a la designación de los jueces conforme el sufragio popular, con los controles periódicos que esa expresión trae consigo. ¿Cómo pueden entonces las ciudadanas y los ciudadanos, así como los grupos sociales, incidir en la conformación de los modelos judiciales, en la determinación de sus prioridades y orientación, en la selección y control de sus funcionarios?
Una de las fórmulas posibles para lograr la adecuación democrática de tales poderes quizá consista en revelar los estrechos vínculos existentes entre el Derecho aplicable y el poder, dejando entrever su no-neutralidad y su intrínseca dimensión política. Reconocer que la ley no es en realidad igual para todos y que su aplicación dista de resultar imparcial. Que en muchos casos los jueces suelen ser obedientes custodios del orden establecido, aun cuando aquél contradiga de plano los mandatos constitucionales.
En ese sentido cabría también visibilizar la existencia social de grupos históricamente vulnerables y postergados. Entre ellos, muchas minorías étnicas y sexuales, discapacitados, inmigrantes, y en muchos casos también las mujeres, los ancianos y los menores de edad. Tal como lo plantea Roberto Gargarella, dichos grupos no solamente se ven frecuentemente exceptuados del debido trato que se merecen sino que, más grave aún, suelen ser objeto de riesgos y amenazas particulares capaces de menoscabar su ya debilitada integridad como sujetos de pleno derecho.
De modo que no resulta ingenuo preguntarnos con relación a cuáles son los cambios jurídicos necesarios para asegurarles un trato justo. Y, de modo más general, cómo hacer para que los sistemas judiciales resulten sensibles a las múltiples voces presentes en la sociedad de nuestros días.
Un pluralismo que se haga eco de dichas asimetrías fácticas en el ejercicio de los derechos y del poder lleva a postular el diseño de consejos de la magistratura que resulten suficientemente representativos de las particularidades de las sociedades actuales: heterogéneas, complejas, dilemáticas, e integradas por individuos y grupos que, en ocasiones, poseen marcados disensos e intereses entre sí.
Un consejo tal ya no debería ser el foro capaz de integrar a representantes de las mayorías, tal como sucede con los legisladores, y a mandatarios de los colegios de abogados, con sus muy puntuales intereses sectoriales –a veces manifiestamente reñidos con las prácticas y las expectativas democráticas–, sino, en cambio, a un colectivo que también incluya a otros sujetos sociales.
Así podría suceder con representantes de los trabajadores judiciales y sus sindicatos; con docentes de las universidades nacionales con desempeño en la región de que se trate; con los miembros rotativos de ONG; e incluso con la representación de ciertas minorías legislativas y de sectores sociales tradicional e históricamente postergados, como podrían resultar los miembros de pueblos originarios.
Una integración que resulte coherente con la defensa de un pluralismo asimétrico y la protección de los derechos de los grupos más vulnerables de la sociedad, capaz de conceder voz y voto a quienes por motivos históricos y razones socio-económicas han venido careciendo de ellos.
En todo caso, la cuestión radica en verificar si cuando de democratización en la arena judicial se trata, es posible ir más allá de la retórica y los buenos deseos. Si acaso el adiestramiento mecánico y repetitivo que suele adormecer al funcionariado judicial, tanto como la general ausencia de un pensamiento crítico y de una praxis audaz, no complote contra la necesidad de renovar nuestra cultura jurídica e institucional.
* Juez penal de San Carlos de Bariloche. Catedrático de la Unesco en Derechos Humanos, Paz y Democracia por la Universidad de Utrecht, Países Bajos.
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