EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Videla
De tanto ser enunciado y reiterado por ambientalistas, urbanistas e ingenieros, el argumento cobró la categoría de lugar común: la reducción de espacios verdes, su sustitución por cemento y el reemplazo del empedrado por el asfalto en las calles constituyen factores que reducen la absorción y contribuyen a impermeabilizar la ciudad, dos aportes para una ciudad inundable.
Por supuesto que ésta no es la única ni la principal causa de una catástrofe como la del martes sino solo un factor más, como lo pueden ser la deficiente limpieza de sumideros o la permanente presencia de basura en las calles.
Pero no puede dejar de observarse la impermeabilidad de los funcionarios ante argumentos sensatos: después de tantas advertencias de especialistas, nunca respondidas ni refutadas, el Gobierno de la Ciudad se empecina en seguir pavimentando calles empedradas, avanzando en una alocada carrera asfáltica sin que la obra –pequeña ante la percepción del vecino, pero monumental en su conjunto– aparezca justificada por una estrategia para el tránsito o un plan de movilidad.
El asfalto viene avanzando en los últimos años sobre tranquilas calles barriales, que de un día para otro se convierten en cuasiavenidas. Al contrario de lo que suele ocurrir en las calles de tierra del conurbano, donde el asfalto es sinónimo de progreso y una legítima aspiración vecinal, aquí no ha existido demanda frentista: ¿Quién puede querer cambiar un adoquinado que lleva varias décadas de servicios prestados sin otra alteración que los pozos legados por alguna empresa de servicios?
Ocurrió en estos días, sin ir más lejos, en Parque Chacabuco, frente a la casa donde vivo, donde el empedrado, además de aportar su cuota de belleza, obligaba al automovilista a un andar prudente. Ahora se convirtió en una vía rápida, que pronto requerirá de la instalación de un semáforo o la construcción de un reductor de velocidad para evitar o mitigar accidentes.
¿Qué pueden hacer los vecinos ante el avance de obras inconsultas, ejecutadas sin pensar en quienes allí viven sino en los que circunstancialmente pasan en su vehículo? Ni siquiera puede hablarse de un beneficio para el transporte público, porque la mayoría de las calles asfaltadas no son rutas de colectivos.
Entonces, si no es una obra pedida por los vecinos, si perturba la tranquilidad del barrio, si por añadidura suma problemas al escurrimiento del agua de lluvia, ¿por qué se hace? ¿Quién se beneficia, además de la empresa contratista y los proveedores de asfalto? Muchos vecinos ya tienen respuestas a esa pregunta, por ahora, en la categoría de sospecha.
Todo eso sin hablar de las calles o avenidas repavimentadas por segunda o tercera vez en poco tiempo. O de la desprolijidad de los trabajos, como asfaltar alrededor de un auto estacionado y dejar el hueco bajo las ruedas del vehículo que no se pudo remover, ante tanto apuro por terminar la obra (y arrancar con otra).
En una de esas calles la empresa olvidó los caballetes con un cartel amarillo y una leyenda con tono coloquial: “Disculpá las molestias”. La frase bien puede tomarse como un reconocimiento anticipado, no tanto por los trastornos que ocasiona la obra sino por sus consecuencias futuras.
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