EL PAíS › OPINIóN
› Por Gabriel Pérez Barberá *
Alberto Binder ha sabido constituirse, merced a su puro talento, como un intelectual sofisticado y, a la vez, como un pragmático eficaz. Ambas cualidades le permitieron, en varios países de Latinoamérica, concretar reformas procesales profundas. Y nadie tanto como él ha llamado la atención en los últimos veinte años acerca del cambio cultural que, además del legal, es necesario introducir para que una reforma procesal modifique realmente las prácticas antidemocráticas de la Justicia. Tiene, por tanto, autoridad moral de sobra para hablar sobre el actual proceso de democratización judicial en Argentina, encabezado ahora por el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner (así como en otros tiempos lo encabezó Raúl Alfonsín), y sustentado a modo de think tank en especial por Justicia Legítima, del mismo modo en que, en 1984, ese rol fuera cumplido, salvando distancias obvias, por el Consejo para la Consolidación de la Democracia.
Alberto Binder se ha expresado recientemente sobre los proyectos presentados por el Poder Ejecutivo para democratizar el Poder Judicial. Y lo ha hecho críticamente, con su lucidez habitual, filosa y brillante como un arma blanca de doble filo (ver http://www.mdzol.com/mobile/ mobile/458141/). Es, sin embargo, su también doble cualidad de intelectual y pragmático lo que dificulta distinguir desde qué lugar está hablando cuando critica –del modo en que lo hace– los proyectos de reforma en cuestión, a los que el colectivo Justicia Legítima, del cual formo parte, ha adherido.
Si Binder habla desde su lugar de intelectual crítico, podría decirse que la función primordial de su discurso es azuzar a los reformistas para que no se crean los revolucionarios del momento, no se duerman en los laureles y vayan por más. Si ésa fue la intención, entonces a la columna de Binder no cabe criticarle nada. Ella está muy bien y nos es útil a los que estamos apoyando esta reforma, porque es cierto que este paquete de proyectos debe ser visto sólo como un buen comienzo y que hay que ir por mucho más. De hecho, conformarse con estos proyectos y no exigir nada más sería inadecuado para un colectivo como Justicia Legítima, que pretende conformarse con un perfil propio y crítico para generar proyectos de reforma judicial y para apoyar o desaprobar iniciativas de otros actores.
Ahora bien, es posible que Binder no haya escrito sus críticas desde su lugar de intelectual, sino desde el que ocupa como el pragmático reformista que también es. Si ése fuera el caso, su columna generaría perplejidad. Porque es extraño que, desde ese lugar, no haya concedido siquiera algo fundamental y, sobre todo, obvio: a las modificaciones actuales les faltará mucho, pero serán ley, es decir: se concretarán, serán una realidad. Y eso es un avance práctico tan evidente que, si aun desde un lugar de cierta empatía se lo solapa en exceso con críticas propias de la sofisticación académica o de los grandes programas reformistas, la pérdida del equilibrio entre fundamentación teórica y pragmatismo que necesariamente debe primar en todo proceso de reforma –tal como el propio Binder lo enseñara– es tan ostensible que deriva en que la crítica efectuada pierda mucha plausibilidad.
Como a todo buen profeta, a Binder en su tierra no le fue bien: ninguna propuesta suya de reforma integral de la justicia penal logró convertirse en ley en Argentina. Este país, por tanto, no ha estado a su altura. Pero incluso en algún país en donde sus ideas sí fueron receptadas legislativamente (como en Chile, por ejemplo) es ostensible que la reforma procesal integral que se logró no derivó en el cambio cultural que, al menos para Justicia Legítima, es el más urgente: poner en evidencia la fuerte empatía de clase que existe entre muchos magistrados y los agentes de los poderes corporativos, especialmente los económicos, lo cual deriva en un Poder Judicial sutilmente permeable a esos intereses y estructuralmente insensible frente a las problemáticas de los sectores sociales más vulnerables. Modificar eso es lo que, en parte, se persigue con estos proyectos. Y si bien es claro que ellos no son la panacea ni agotan la discusión en tanto plantean sólo reformas parciales y no una modificación integral del sistema de Justicia, su potencial como generadores de un cambio genuino en ese terreno se advierte, ya, por la reacción desmesurada de sus detractores. Si la reforma fuera tan menor y no tocara nada de fondo, no habría ni “18A” ni productores agrarios, ni empresarios ni editoriales de los medios más conservadores tomando posición en forma alarmista en contra de los proyectos.
Sé que Binder no se ha opuesto en bloque a esta reforma, en su columna rescata alguna que otra propuesta como positiva. El problema de su discurso radica en el lugar en el que, esta vez, ha decidido colocar los énfasis.
* Juez de la Cámara de Acusación de Córdoba y profesor de Derecho Penal en la Universidad Nacional de Córdoba.
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