EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
Libertad, seguridad y ética pública: así se podría resumir la carta orgánica de la manifestación del último jueves. La forma política que esa carta requiere es la unidad de todos los que estén en contra del actual gobierno. Trataremos, en lo que sigue, de no exagerar la calificación de conductas políticas y de atenernos, principalmente, al sentido en el que la plataforma cacerolera pueda influir en la política argentina realmente existente; difícilmente logremos ese objetivo.
Libertad es acaso la palabra más políticamente polisémica que pueda imaginarse. Hay que adoptar algún punto de partida conceptual para pensarla. En este caso nos apoyaremos en la fórmula canónica de Isaiah Berlin, gran pensador liberal del siglo XX. Berlin hablaba de dos formas de libertad: la libertad negativa y la libertad positiva. Negativa es la libertad que permite al individuo no ser interferido ni impedido por otros en la acción para satisfacer sus propósitos. La libertad positiva es, por su parte, la que habilita a los hombres a actuar en el espacio público sin otro límite que la ley que ellos mismos decidan. Mientras que la libertad negativa tiene alcance esencialmente individual, la positiva remite a lo público, a lo político. En la vida de las sociedades, los aspectos negativos y positivos de la libertad tienden a condicionarse mutuamente, de tal modo que no puede hablarse de la existencia de una sin un grado de funcionamiento de la otra. Buena parte del conflicto político real gira alrededor del alcance de los ámbitos de libertad en los dos sentidos de los que estamos hablando.
La seguridad tiene también múltiples significados. El pensador polaco Zygmunt Baumann ha recurrido a una curiosidad idiomática para ilustrar la cuestión: la palabra alemana sicherheit significa, al mismo tiempo, seguridad, certeza y protección. Seguridad significa que todo lo que ha sido ganado seguirá en nuestro poder y que el mundo es estable y confiable. Certeza es la posibilidad de diferenciar lo útil de lo inútil, lo correcto de lo incorrecto. Protección quiere decir que ningún peligro del que no podamos defendernos amenazará nuestro cuerpo. No solamente la voz alemana sino nuestra palabra seguridad también está cargada de todos esos significados, a tal punto que es muy difícil separarlos en nuestra vida consciente.
La ética pública tiene, por su lado, una larga historia en el debate teórico y en la práctica política de las sociedades. Para los kantianos, la honradez es la mejor forma de la política, mientras que para la tradición de pensamiento que nace con Maquiavelo, es la virtud, y no la ética, el atributo principal del líder político. No es la virtù, en el sentido de una adaptación de la conducta a un precepto dogmático, sino la virtù que designa la excelencia de la capacidad política del líder, cuya conducta debe ser juzgada en relación con la grandeza de la patria y la felicidad de sus habitantes. Nuestra conversación cotidiana tiende a equiparar la ética política con la ética individual y a reducir con frecuencia el alcance de ambas a la abstinencia de la apropiación de lo ajeno; es decir algo que no puede ser considerado parte de la ética porque pertenece a la esfera estricta del derecho penal.
¿Qué quiere decir la multitud cuando levanta las banderas de la libertad, la seguridad y la ética? Seguramente muchas cosas y seguramente muchas de ellas no compatibles entre sí. Sin embargo no son tantos los significados como los asistentes de la protesta. En la extrema horizontalidad formal de las marchas anteriores se insertó la presencia convenientemente anunciada de líderes de diferentes segmentos de la política de oposición. Como se sabe, esos segmentos recorren un amplísimo diapasón de pertenencias y de tradiciones político-culturales: los hay neoliberales enteramente asumidos como tales, sindicalistas que cuestionan el giro neoliberal del gobierno, republicanos formales y explícitos añoradores de la última dictadura cívicomilitar, radicales de tendencia conservadora y de tendencia socialdemócrata, socialdemócratas que vienen de la experiencia de la izquierda radical y conservadores que han aprendido el vocabulario de la socialdemocracia, gente de centroizquierda sincera y gente que ve a la centroizquierda como el mejor lugar para combatir un gobierno populista y demagógico. Se podría hacer una gran subdivisión ideológica: un sector que condena al gobierno por lo que es (autoritario, populista, peronista) y otro que lo condena porque no es lo que dice ser (progresista, avanzado, de izquierda). Los primeros dicen querer un gobierno que asegure las libertades individuales, los segundos se pronuncian por un gobierno que efectivamente produzca las transformaciones que el actual enuncia de modo oportunista.
El mandato implícito en la marcha y sistemáticamente pronunciado por los analistas de la prensa oligopólica (ejercicio plenamente legítimo según la Cámara en lo Civil y Comercial) es el de la unidad de la oposición como única manera de evitar la perpetuación del kirchnerismo en el gobierno. Concentradas pocos días después de los reñidos comicios venezolanos que eligieron a Maduro como presidente y, a la vez, catapultaron a Capriles como líder indiscutido de todo el polo antichavista, las multitudes que enfrentan al gobierno no pueden dejar de registrar la diferencia entre las hazañas de una oposición unificada y la impotencia del archipiélago antikirchnerista en el propio país. En esta cuestión no hace excepción la presencia en la protesta de muchos partidarios del FAP: el máximo líder de ese espacio que se autodefine como “progresista” ha dicho sucesivamente con pocos días de distancia que él hubiera votado a Capriles y que los muertos en Caracas durante el día posterior a las elecciones deben ser cargados a la cuenta del populismo venezolano.
Para la unidad hace falta un candidato y esa parece ser, según sus propios analistas, la gran carencia de la oposición. Sin embargo, detrás de esa falta hay otro problema menos visible pero plenamente operativo. Ese problema es una definición hegemónica. Es la traducción programática, bajo la forma de una promesa comprensible y creíble para el futuro argentino, de las grandes banderas de la marcha del jueves pasado.
La socioantropología más elemental parece indicar que el concepto de libertad predominante en los cacerolazos no es el de una epopeya colectiva dirigida a derrotar los obstáculos oligárquicocorporativos que frenan y condicionan la libertad política del pueblo, sino el del más modesto, pragmático y actual objetivo de despejar los obstáculos para el intercambio en dólares y las restricciones para las importaciones. Es altamente probable que la presión impositiva, las retenciones agrarias y las regulaciones estatales a la banca y las finanzas hayan tenido una presencia simbólica más importante en el reclamo de libertad que las restricciones a la plena libertad que suponen la existencia de monopolios económicos, matufias judiciales y policiales y corporaciones cerradas a la mayoría del pueblo. La seguridad que convoca más urgentemente es la de los cuerpos, la de la violencia callejera que constituye –más allá de estadísticas y causalidades– un problema intensamente vivido por los habitantes de las grandes ciudades argentinas. Pero en las capas medias, claramente mayoritarias en las marchas, ese miedo al ataque en el propio cuerpo se entrevera con el miedo a dejar de ser lo que se es en términos sociales y culturales. A que una “política distributiva y populista que necesita a los pobres como rehenes” termine afectando el propio status individual y colectivo. Defensa de un estatus social, hay que decirlo, que nunca fue tan agredido y destruido como en los días de aquel diciembre en que estalló el programa neoliberal en Argentina. La “seguridad” de la clase media mira con miedo y con desconfianza hacia abajo y descarga su ansiedad contra un gobierno que (claro está, por pura demagogia) privilegia su relación con los más débiles. Por último, la cuestión de la ética pública tiende a construir una amalgama de significación entre el “Estado que interviene” y el “Estado que roba”. Los megaescándalos desatados por los grandes medios de comunicación tienen –con independencia de sus resultados concretos– a validar el prejuicio de que somos robados por la política. Esto no nació con este gobierno y es el santo y seña de la derecha neoliberal (y no tan “neo”) desde que existe el régimen democrático. Pero en el caso de este gobierno es un gran apuntalador de múltiples descontentos. Y, sobre todo, tiene el discreto encanto de atraer a sectores claramente afectados por las múltiples desigualdades y posiciones dominantes vigentes entre nosotros a la plataforma antiestatista lúcida y pragmática de los núcleos más poderosos de la sociedad.
Lo que está por detrás de la carencia de liderazgos y candidaturas es, en realidad, un problema de hegemonía política. Podría formularse así: cómo atraer política y electoralmente a una mayoría social desde posiciones que corresponden a las fuerzas del privilegio económico, social y cultural. Dicho de otra manera, cómo reconstruir la alianza neoliberalpopulista que encabezó Menem en los años noventa y particularmente cómo hacerlo cuándo todavía están frescos en la memoria popular los días del incendio social de 2001. La traducción de ese proyecto hegemónico en la forma de la política real es la atracción de todas las formas de oposición, incluidas las centroizquierdistas, hacia el centro de gravedad de una nueva gran promesa liberalrepublicana. Un liberalismo republicano que tiene, por lo demás, su principal base de sustentación en los monopolios comunicativos. Si no se alcanzara este gran consenso hegemónico antikirchnerista, las marchas y las cacerolas pasarán lentamente a ser una rutina intrascendente y a desaparecer. Para que se construya será necesario un huracán político que puede hacer desaparecer viejas construcciones políticas nacionales y reciclarlas en afluentes secundarios de una nueva hegemonía conservadora.
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