EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Si la manifestación del jueves fue antigubernamental u opositora es una discusión interesante y, más que cuando el 13-S o el 8-N, vale la pena prestarle atención. Por lo pronto, fue casi el único episodio capaz de cambiar el eje, excluyente, que trazaron los medios a lo largo de toda la semana. Pero su efecto duró la cobertura del momento, las observaciones del día siguiente y algunas del fin de semana.
Estos fueron unos días informativamente muy ricos, en cantidad y calidad. Sin embargo, el cambalache en que derivó un informe del programa televisivo de Jorge Lanata hizo parecer todo lo contrario. El debate por la reforma judicial, además de las intervenciones legislativas durante su sanción, tuvo un pico a través del cruce entre Julián Alvarez, secretario de Justicia, y el colega Horacio Verbitsky, presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales, acerca de cuál letra sería mejor para precisar el uso de medidas cautelares. Mediática, lamentable y previsiblemente, ese intercambio de opiniones, sustancioso, fue relegado en función de determinar si es el funcionario o el periodista quien mejor expresa los deseos presidenciales; si acaso Verbitsky entró en cortocircuito con la jefa de Estado; si La Cámpora avasalló al ministro del área, y otras especulaciones que nada tienen que ver con el fondo de la cuestión. Hace ya rato que las formas importan más que la profundidad, debido al vértigo impuesto por los medios para estimular el poco de todo y mucho de nada. Si ya venía siendo así, gracias a la ausencia de representatividad política conservadora y su reemplazo por operaciones periodísticas, la guerra de intereses entre el Gobierno y una corporación mediática lo acentuó. El fallo de Cámara que dio la razón al Grupo Clarín, en su disputa por la ley de medios, es de una naturaleza que desafía la posibilidad de hallarle adjetivos. Cualquiera suena escaso. Una de las argumentaciones de la camarista María Susana Najurieta es que proveer de televisión abierta y servicio de cable resulta “inherente al negocio”, con lo cual –en cuanto a sentencia tribunalicia– probablemente haya establecido un record de posicionamiento ideológico. Lo más panchos, la jueza y sus pares firmantes dicen así que los derechos de un grupo corporativo están constitucionalmente por encima de la administración del espacio comunicacional común a toda la sociedad. Como quiera que sea, la cosa terminará en la Corte Suprema. Y habrá de verse si esa última instancia también se anima a favorecer la avidez de una empresa, contra la razón de una ley votada hace casi cuatro años, que el relator de las Naciones Unidas para la Libertad de Expresión, Frank La Rue, calificó como “ejemplo a imitar para todo el continente y otras regiones del mundo”, que fue precedida y aportada por foros de debate en todo el país.
Frente a semejante fallo que alude, vaya, a los intereses de “la prensa libre”, cabe preguntarse por quichicienta vez: ¿ésta es la Justicia arrinconada? ¿Este es el periodismo amenazado? ¿Estos son los graves riesgos que se ciernen sobre los cruzados de la ciudadanía independiente? Es de reiterar que estamos ante una dictadura muy curiosa. Se sale a la calle a manifestar libremente contra el Gobierno. Los medios –incluyendo los oficialistas– le dan inmensa cabida y hasta se sumergen en cadena nacional, sin ocultar insulto alguno, sin privarse de dividir la pantalla para dar cuenta de que la protesta es nacional, sin carecer de movileros exasperados. Les acontece el fallo a favor de la corporación. Tienen todos los fierros a su albedrío para decir que hay clima de fin de época, que vivimos en un antro de corrupción oficial, y antes que Cristina es bipolar, y entretanto que se sufre un régimen fascista. No se ha visto –también se dijo y también debe reiterarse– un grado siquiera similar a éste, respecto de agresión prosaica o intelectualizada contra una gestión gubernamental. En los medios privados desfilan las gentes cuya comprobación ejecutiva huyó en helicóptero, las gentes de las recetas liberales que a la vuelta de la esquina incendiaron al país, las gentes encausadas que abrazan a Tribunales, los progres noventísticamente ninguneados por la prensa a la que ahora rinden pleitesía, la izquierda radicalizada que consigue sus dos minutos de fama con los tipos que los verduguearon toda la vida. Se juntan el rabino Bergman y Raúl Castells, Binner y Macri, Carrió y Solanas, el hijo de Alfonsín con De Narváez. Y tienen cámara en continuado, y hablan como si sus gerencias fácticas o de presunto liderazgo moral no hubiesen existido, más que para pasar papelones históricos. ¿Qué dictadura es ésta? ¿Cuál es la asfixia?
Esa banalidad analítica tiene parangón con lo mediatizado de la semana. Testigos que dicen y se desdicen al día siguiente, farandulización del tema, casamiento entre frivolidad y corrupción, pruebas truchas, espectacularizar periodismo de investigación para que la espectacularidad sea la periferia y no el centro; animadores televisivos que se matan entre sí porque cada quien dice que la tiene más larga que el otro, cuando todos –quien más, quien menos– responden a los intereses de la patronal que los contrata, sin importar si en lo profundo creen algo de lo que dicen. O si todo lo que dicen es regenteado por el interés corporativo. Si se apunta que es el Fariñagate, es una operación del kirchnerismo para minimizar el caso. Si se acepta que es el Lazarobaezgate, o la corrupción K, o algo por el estilo, hay la duda de si no se entra en el juego de los intereses de Clarín, porque la contundencia aportada por un show televisivo se remite a las declaraciones de unos perejiles mediáticos, protagonistas de programas de chimentos. Todo puede ser. Si es por la evaluación personal, sale decir que correspondería creerles a todos, no creerle a ninguno y finalmente sacar las cuentas ideológicas. Sobre los empresarios amigos y apañados por el kirchnerismo, se conoce o se sabe que hay varios (aunque se los marca como si la oposición proviniese del sexo de los ángeles, y Macri no estuviera procesado, y Binner no formara parte de un partido y gobernación ligados por acción u omisión a delincuencia policial, narcotráfico y demases; y los radicales, y los llamados peronistas disidentes, fuesen algún ejemplo de incorruptibilidad: escucharlo al titular del sindicato de peones rurales, el Momo Venegas, hablando del avance absolutista sobre las instituciones de la república, provoca escalofríos). Si el oficialismo no es justamente una selección de bibliotecarios noruegos, nadie, que no sea una ameba, puede engañarse acerca de la credibilidad total de los comunicadores empleados por los grupos enfrentados al Gobierno.
Apartemos, por inútiles, los cálculos numéricos sobre las marchas callejeras del jueves. Que si más que el 8-N, que si menos, que si esta vez bastante más en las ciudades del interior pero bastante menos en la Capital. Cualquiera sea la cifra de manifestantes que desee tomarse, no se pueden negar ni su renovada exposición, ni su flaqueza política, ni la imposibilidad de que se apropie o impulse del número alguna fuerza o figura opositora. Fue, de nuevo, una demostración muy estimable, que enuncia el hastío o las ganas de cambio del 46 por ciento que no votó a Cristina. Y tanto como eso, reflejado en tanta gente que no disponía de un orador o declaración de cierre, que caminaba hacia todas partes y hacia ninguna, que no tenía un solo mandato unificador, fue una expresión de impotencia. Porque es eso, impotencia, que no se esté enamorado de nada sino embroncado con todo. Fue una marcha contra el Gobierno y contra la yegua en particular, ni dudarlo. Del mismo modo, cada zócalo de la tele, y cada título de informativo, y cada comentario de los periodistas opositores, y cada producción o gesto que venga de ese palo, persiguen socavar al oficialismo y hay gente, mucha gente, muchísima, que se ve representada en esa horadación. Pero después no sabe a dónde ir. Y si no se sabe a dónde ir, se termina yendo a ninguna parte. O a alguna peor de lo que hay. La manifestación del jueves no había concluido cuando todos los referentes mediáticos de la oposición ya estaban despegándose entre sí. Macri directamente no fue, a pesar de haber convocado; tampoco De Narváez, que ni se saluda con el intendente porteño; unos radicales explícitos y unos socialistas apasionantes aclaraban que estaban ahí nada más que para el acompañamiento, porque de alguna idea concreta mejor ni preguntar. Las –llamémoslas– consignas de la salida a la calle volvieron a no resistir un argumento contrario. Libertad, basta de corrupción, Justicia y prensa independientes, etcéteras, son un recitado de manual escolar (en el último número de la revista Barcelona hay una página imperdible en torno de eso). Y entonces no se entiende muy bien de qué hablan cuando hablan de que el Gobierno escuche a “la gente”. ¿Qué tendría que hacer para admitir que escucha? ¿Derogar la Asignación Universal por Hijo para que no haya más mujeres que se embarazan por el plus, diría Del Sel? ¿Retroceder con la ley de medios? ¿Eliminar las retenciones agropecuarias? ¿Dar conferencias de prensa? Y si en efecto hubiera un empresario corrupto deschavado por un informe televisivo de un canal opositor, ¿qué tiene que hacer el Gobierno? ¿Irse? ¿Para que lo sustituya quién, cómo, cuándo, para qué? ¿De qué hablan?
Como no hay respuestas ni lejanamente serias en torno de esa bronca afligida, dispongámonos a que, quizá, lo vivido la semana pasada se convierta en un paisaje cuasi permanente. Divertirse con la política y putear por putear. No debe olvidarse que no está Tinelli.
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