EL PAíS › DETRáS DEL RUIDO DE LAS CACEROLAS > SOBRE LA PROTESTA DEL 18-A CONTRA EL GOBIERNO NACIONAL
› Por Ignacio Ramírez *
No resulta sencillo analizar el 18-A utilizando los viejos esquemas de la sociología. En primer lugar, surge la dificultad de identificar intereses compartidos ante tanta vaguedad y diversidad de las consignas expresadas. Los problemas se multiplican cuando intentamos advertir una identidad que condense y sintetice la protesta. Una identidad se compone de dos elementos, un “ellos” (en este caso el Gobierno) y un “nosotros”, y aquí el casillero está vacío. Una primera conclusión: el 18-A, al igual que el 8-N, constituyó una superposición coordinada de desacuerdos individuales. Si bien el desacuerdo es un rasgo constituido de la política, todo sistema político requiere también de espacios políticos que agreguen intereses y liderazgos en torno de los cuales se sinteticen expectativas y demandas ciudadanas. Tales mecanismos no están funcionando en el universo opositor.
Ahora bien, el 18-A, como todo hecho político, no tiene un único significado ni admite una única interpretación. Al respecto, mi hipótesis es simple: el 18-A no expresa la debilidad del kirchnerismo, sino de la oposición. Cuando algunos dirigentes opositores sostienen que la presencia (o excesivo protagonismo) de “políticos” en la marcha intoxicaría la protesta de “la gente”, hacen dos cosas: revelan su propia debilidad y fortalecen las mismas matrices que dificultan el fortalecimiento de liderazgos políticos opositores. Planteada en estos términos, la presencia física de los dirigentes políticos en la movilización subrayó su ausencia política.
Como fenómeno social y político, el 18-A presenta cierta indefinición intrínseca, de allí que existan caracterizaciones tan diversas de sus motivaciones y consignas. En todo caso funciona como signo de interpretaciones que compiten por imponerse. Por ejemplo, los medios abiertamente opositores inscribieron el 18-A en el marco de un relato según el cual estaría creciendo la protesta y el descontento contra el Gobierno. Se trata de una lectura más fundada en la intencionalidad política que en la observación empírica, ya que en términos cuantitativos y cualitativos el 18-A no consiguió empardar el impacto causado por el 8-N. En cualquier caso, pudieron advertirse virajes en la construcción mediático-narrativa del episodio: el 8-N fue presentado como una espontánea erupción de descontento, expresado de manera pura y sin contaminaciones políticas. Aquello que se reivindicaba como virtud –la no-política– empezó a ser advertido como limitación, de manera que el 18-A recibió otra clase de tratamiento, más compatible con la construcción política opositora. Esta vez, la movilización fue traducida en clave de pedido de unidad y convergencia opositora. Precisamente sobre este punto reside la trampa opositora, puesto que la experiencia electoral reciente ha demostrado el escaso atractivo que tienen aquellas alianzas que amontonan más que edifican. En términos de arquitectura discursiva y electoral, la oposición enfrenta un riesgo complejo: confundir ruido y visibilidad con representatividad. Esto es, creer que sus bases potenciales electorales desean confluencias políticas a contrapelo de las identidades, únicamente sostenidas en el “antikirchnerismo”. Lo que las encuestas revelan es que la mayoría del universo opositor demanda otra cosa: renovación de dirigentes y elaboración de un discurso en positivo. En el mercado electoral opositor existe un desencuentro entre la “demanda” y la “oferta”.
Por su parte, el gobierno nacional sí ha conseguido articular una clara identidad, que lo convierte en algo más que la suma de sus políticas públicas; y allí reside su esencial activo político. Tal identidad se apoya sobre una serie de atributos que se le reconocen en forma mayoritaria: la “audacia” como estilo y la centralidad del Estado como contenido. Asimismo, el kirchnerismo cuenta con otro capital político vital: un liderazgo. Estas características configuran un tipo de acompañamiento al Gobierno en el que se pone en juego una identificación; y, por ello, la edulcorada categoría de “imagen-positiva” no logra capturar el fenómeno. En función de este rasgo cualitativo, la imagen positiva del kirchnerismo es muy vinculante en términos de votos. Las diferencias en materia de liderazgos e identidades bosquejan los rasgos de una competencia política para la cual el kirchnerismo se presenta mejor equipado.
* Sociólogo, director de Ibarómetro.
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