EL PAíS › OPINIóN
› Por Sergio Caletti *
Como en tantas otras circunstancias, dos concepciones parecen enfrentarse en estos días en la Universidad de Buenos Aires respecto de su propia misión y funciones. Por una parte, la concepción presidida por una cierta mirada de las tradiciones; por la otra, la que acucia con la revisión y actualización institucionales ágiles y acordes con la época. No es fácil evitar en pocas líneas los esquematismos simplificadores, pero la cuestión viene a cuento por la situación en la que se encuentran varias decenas de docentes sometidos a dos distintos destinos según se interprete la normativa: jubilarse ipso facto se alcancen las estipulaciones del estatuto universitario de 1958, dejando las aulas, los equipos de investigación, la dirección de becarios de posgrado, etc., o bien prolongar su estancia en la institución hasta cumplir los 70 años, como lo establece la ley nacional de 2009 para los docentes universitarios, esto es, cinco más que lo estipulado por el estatuto.
En esta situación compleja y perpleja vienen transitando cerca de 200 docentes de Ciencias Sociales desde que en 2011 las autoridades universitarias iniciaron un proceso de ordenamiento administrativo sobre la base del cumplimiento textual del estatuto, aun al precio de confrontar con la ley 26.508, dictada 50 años después de aquel estatuto.
El arco de problemas, aspectos y cadenas de consecuencias se abre a partir de esta distinción y, sin duda, hay argumentos a ambos lados del río. Sería impropio abrumar al lector desplegándolos aquí. Lo cierto es que, detrás de la maraña de interpretaciones técnico-jurídicas que asiste a una u otra visión, se discuten dos cosas: una, cuál es el alcance del concepto de autonomía universitaria; dos, de qué manera debe integrarse al contexto nacional la mayor institución educativa y científica del país.
La Facultad de Ciencias Sociales está particularmente golpeada por esta dilemática. Por la historia intelectual de un número apreciable de sus figuras de peso, condicionada por la dictadura, las persecuciones y los exilios, hoy revisten en sus aulas más profesores de 65 años que en otras facultades. La reconstitución intergeneracional aún se está labrando. La enorme mayoría de quienes integramos la comunidad de Ciencias Sociales pensamos que la sanción de la ley 26.508, que habilita a los docentes universitarios a permanecer hasta los 70 años en su actividad, constituye un puente importantísimo para ayudar a este re-entretejido. Las autoridades universitarias entienden, por el contrario, que lo importante es cumplir con el estatuto, defendiendo así la autonomía y dejando el cumplimiento de la ley para extramuros. De hecho, se discute también qué es la autonomía universitaria que todos enarbolamos. Al entender de muchos de nosotros, no consagra ninguna extraterritorialidad (lo que supondría que las leyes de la Nación, entonces, no podrían alcanzarla), sino que se trata fundamentalmente de asegurar su independencia académica, de producción y transmisión de conocimientos. Afirmar que la autonomía es constitutiva de la actividad intelectual (y garantizarla), con lo que estamos absolutamente de acuerdo, no implica decir que en los terrenos de la UBA pueda, por dar un ejemplo extremo, violarse las leyes sin consecuencias.
Después están los aspectos “pedestres”. Es cierto que hay un creciente número de jóvenes doctores que no encuentran lugar en la UBA mientras la generación superior siga sentada sobre sus curules. Pero también es cierto que en el marco de los enormes y loables esfuerzos que la política educativa de este gobierno ha hecho a favor del desarrollo y de la investigación universitarias, cuando se financia la repatriación de cerebros fugados con un muy adecuado criterio de reconstitución de la vida intelectual del país, el problema que plantean algunas decenas de profesores-investigadores y por un tiempo acotado, no tendría en modo alguno que constituir un obstáculo insalvable. En éste, como en otros casos, resolver la cuestión secundaria pateando el tablero entero no es lo más adecuado.
No le hace bien a la universidad ni al país una defensa in extremis de la condición singular de las instituciones de educación e investigación. Hay que estar atentos a sus requisitos específicos y a sus características propias, sin duda, pero hay que lograr que no se confunda orden administrativo (que es cierto que muchas veces falta) con la secundarización completa del asunto de fondo, esto es, de qué maneras y en qué tiempos la democracia restituye a la vida universitaria (y ella al país) las condiciones que reclama el proceso de transformación en el que estamos embarcados: la integración de los jóvenes, el aprovechamiento de experiencia y conocimiento de los mayores sobre todo donde más falta, el respeto de la autonomía académica y el cumplimiento de la ley general que los representantes del pueblo dictan para todos por igual.
* Decano de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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