EL PAíS › OPINIóN
› Por Edgardo Mocca
La reunión del martes pasado señala la apertura de un nuevo capítulo en la saga del llamado “peronismo disidente”. Hasta el otoño de 2008, esta corriente no existía más que de modo marginal, como manifestación de algún gobernador aislado después de su derrota en la interna del peronismo. Fue entonces, en medio del conflicto desatado por las patronales agrarias contra las retenciones móviles, que nace la etapa de un antikirchnerismo relativamente orgánico desde las propias filas de las bancadas parlamentarias oficialistas y agrupando actuales y antiguas figuras del justicialismo. De ese impulso inicial es tributario el batacazo electoral de De Narváez, cuando derrotó a Néstor Kirchner en las legislativas bonaerenses de junio de 2009.
En esa elección se detuvo el “viento de cola” del antikirchnerismo en el Partido Justicialista. Un examen profundo de las causas de ese freno excede las posibilidades de este comentario, pero pueden arriesgarse algunas pistas políticas: la rápida crisis de la relación entre los principales protagonistas de aquella ocasional victoria, la igualmente rápida absorción de los legisladores disidentes por la maquinaria mediático-política que sustentaba al tristemente célebre Grupo A en el Congreso, la paulatina superación exitosa en la economía nacional de las repercusiones de la primera fase del ciclo crítico del capitalismo mundial y, principalmente, la recuperación política del Gobierno sustentada por el mejoramiento económico tanto como por fuertes iniciativas políticas distributivas (AFJP), democratizadoras (ley de medios audiovisuales) y socialmente reparadoras (la Asignación Universal por Hijo). Ya 2010 no había sido un año dorado para la disidencia; la muerte de Néstor Kirchner y el fervor popular que la siguió cambiarían mucho más en su contra la situación.
La necesidad del establishment de que existiera un peronismo opositor en la elección presidencial de 2011 debe haber influido mucho, seguramente, para que apareciera la figura de Duhalde como estandarte de esa empresa política. El resultado no pudo ser más aplastante. Primero con el patético desenlace de su “interna” con Rodríguez Saá y después con las elecciones presidenciales en las que fue finalmente superado por quien había sido construido como su “sparring”. Hay que decir que la cosecha de ambos fue muy magra: el ex gobernador bonaerense no llegó al seis por ciento y el entonces gobernador puntano estuvo en los ocho puntos porcentuales. Esa elección no solamente fue una derrota, sino que marcó el agotamiento de un proceso. Con la imposibilidad actual de la Presidenta para ser candidata en la elección del 2015 se abría el capítulo de la sucesión en la actual coalición dominante. En esas circunstancias aparecía un futuro muy complejo para que el peronismo opositor pudiera seguir creciendo por el goteo de dirigentes aislados, cuando las circunstancias habilitaban nuevas posibilidades de competencia en el interior del oficialismo actual.
Sin embargo, Lavagna, De Narváez, Moyano y De la Sota se reunieron la semana pasada y produjeron el primer hecho político importante en la campaña previa a las internas abiertas legislativas del próximo agosto. El formato de la reunión sigue siendo el encuentro entre “emigrados” del campo peronista oficial. En primera instancia se aprecia un cambio de caras; los derrotados de las presidenciales han sido rotundamente relevados de sus posiciones. Sin embargo, la ambigüedad en el sentido de la reunión incorpora otra novedad: por un lado, el grupo se presenta en sociedad como un proyecto político en sí mismo que busca alianzas con otros sectores, cuando varios de sus referentes –muy particularmente Lavagna– ya habían hecho gestos ostensibles de acercamiento con el macrismo. De ese modo se le envía un claro mensaje al centroderecha: no vamos con ustedes como decorado peronista del proyecto presidencial de Macri. Pero hay otro lado de esa ambigüedad que tiene que ver con el peronismo como conjunto: de hecho y más allá de sus intenciones, el grupo se presenta como eventual proveedor de recursos para alguna candidatura alternativa que pudiera surgir en el interior del oficialismo. El volumen político actual del grupo que se reunió habilita abiertamente esta apertura. Todos ellos reúnen aspectos que los valorizan: De la Sota gobierna una provincia importante, Moyano tiene capacidad de ocupación de la calle, De Narváez ostenta el ya mencionado antecedente de su victoria en 2009 y Lavagna es un actor central de la primera etapa del gobierno de Néstor Kirchner. Sin embargo, ninguno tiene actualmente una expectativa electoral demasiado elevada. De ahí que la lista de aspirantes no luzca cerrada y tampoco condicionada a un acuerdo con el PRO que pudiera ser una barrera para eventuales futuras incorporaciones. Los tiempos son cortos; también lo son, en consecuencia, para las definiciones electorales de Scioli y de Massa.
El contexto de esta iniciativa es el de una agudización de la presión del establishment contra el gobierno de Cristina. Una presión que tiene como ariete principal la especulación económica desatada contra las medidas de protección frente a la crisis mundial y que apuntan a erosionar los núcleos duros de la orientación económica del Gobierno; la devaluación, la reapertura del endeudamiento internacional y el ajuste económico son los objetivos reales. Las redes mediáticas oligopólicas juegan su parte central y producen un verdadero terrorismo informacional: todas las plagas amenazan simultáneamente a una Argentina que se despedaza todos los días un poco. Todo esto tiene un escandaloso tufillo de algo ya vivido en más de una ocasión por los argentinos. Las derechas han logrado combinar el ataque especulativo en lo económico con la capacidad de ocupación de la calle; lo único que no aparece es una fórmula política capaz de reunir fuerza electoral para darle expresión decisiva a ese impulso. La disputa política argentina del próximo período –más allá incluso de las elecciones de octubre– girará en torno de un interrogante central: el futuro del peronismo. Cualquiera sea el rostro del eventual candidato alternativo a la continuidad del kirchnerismo tendrá que poder ensamblarse con la historia del peronismo y nutrirse de los recursos que provee su estructura. Las chances (pocas) de Macri para acceder a ese sitial dependen de que no surja en la estructura del justicialismo un rival que lo supere en potencial electoral con obvias ventajas en lo que concierne a la promesa de continuidad de la estructura justicialista.
Hasta aquí la argumentación parece confluir en la existencia de una oportunidad inmejorable para el dirigente justicialista que quiera dar el paso para capitalizar su potencial electoral fuera del “límite kirchnerista”. La oportunidad, sin embargo, no está exenta de problemas ni de amenazas. El problema principal viene nada menos que del modo actual de configuración del conflicto político. No solamente existe una dialéctica kirchnerismo-antikirchnerismo, sino que el modo antikirchnerista no está vacío, tiene un espectro definido y una conducción muy clara. Quien hoy se decida a saltar el charco tiene que contar con una escena de dos años del actual gobierno y de muy probable continuidad de la actual tensión conflictiva sobre la que gira toda la política. La propia historia personal de casi todos los que salieron en la foto disidente puede dar testimonio de la imposibilidad práctica de emigrar del sistema de apoyos gubernamentales sin pasar rápidamente a militar en las filas de los más acérrimos de sus enemigos. El caso de Moyano señala gráficamente la radicalidad y la velocidad de ese giro.
La estrategia actual de quienes conducen culturalmente la resistencia al kirchnerismo es, por su parte, un escollo adicional para el éxito de un proceso exitoso para un sector peronista que pretenda ocupar el lugar del “partido del orden”. Todo o nada, ahora o nunca, parece indicar la mirada que viene del núcleo duro de los poderes fácticos (económicos, mediáticos, corporativos) y que no parecería tener como norte exclusivo ni principal a las futuras elecciones. Y el objeto del ataque es un gobierno que, con todas las dificultades e inconsecuencias que puedan señalársele, modificó drásticamente la realidad social y el clima cultural. Una modificación que se dirigió a la valorización del trabajo, la recuperación del empleo, el salario, las jubilaciones y las asignaciones sociales como motor de la recuperación económica, la redistribución de los recursos, la promoción de la industria nacional, la recuperación de la soberanía y el impulso de la integración regional y la afirmación de la verdad y la justicia respecto del terrorismo de Estado. La construcción de un “discurso peronista” desde la vereda de enfrente de esta experiencia, cargado de apelaciones a la seguridad jurídica del capital, la defensa de los grupos corporativos y llamados a “frenar el gasto público” luce una ardua tarea. Y un discurso que deje en pie los logros principales –incluidos los que más preocupan a quienes hoy coordinan el frente opositor– y deje de poner al Gobierno en el lugar del demonio perderá todo atractivo para sus principales promotores y sostenedores. La empresa política disidente se complicará todavía más si el Gobierno logra superar los escollos de la actual coyuntura económica afinando la ejecución de sus políticas públicas de modo de no facilitar la penetración del discurso neoliberal, hoy disfrazado de republicanismo honesto.
Veremos en un futuro próximo si el peronismo se reduce a ser una sólida estructura organizativa de conductas y orientaciones volátiles o logra persistir como emblema de una causa histórica, capaz de autosuperarse, fundiéndose con las nuevas expresiones transformadoras de la época.
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