EL PAíS › OPINIóN
› Por Carlos Raimundi *
No bien concluida la elección presidencial de Venezuela, la presidenta Cristina Kirchner pidió al gobierno de Estados Unidos que reconociera el triunfo electoral de Nicolás Maduro. La razón central era evitar la violencia surgida de una oposición envalentonada por el respaldo de los EE.UU., apenas después de que la voluntad popular acabara de negársele.
Para resumir en un solo eje la diferencia entre los proyectos, ésta reside en el destino de la renta del país con más reservas petroleras de la Tierra. Si es el Estado para su distribución social o si retorna a las multinacionales. El tratarse de –nada menos– 297 mil millones de barriles (6 millones de los cuales consumen los EE.UU. diariamente), da cuenta, de un lado, de la pasión popular por la Revolución Bolivariana. Del otro, la inescrupulosidad de la derecha. Y esa controversia, en un país petrolero tan relevante y con un marco tan complejo de la política internacional, no repercute sólo en la región, sino que se generaliza.
No es casual que quienes desconocieran en un principio los resultados fueran los EE.UU., la Unión Europea y la Organización de Estados Americanos (OEA). Los primeros, potencia dominante históricamente contraria a todo intento de autonomía política y económica de la región. Preocupados por el abastecimiento energético de los centros de poder mundial y las economías desarrolladas, y tapizando militarmente Medio Oriente, se resisten a perder el control del petróleo venezolano, y a la influencia regional de ese país. La OEA, por su parte, es la prolongación institucional de su hegemonía, resentida por construcciones como Unasur y Celac. Esta última presidida por Cuba, país excluido de la OEA y bloqueado por los EE.UU. desde hace más de medio siglo. Junto a ellos, la “troika” que asfixia a Europa en favor de los bancos, integrada por la Comisión Europea, el Banco Central de Europa y el FMI.
Como contracara, China y Rusia, los observadores internacionales y Mercosur, Unasur y Celac, respetaron de inmediato la voz de las urnas. Pero lo que subyace detrás de esto es una disputa –aunque inorgánica– de alcance planetario. A mediados de los ’70, el mundo se encontró ante la contienda por el excedente económico de la posguerra, y fue claramente ganada por el neoliberalismo. Hoy, la disputa se entabla alrededor del excedente financiero, en combinación con la escasez de recursos naturales. Y los poderes transnacionales –representados, precisamente, por quienes pusieron en duda el triunfo de Maduro– van a utilizar todas las herramientas a su alcance, legítimas o no, para no ceder posiciones.
Sin embargo, la crisis europea, la demora de la recuperación económica de los EE.UU. y su fracaso militar en Asia, y la aparición de nuevos protagonistas como China, ponen a estos actores en una posición de menor fortaleza en épocas del eje Reagan-Thatcher o el Consenso de Washington. Por su parte, el Consenso de Shanghai (China-Rusia), la integración sudamericana y la resistencia de Medio Oriente sitúan a quienes bregamos por la distribución racional del poder y de los recursos con una incidencia en la agenda internacional sin precedentes.
La Patria Grande, en su dimensión profundamente política, no sólo debe ser asumida en términos de coyuntura. Recuperación estatal, inclusión social, ampliación de derechos, reemplazo de la idea neoliberal de “crecer para igualar” por la de “igualar para desarrollarnos”, autonomía financiera, deben tener la continuidad necesaria para tornar irreversible la tendencia igualitaria que tan trabajosamente estamos construyendo.
* Diputado nacional del bloque Nuevo Encuentro.
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