EL PAíS › OPINIóN
› Por José Natanson
A catorce años del primer triunfo de Hugo Chávez, diez de los de Lula y Kirchner y ocho del de Evo Morales, es posible elaborar no un balance, que sería interminable, pero sí un estado de la situación política de Sudamérica.
La foto debería comenzar por señalar un primer punto interesante, y a la vez preocupante, que es la consolidación de sistemas políticos poco competitivos en algunos países de la región. En un comienzo, cuando la nueva izquierda recién llegaba al poder, la crisis de los sistemas partidarios y la emergencia de fuerzas nuevas asustó a muchos analistas, que con una mirada típicamente ochentista vinculaban pavotamente la salud de los partidos, e incluso de los partidos tradicionales, con la salud de la democracia, como si la democracia venezolana dependiera de la vitalidad de Acción Democrática, la argentina de la de la UCR o la ecuatoriana del PSC. Superado el susto inicial y caídos unos cuantos prejuicios, hoy ya es evidente que lo que sucedió fue un realineamiento de las preferencias electorales en torno de nuevos polos de poder expresados por liderazgos enérgicos al frente de formaciones políticas nuevas (Alianzas País en Ecuador, el PSUV en Venezuela), medianamente antiguas (el PT brasileño, el MAS boliviano) o muy antiguas (el peronismo).
Mi tesis es que los líderes de la nueva izquierda lograron consolidarse en un ciclo de crecimiento económico y estabilidad política inédito para los habitualmente alterados ánimos latinoamericanos, y que esto produjo, en algunos casos, desequilibrios políticos preocupantes, comprobables en las diferencias soviéticas de votos registradas en las últimas elecciones entre oficialismo y oposición: Rafael Correa, que había obtenido 22 puntos de ventaja sobre su rival en 2009, estiró la distancia a 35 en la última elección; Evo Morales pasó de 25 por ciento en 2005 a 40 en 2009; Cristina Kirchner, de 22 en 2007 a casi 40 en 2011.
Se podría pensar, en una primera mirada, que el carácter diáfano de las victorias contribuye a la estabilidad política, pues produce gobiernos fuertes y evita los problemas de legitimidad de las denuncias de fraude que suceden cuando el triunfo es ajustado (problemas que, dicho sea de paso, no son ideológicos: el derechista venezolano Capriles fue tan poco leal como el izquierdista mexicano López Obrador a la hora de reconocer su derrota).
¿Por qué entonces el océano de votos de diferencia es un problema? ¿Por qué no verlo como el signo, simple y claro, de la aprobación que concitan los gobiernos populares? Sucede que una democracia electoral, por más imperfecta que sea, lleva implícita la idea de que tanto el oficialismo como la oposición pueden ganar las elecciones. En sistemas gelatinosos y de baja institucionalización, como los latinoamericanos, el oficialismo cuenta en general con algunas ventajas previas, que pueden ir desde el invaluable recurso de fijar la fecha de los comicios a la disponibilidad de fondos estatales. En este marco, la consolidación de un juego político excesivamente desbalanceado puede generar en la oposición la sensación de que no tiene ninguna chance de imponerse y que por lo tanto no vale la pena esperar al próximo turno, lo que a su vez la puede llevar a agotar la “paciencia democrática” y, en el extremo, a caer en la tentación autoritaria.
El problema es evidente y es responsabilidad tanto del oficialismo, que debe autocontenerse a la hora de ejercer el poder, como de la oposición, que tiene la obligación de construirlo, y en este sentido el caso de Venezuela es ilustrativo. Tras perder todas las elecciones convocadas desde 1999 menos una, y casi siempre por diferencias abrumadoras, el anti-chavismo decidió finalmente unirse en torno de un candidato desvinculado de los partidos tradicionales, joven y enérgico, que quedó a solo diez puntos de Chávez y luego estuvo muy cerca de ganarle a Nicolás Maduro. En el medio, claro, pasó el boicot petrolero, la insólita decisión de no presentarse a las elecciones legislativas de 2005, el golpe de Estado... Al final, la oposición venezolana aprendió de sus errores, como en su momento lo hizo la oposición chilena, que tras probar con un candidato pinochetista tras otro finalmente encontró en Sebastián Piñera el prospecto de un derechista democrático capaz de derrotar en las urnas a la hasta entonces imbatible Concertación.
Desde un punto de vista más ideológico, pareciera que la única posibilidad real de la oposición es presentar alternativas por derecha. En efecto, si algo demostraron las últimas elecciones realizadas en diferentes países de la región es la esterilidad de las opciones por izquierda. El viejo axioma de Kirchner (“A mi izquierda, la pared”) se comprobó en las dificultades de los intentos ultraindigenistas por desplazar del poder a Evo Morales, en el fracaso del ex ministro de Energía y hombre fuerte del gobierno ecuatoriano, Alberto Acosta, y en el tercer lugar obtenido por la ex ministra de Medio Ambiente de Lula, Marina Silva, frente a Dilma Rousseff. En estos y otros casos, los candidatos disidentes enfocaron su discurso en la crítica a las políticas extractivistas y los impactos ambientales que generan, una línea que por más importante que sea evidentemente no alcanza para conmover a sectores mayoritarios del electorado (tal vez por el detalle de que ese mismo electorado atribuye buena parte de la mejora de sus condiciones de vida al extractivismo que tanto se critica). La experiencia de los partidos verdes europeos, hoy en retroceso en prácticamente todos los países, demuestra que la ecología puede ser una preocupación legítima tanto como un slogan para adolescentes, pero que todavía no es un movimiento de masas.
Y ese es justamente el drama del pinosolanismo, del FAP y del radicalismo progresista, tironeados entre la voluntad de construir una alternativa de centroizquierda al kirchnerismo y las tentaciones del establishment, con episodios extravagantes como la alianza de Ricardo Alfonsín con De Narváez y la de Pino Solanas con Carrió, y con momentos de evidente desconcierto, como el producido por el posicionamiento frente a las elecciones de Venezuela (en este sentido habrá que reconocer que Hermes Binner, que se inclinó públicamente por Capriles, al menos fue sincero, porque realmente resulta extraño, como hizo Claudio Lozano, pronunciarse en contra del kirchnerismo y a favor del chavismo, en la medida en que las cosas que se le critican al primero –el anti-republicanismo, la corrupción, el autoritarismo– se encuentra también en el segundo, solo que multiplicadas por mil).
Pero no toda Sudamérica enfrenta esos problemas. En los países políticamente más templados la cuestión pasa por otro lado. Me refiero a las “democracias de centro” que, como las de España o Francia, descansan en modelos institucionales aparentemente perfectos, estables y prolijos, pero que a la vez encuentran enormes dificultades para procesar el cambio social: fosilizados en su mundo de instituciones-fetiche y locamente enamorados de sus éxitos, son sistemas aplanadores de conflictos, incapaces de absorber imaginativamente nuevas demandas, incorporar actores, tramitar tensiones, como si dijeran “hasta acá llegamos, hasta acá se puede”, con el paradójico resultado de que todo ese malestar al final termina expresándose extra-institucionalmente, en las calles de los indignados o los estudiantes, o por la vía volcánica de las irrupciones anti-políticas al estilo Beppe Grillo (o Hugo Chávez). El caso más claro hoy es Chile, donde el hecho de que Michelle Bachelet sea nuevamente la candidata con más chances de convertirse en presidenta habla tanto de su popularidad como de las dificultades de la clase política para renovarse (el anterior candidato de la Concertación también fue un ex presidente, Eduardo Frei).
Pero nada de esto sucede en el aire. Por debajo de estos movimientos políticos, la economía sudamericana va dejando atrás la etapa más brillante del boom de los commodities, que no se ha agotado pero que ha ingresado en una fase de moderación del altísimo crecimiento del 2003-2008: luego de cinco años de expansión a un ritmo del 6 por ciento, el PBI de la región creció 3,2 en 2012 y se estima que crecerá un 3,4 en 2013 (datos de la Cepal). La incertidumbre generada por la crisis internacional y el agotamiento de los recursos acumulados en el período de abundancia (Argentina es un ejemplo especialmente notorio) explican esta ralentización.
Por último, es necesario considerar el contexto geopolítico, que a esta altura se ha consolidado y que, como en otras partes del planeta, apunta en el sentido de una regionalización de los imperialismos en el marco de un mundo cada vez más uni-multi-polar.
La cacofonía es de Samuel Huntington y alude a la idea de que, luego de la unipolaridad exacerbada posterior a la caída del Muro de Berlín, entramos en una etapa más compleja, en donde una superpotencia, Estados Unidos, que es muy poderosa pero que no es hegemónica como podría haber sido Gran Bretaña en el siglo XIX, convive, tensamente pero sin guerra a la vista, con un conjunto de grandes potencias, que ejercen un poder cuasi-imperial pero acotado a sus respectivas regiones. Es el caso de China en Asia oriental, de India en Asia meridional y, cada vez más, de Alemania en Europa occidental. Y es el caso, claro, de Brasil en Sudamérica.
La creciente hegemonía brasileña suele pasar inadvertida aquí por el dato obvio de que Argentina es el segundo país más importante de la región, aunque marcas nacionales tan emblemáticas como Quilmes o Alpargatas se encuentran bajo control de capitales brasileños, pero es muy notable –y cada vez más cuestionada– en los países más chicos, en particular en Bolivia, donde Petrobras, según proclama orgullosamente su propio sitio web, explica el 10 por ciento del PBI y el 24 por ciento de la recaudación impositiva, y en Paraguay, donde los “brasiguayos”, los inmigrantes brasileños de primera o segunda generación, controlan el 70 por ciento de la producción de soja, sobre la que no pagan retenciones.
Una escena, entonces, para cerrar la nota. El 16 de mayo de 2008, en el pequeño poblado de Colonia Curupaty, en el centro de Paraguay, en el corazón del área más fértil del país, cientos de personas se concentraron bajo un sol asesino frente a la hacienda de Ulisses Teixeira, el rey de la soja brasiguayo, para protestar por el desmonte que presiona sobre las pocas tierras de las que aún disponen las comunidades campesinas, y para reclamar el fin de la prepotencia de los terratenientes, que con sus mansiones fortificadas, sus milicias privadas y sus pistas de aterrizaje semi-clandestinas han construido verdaderos mini-Estados sobre los que reinan como señores feudales. Convocada en el contexto del ascenso político de Fernando Lugo, la manifestación habría pasado inadvertida, como una más en un país que ostenta los índices de inequidad territorial más altos de la región, si no fuera porque, ya en el final, en medio de los gritos y la indignación, se procedió a quemar una bandera brasileña.
Así están las cosas en la región. Por la lógica misma con la que funcionan, los medios de comunicación suelen desviar el análisis a la gestualidad de la telepolítica y las danzas y contradanzas de los posicionamientos, como si todo se limitara a la buena o mala onda entre los presidentes. Pero no hace falta ser un marxista rancio para admitir que la estructura de la economía y los movimientos tectónicos de la geopolítica inciden en todo aquello y terminan condicionando la historia, que siempre se escribe a cuatro manos.
* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur. www.eldiplo.org
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