EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio Verbitsky
Desde hace unos días la película sobre Néstor Kirchner está produciendo un fenómeno tan asombroso como lo fue la irrupción inesperada de su protagonista en la política argentina, hace ahora diez años.
Son cien minutos documentados y compaginados sin comentarios ni talking heads que expliquen lo que es evidente. “Un documento de Adrián Caetano”, dice en los títulos. Ese documento sobre Kirchner ya atrajo a decenas de miles de personas que lo han visto en Internet, sin autorización de sus productores, sin publicidad, sin funciones compradas por sindicatos ni organizaciones, sin asistencia obligatoria, sin actos de lanzamiento ni palcos vip. Inesperado e incontenible.
Es difícil imaginar un retrato más fiel, producto de un artista que estuvo a la altura del privilegio que le confirieron, como cronista no sólo de la vida de un hombre, sino de una época. Se trata de una obra política, en la que las palabras del propio Kirchner y de su esposa permiten entender por qué el desconocido gobernador de la segunda provincia con menor población y densidad de habitantes por kilómetro cuadrado logró producir un punto de inflexión en la secuencia institucional del país, de ruptura definitiva con la herencia dictatorial, pero también de superación de los límites que en los veinte años previos a su llegada produjeron una democracia timorata, a espaldas de las necesidades populares. Lo dice el propio Kirchner en un tramo de su primer discurso presidencial: aquella que concluyó el 25 de mayo de 2003 era una democracia que en su primer turno se conformaba con asegurar la relativa subordinación de las Fuerzas Armadas y en el segundo medía su éxito por las ganancias extraordinarias del capital más concentrado.
Una característica llamativa es el quiebre cronológico de esta rapsodia, que en forma gradual y para nada retórica va exponiendo la coherencia de su retratado a través de tres décadas. No hay un solo fragmento de sus discursos que desentone o resulte contradictorio. La narración puede saltar de 1991 a 1982, de 2005 a 1999 o a 2010, sin que se altere una corriente de ideas y actitudes. Ese es un hallazgo notable de montaje cinematográfico, más propio del cine de ficción que del documental, pero que aquí se revela potente y persuasivo.
Otro tanto puede decirse del tratamiento que Caetano da a cada secuencia del material sobre el que trabajó. Sobresalen las contraposiciones de Kirchner con quienes lo precedieron en el gobierno, Raúl Alfonsín y Carlos Menem. En ambos casos, la intensidad estética está de un modo inusual al servicio de la comprensión política. En el primero, el mérito está en la elección del metraje de ambos durante la Convención Constituyente de Santa Fe. En el segundo, en el trabajo de filtros y máscara sobre un plano de Menem y Kirchner que a primera vista no tenía nada de sobresaliente, pero al que logró extraerle con escasos recursos y enorme perspicacia su sentido más profundo.
Otra muestra de esa calidad narrativa puesta al servicio de la biografía está en la elección del momento para cortar una secuencia. El mejor ejemplo, pero no el único, es la filmación en la que Kirchner anuncia que su provincia ha recibido por fin los bonos con que la Nación le pagó las regalías petroleras atrasadas. Termina el mensaje que se emitió por la televisión de Santa Cruz, pero Caetano deja que el tape continúe, hasta el momento en que el gobernador celebra, sin poder contenerse, lo que esos 600 millones de pesos significan para una provincia que no podía contar más que con sus propios recursos, y desde cuyo gobierno anticipó lo que después haría en la Nación. Ahí están enteros su personalidad y su proyecto. Otro momento descollante es la yuxtaposición del discurso despectivo e incendiario del líder de una de las cámaras patronales agropecuarias, con los miles de litros de leche volcados desde un camión tanque. Hasta las piedras pueden entender de qué se trata.
Y además está la intimidad, pero capturada en público. El amor entre Néstor y Cristina luego de treinta años de matrimonio impresionaba a quienes los vieron juntos en privado. No es el caso de Caetano, que sólo trabajó con imágenes de actos públicos. En ellos descubrió pequeños gestos, como el pañuelo con que ella le seca la frente el día del diluvio en el ex campo de concentración de La Perla, o las miradas de ambos el día en que el presidente le dijo a la Unión Industrial que ella sería mejor que él. Es inolvidable también otro beso, éste de pasión y erotismo, que dos hombres de una etnia indígena y vestidos como obreros se prodigan la noche en que el Congreso aprobó la reforma a la ley de matrimonio.
La alteración del tempo de algunas elocuciones de Kirchner, incluyendo silencios entre párrafos para hacerlas coincidir con la música imponente de Gustavo Santaolalla, enseña cómo un elaborado artificio puede conducir en línea recta hacia la más pura realidad. La banda sonora aporta en forma sutil al relato, en secuencias como la semana de los cuatro presidentes o las condenas a los policías de La Plata. El ojo del artista también se aprecia en la selección de escenas que un compaginador convencional desdeñaría, como la toma del helicóptero en el que se fue De la Rúa, o algunas de la represión en la Plaza de Mayo, atisbadas desde atrás de una bandera que según el viento muestra u oculta.
No hay ni una escena obvia en este relato de un director que se permitió la misma incorrección política que distinguía a su personaje, quien aparece en compañía de muchos actores políticos equivocados. Lo que le importa al director y lo que realza la calidad de su trabajo es Kirchner y sus actos, no a quiénes tenía cerca en cada momento ni la conveniencia actual de mostrarlos. Tal vez por ser uruguayo y estar lejos de cualquier interna partidaria argentina se salvó de las borratinas vergonzosas con que a partir de 1922 se narró la Revolución Rusa.
Es una película hecha con el mismo salvajismo con que Kirchner se abrió paso en la historia argentina, el feliz encuentro de un autor con su personaje. Por fin, el homenaje que Néstor merecía.
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