Lun 13.05.2013

EL PAíS  › ADELANTO DE LA GUARDERíA MONTONERA, DE ANALíA ARGENTO

Los hijos de la Contraofensiva

El libro que publica Editorial Marea narra la vida de los chicos refugiados en Cuba desde fines de los ’70 e inicios de los ’80, mientras sus padres viajaban al país para enfrentar a la dictadura, y luego sigue sus pasos hasta la actualidad.

› Por Analía Argento

A diferencia de la casa de Siboney, al mudarse en mayo a la casa de la calle 14, todo estaba preparado desde el principio para recibir a los niños. Adelante, el caserón tenía dos entradas: una escalera a la izquierda llegaba a una oficina independiente para que los adultos tuvieran sus reuniones políticas, mientras que la otra escalera –de no más de diez escalones– llevaba a la entrada principal que daba a un enorme salón. Había muchas más habitaciones que en Siboney y esta vez, en lugar de distribuir a los chicos según las edades, se hizo por sexo y por edades, por lo que las niñas durmieron con las niñas y los niños con los niños. Los mayorcitos tenían camas con cuchetas y los preadolescentes pasaron al primer piso. Había incluso varios baños con inodoros pequeños. Y el primer piso tenía independencia del resto de la casa y varias habitaciones, además de baño y cocina. Incluso había terraza con vista a la calle. En ese primer piso se quedaron por turnos militantes montoneros de distinto grado que pasaban por la isla y no tenían dónde vivir, que iban y venían o incluso que visitaban a sus hijos antes de volver a partir, o más tarde, cuando fueron a buscarlos.

A los adolescentes les destinaron esa planta para que no estuvieran siempre entre los más pequeñitos, e incluso a los que tenían hermanitos abajo se les prohibía bajar o darles trato preferencial, porque todos debían ser tratados por igual y recibir el mismo cariño, según les decían. Los que habitaron ese primer piso hasta 1982 fueron cinco: los dos hijos mayores del sindicalista Gonzalo Chávez, la hija de Perdía y los hijos de Croatto.

En esa casa llena de chicos, Hugo Fucek volvió a cruzarse con el destino de las Ligas Agrarias cuando prácticamente se hizo cargo de dos hermanitos, Rosana (la beba más pequeñita) y Chachi, un nene de tres años que dejó de hablar y de controlar esfínteres cuando lo instalaron en la isla. Sus papás habían escapado a la represión escondiéndose en el monte y Chachi había aprendido a callar en el período de la vida en que otros chicos arrancan con sus primeros balbuceos. Dijo “ajó” sólo en murmullos. De la misma manera callaba su voz también en la isla y le costaba compartir con los demás, justo en el lugar donde todos se sentían bastante libres.

“De Chachi te tenés que encargar vos”, le dijo a Hugo un día Juan Carlos Volnovich, el psicólogo de niños que colaboraba con la guardería. Y le dio algunas pautas mientras Hugo asumía el compromiso de jugar a diario con el niño. Para que aprendiera lo que había olvidado, iban al patio y mojaban tierra. Hugo hacía una especie de albóndiga a la que iba dando forma de caca. Se la pasaba a Chachi que la amasaba lentamente. Chachi hacía barro y lo amasaba a veces tiernamente, a veces con fuerza. Se lo devolvía a Hugo que entonces buscaba una manguera, abría una canilla, jugaba con el agua y al ratito la cerraba. Le daba entonces la manguera a Chachi y le indicaba que copiara lo que él había hecho. Así abrían y cerraban la manguera y veían juntos cómo salía y dejaba de salir el agua. Cuando terminaban de jugar, Hugo con cariño le pedía a Chachi: “Cuando quieras hacer pis o caca, ¿me avisás?”. Así pasaron muchos días, con sus noches, sin control de esfínteres.

Hasta que un día, por fin, Chachi avisó.

Y le siguió un día en que se hizo pis encima.

Y luego un segundo día en que sí avisó.

Hasta que hizo pis y caca solito en los inodoros pequeños de la casa de la calle 14 que habían hecho poner los cubanos Jesús y Saúl, de Tropas Especiales, que seguían trabajando junto a los nuevos montoneros como lo habían hecho en Siboney. Para poner palabras en los labios de Chachi hubo muchos que ayudaron. Grandes y chicos. El nada recuerda de esa época, ni de cómo volvió a hablar.

Una tarde en que se arrojaban agua en el patio, se oyó desde el cielo el rugir de las turbinas de un avión. “No sé cómo, pero se me ocurrió ahí mismo la manera de ayudar a Chachi”, recuerda Nora, que estaba con los niños jugando con la manguera para soportar tanto calor. Como si estuvieran en peligro, Nora se tiró detrás de una planta y le hizo señas a Chachi que, asustado, se acurrucó bien pegado detrás de la “tía” que lo miraba a los ojos tranquilizándolo, mientras con el dedo índice en la boca le pedía silencio. El juego era más o menos como las tortitas de barro que hacía Hugo, o el abrir y cerrar la canilla con el que le enseñó al niño a hacer pis solito. Así que cuando el ruido del avión no se oyó más, Nora anunció que ya no estaban en peligro mientras comenzaba a correr por el patio y a gritar y a reírse lo más fuerte que pudo. Tanto gritó y se rió que los que estaban en la casa salieron a mirar qué estaba ocurriendo ahí atrás y los demás chicos, a festejar con ella. Chachi también corría. Y había empezado a gritar al salir del escondite.

Aprender a callar

Chachi había llegado a La Habana con su mamá y su hermanita Rosana. Cecilia, su madre, casi se desmayó al descender del avión. Nunca había sentido tanto calor como el sofocón que la recibió. A upa llevaba a la niña, que todavía no se animaba a caminar. Con su manito de tres años, Omar (ése era su nombre real) le apretaba la mano a su mamá. Se lo veía ensimismado, demasiado para ser tan chiquito. Al pie de la escalerilla de la Terminal Uno del antiguo aeropuerto José Martí, adonde llegaban y partían todos los vuelos nacionales e internacionales, los interceptó un oficial cubano de Tropas Especiales. Y como a todos los argentinos que iban a la guardería, los hizo esquivar los puestos de migraciones, los llevó a una oficina en el primer piso con dos cuarticos –así los llamó–, mientras buscaban sus valijas.

Chachi estaba callado, Rosana hacía algún berrinche. Estela fue quien los recibió. Los niños fueron de los pocos a los que sus propios papás, la mamá en este caso, llevaron hasta la isla. Susana Brardinelli y Estela Cereseto trataron de infundirle confianza a Cecilia. “Me tranquilizaron, vi cómo trataban a los chicos y cómo les hablaban, y me quedé tranquila”, recuerda Cecilia, agradecida. Intentaban que no tuviera dudas, pero Cecilia, la verdad, no las tenía. Le había dicho a Chachi qué era lo que tenían que hacer: que tenían que ayudar en la Argentina, que era un compromiso que habían asumido con su papá y que de grande iba a entender, que esperaba que pudiera entender. Lo llenó de besos y de abrazos, aunque, como típica mujer de campo, no fuera en general muy demostrativa. Rosana también recibió su cuota de mimos.

Les peinó varias veces el pelo rubio y lacio y los bañó. Al partir, seguía sintiendo su aroma como si aún estuvieran con ella. La partida ocurrió siete días después de haber llegado a La Habana. Entonces Cecilia dejó la casa de calle 14. No lloró ese día. Chachi tampoco pudo. Rosana, en cambio, intentó un gesto de rebeldía e hizo un berrinche. Hasta que también ella se calló un rato después de que se fuera su mamá (...).

El doctor Martín Valdés, del Hospital Pediátrico Docente de Centro Habana, colaboraba con Tropas Especiales. Era el único autorizado a tratar a los chicos de la guardería montonera. Ninguno de ellos podía dejar el hospital sin que él lo autorizara. Sin embargo, aquel día en que Susana Brardinelli de Croatto ingresó con Laurita volando de fiebre –no era la primera vez que ocurría con la niña–, no podía atenderla y entonces llamó a una doctora de extrema confianza que, casualmente, era argentina. Astrea Damiani había llegado a Cuba cuando le faltaban dos materias para recibirse, había terminado sus estudios y recibido su diploma de mano de Fidel Castro, y se había ido un tiempo a un hospital en la Sierra Maestra. Hija de un pediatra que también estaba en la isla, sobrina de otro y esposa de un tercero, la doctora recibió la orden tajante de no hablar con estos pacientes y no hacer mención a su nacionalidad.

“No preguntes nada –instruyó el doctor a su médica–. Hay una guardería de niños de tu patria, como también hay chicos de otras patrias aquí en la isla”, agregó él. “No me cuente nada”, pidió ella y cumplió la recomendación de no hablar ni preguntar nada más que cuestiones médicas. Así fue hasta que un día volvió al servicio y junto a la niña llamada Laurita vio sentada a otra mujer, rubia, delgada, de ojos claros.

Interrogó con la mirada a una enfermera:

–Dice que es la madre –le respondió la muchacha.

La doctora se acercó, se presentó y le dijo a la mujer: “Esta niña no se va de alta hasta que venga quien la ingresó”.

–Está bien –respondió la madre, que era “Juani”, es decir Adela Segarra, recién llegada a la isla a buscar a su hija.

Con el tiempo, Astrea Damiani empezó a conocerlos más y a ayudar a su jefe y colega, el doctor Valdés, aunque sin hablar ninguno de ellos sobre la Argentina.

Iba y venía Susana Brardinelli de Croatto con los niños. Un día llegó cargando a varios de ellos. El más pequeño, Chachi, lloraba en silencio.

–Creo que es dolor de oídos –opinó Susana.

Astrea fue a sacarle algo que pensó que se trataba de un algodón y era en cambio una tremenda bola de pus. Buscó al otorrinolaringólogo y no lo encontró. No estaba ese día.

Entonces la doctora temió que el oído del pequeño corriera riesgo y tomó una decisión. Le dijo a Susana que la siguiera con los chicos y se fueron todos en su viejo y descacharrado BMW a recorrer hospitales. En el Pedro Borrás encontraron un otorrino que hizo el lavado necesario en el oído del niño y trató su infección ótica.

Pasaron los días, las consultas y las internaciones de diferentes chicos, y no hubo manera de que no naciera una amistad. Astrea tenía dos hijos un poco más grandes, Alejandra y Carlos Ernesto, y criaba a un tercero, uruguayo, hijo de tupamaros detenidos.

Pronto formó parte del círculo de confianza y le permitieron llevar de paseo a algunos de los niños. La idea era que salieran, que se distrajeran, que tuvieran otras experiencias y se mantuvieran entretenidos.

Astrea se llevaba entonces en su auto a tres de los chicos de Adela Segarra, su hijo mayor, Jorge, y las hijas de su pareja, Ana y Fernanda. Su pequeña recién nacida, Laura, por ser bebé, no salía de la guardería. Lo mismo ocurría con los niños de las Ligas, la pediatra sólo se llevaba de paseo a Chachi, pero no a su hermanita pequeña, que tenía apenas unos meses.

Cuando empezaron a salir a pasear, Chachi seguía hablando poco. En el mismo BMW blanco en el que un día había recorrido hospitales, una tarde Astrea los llevó al cumpleaños de un amigo de sus hijos, detrás del Parque Lenin. El coche, además de ser chico, estaba repleto. Y Chachi tal vez se sentía seguro sobre un almohadón que la doctora había colocado entre su asiento de conductora y el de su acompañante, una doctora endocrinóloga llamada Tania. O tal vez el episodio con su oído lo había acercado a Astrea o le había dado confianza.

Por lo que fuera, mientras Chachi iba sobre el almohadón, escuchaba al resto de los niños amontonados en el asiento trasero. Le costaba participar de la algarabía del grupo. Justo a la altura del Hospital William Soler, todos arrancaron a cantar con entusiasmo una canción. Todos, excepto Chachi.

Mientras cantaban y gritaban fuerte, el pequeño tocó el antebrazo de Astrea y en un susurro dijo, casi como si pidiera autorización: “Quiero cantar”. La doctora abrió los ojos bien grandes, esbozó una sonrisa enorme y con un grito alegre anunció: “¡Cállense que va a cantar Chachi!”. Se hizo silencio en el auto y la vocecita del niño arrancó con la primera estrofa de la Marcha Peronista, hasta que enmudeció. Cuatro frases y paró, mientras los otros lo miraban entre sorprendidos y muertos de risa, y se sumaban al “todos unidos triunfaremos”.

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