EL PAíS › OPINION
› Por José Pablo Feinmann
Un importante fragmento del mal abandona este mundo en que el mal es omnipresente. Que Videla se muera hoy ya no tiene importancia. Todo el mal que quiso hacer, lo hizo. Todos los seres humanos que quiso matar, los mató. Pocos se le escaparon. Que se muera juzgado, preso, infamado es importante. Que se muera siendo un símbolo de la muerte, también. Que se muera insistiendo en sus mismas sombrías convicciones revela su coherencia, pero una coherencia que, en él, no es la firmeza moral que a menudo admiramos en otros, es sólo la persistencia de la noche en su ser, de la muerte que lo constituye en su núcleo más profundo. Hasta da miedo que se muera: su muerte lo lleva al primer plano de la noticia, y él y los que son como él, los asesinos y también los que desean la muerte de los otros, si ocupan la centralidad, si protagonizan la primera plana de los diarios, si son las estrellas oscuras del vértigo informático, asustan. No los queremos ahí. Ahí queremos a los que apuestan por la vida, por el diálogo, por la verdadera política, por verse a sí mismos en la cara del Otro, por necesitar que el Otro viva para que me complete, porque es la alteridad que necesito para ser yo, porque es el que quiere compartir el espacio de la democracia, ahí, queremos a quienes son de esa manera y no podrían ser de otra al precio de traicionarse severamente.
Videla no se traicionó nunca. Seco, enjuto, rígido como un cadáver que vive, consumido por un odio que lo enflaquecía al costo de entregarle las fuerzas para la devastación, fue siempre el mismo. Siempre igual en su pasión tanática. Porque era eso: un ser pasional. Constituido por la pasión de dar muerte a los otros. El terror era su idea del orden. La de los cementerios, su idea del silencio. Torturar, su modo de escuchar a los otros. Hablaba, él, poco. Sus oídos estaban abiertos a las palabras que contenían información, las que le llegaban de la tarea de inteligencia que tenía su lugar en los campos de la muerte. Sus oídos estaban cerrados para la súplica de los que pedían por sus seres queridos. ¿Para qué abrirlos? ¿Para qué escuchar palabras de seres que habían parido subversivos?
No merece ni el esfuerzo de esta página. Menos aún si uno se empeña en escribirla bien. Buscar una buena prosa cuando se escribe sobre Videla casi avergüenza. Theodor Adorno, en 1969, escribía: “El autor fue incapaz de dar el último toque a la redacción del artículo sobre Auschwitz; debió limitarse a corregir las fallas más gruesas de expresión. Cuando hablamos de ‘lo horrible’, de la muerte atroz, nos avergonzamos de la forma (...) Imposible escribir bien, literariamente hablando, sobre Auschwitz, debemos renunciar al refinamiento si queremos permanecer fieles a nuestros impulsos; pero, con esa renuncia, nos vemos de nuevo metidos en el engranaje de la involución general”. Que no nos quite también nuestro amor por la belleza de las palabras. Queremos que estas palabras hoy tengan más fuerza y rigor que nunca para decir quién fue y –peor todavía– quién seguirá siendo. Mató sin justicia. Ya con ella es condenable hacerlo. El problema central de la filosofía no es –como decía Albert Camus, acercándose sin embargo a la respuesta– el suicidio. O sea, decidir si la vida merece o no ser vivida. El problema central es si hay o no hay que matar. Ese problema, para Videla, ni siquiera existió. Jamás se hizo esa pregunta. Hay que matar. “Morirán todos los que tengan que morir”, dijo. Pero aún en los Estados en que rige la pena de muerte, se juzga antes a los que luego se decidirá si son culpables o no. Antes de ese juicio son todos inocentes. Porque no sólo hay que recordar que toda vida humana es sagrada. También que toda vida humana es inocente hasta que se decida lo contrario por medio de un tribunal, por medio de la Justicia. Videla mató inocentes. Creía en la incomodidad de la Justicia. En la incomodidad de lo legal. No comprendía, no podía comprender, no quería hacerlo, que en esa incomodidad radica el único medio de construir un orden social que no se base en la muerte. La legalidad –le dice un periodista al coronel Mathieu en La batalla de Argelia– es siempre incómoda. Decir –como dicen quienes buscan atenuar sus asesinatos o acaso perdonarlos o también justificarlos– que mató culpables porque mató gente que combatía con las armas en la mano, gente que “murió en combate” es una banalidad, y un acto de mala fe. La mayoría de los “combates” fueron fraguados. Esos supuestos combatientes –casi todos masacrados, ultrajados en los campos de exterminio– ya habían muerto. Aunque la prensa de esos años –expresándose incluso con el mismo lenguaje del poder militar: “Fue abatido un importante cabecilla subversivo”– informara de sus muertes en destacados titulares.
Ese fue Videla. ¿Quién seguirá siendo? No podemos saberlo. Depende de los vaivenes de la historia. Depende de todos los que amamos y respetamos la vida en este país. Depende de nuestra fuerza y nuestra convicción para impedir su regreso. Porque esos que rencorosamente dicen: “Ya van a ver cuando se dé vuelta la tortilla”. Esos, lo quieren otra vez. Creo, sin embargo, que para quienes vivimos bajo su reino de cementerios, no morirá nunca. Videla es el núcleo íntimo de nuestro miedo. El secreto terror que todos llevamos en sí. Es nuestra perfecta idea del mal. De la ausencia o de la despreocupación de Dios. O, peor, de su complicidad con ese mal. Ese núcleo íntimo de terror que dejó en nosotros nos dice día a día que volverá. Que el mal es la esencia más determinante de este mundo y entonces él, que era el mal, retornará, de una u otra forma. Alguien aparecerá otra vez para ser Videla. Pero hay en nosotros y en muchos más otro núcleo y ese núcleo es el de nuestro amor por la vida y por la justicia y por las causas justas. Desde ese núcleo –que día a día crece en nosotros y seguirá creciendo– impediremos ese regreso tan indeseado, que no sólo es la perversa esencia de toda perversión, sino también del mal, de la muerte.
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