EL PAíS › OPINION
› Por Mempo Giardinelli
La noticia de la muerte del dictador, que fue dueño de vidas y destinos durante los años más crueles de la historia argentina, no deja de ser conmovedora. Pero no por piedad, ni por alegría –ninguna muerte produce alegría a una persona sana– ni porque él vaya entrar a relato alguno de la Historia por la puerta grande.
En realidad lo que Videla está produciendo a la hora de su deceso me parece que es simplemente la ratificación del rumbo que ha tomado la democracia en nuestro país, independientemente y en contrario del horror que este hombre ascético y trastornado sembró hace más de tres décadas. Videla muere en la cárcel y ésa es la primera y enorme constatación de este rumbo.
Costó muchísimo, es verdad, como también lo es que la justicia una vez más llegó tardía. Pero llegó. Y Videla no murió rodeado de parientes ni amigos ni lameculos, sino en el solitario frío de la madrugada carcelaria y posiblemente asistido por un cura del penal y acaso el médico de guardia. Y también, es presumible, ante la gélida mirada de algunos jóvenes guardiacárceles.
Esto es: Videla no murió en el poder como muchos de su especie. Videla no murió linchado por el pueblo alzado y vociferante mientras derribaba sus estatuas. Videla no murió en un exilio dorado ni protegido por potencias imperiales, ni en una cómoda capital europea.
Y además, como bien dice mi amigo Carlos desde Posadas, en un mail urgente, Videla “no muere mezclado entre nosotros como si nada hubiera pasado”. Y eso es tan cierto como grandioso.
Subrayo la idea de que en esa fría madrugada del que los argentinos llamamos Mes de la Patria, este hombre que tuvo en sus manos la suma del poder público y firmó decretos ominosos; que fue honrado por injustificables jerarquías religiosas y mimado por empresarios y gobiernos extranjeros, ahora muere por el simple e inapelable paso del tiempo, en una cárcel donde la democracia le dio todas las garantías que él y sus socios y sus esbirros les negaron a decenas de miles de compatriotas.
No hay nada para celebrar, es verdad. Pero por un momento los argentinos tenemos el derecho, y yo diría que hasta el deber, de sentirnos profundamente orgullosos.
Porque a Videla no se le aplicó la pena de muerte, ni fue lapidado ni vengado ni escarnecido. Simple y maravillosamente fue juzgado y condenado. Apeló y las condenas fueron ratificadas. Y no sólo por la Justicia, sino también por la silenciosa y contundente mirada de cuarenta millones de sus paisanos. O sea una inmensa mayoría que desde luego no puede ser unánime, porque la voluntad de los pueblos nunca es unánime y porque la naturaleza humana se compone también de miserables, resentidos y necios. La democracia, que hoy es lo que yo creo que debemos celebrar, también a ellos los contiene.
A la hora de la muerte de este ser inferior, este sujeto despreciable y despreciado que fue incapaz, incluso y hasta el último minuto, de arrepentirse y de pedir perdón, pienso y propongo honrar el futuro que despunta para nosotros, argentinos y argentinas. Porque la muerte de Videla es el símbolo impecable del final de una época y el advenimiento de otra, más allá de las turbiedades y trapisondas que los demócratas debemos soportar, no sin estoicismo, en nuestra actualidad cotidiana.
Desde hace miles de años ese libro sagrado que es el Talmud viene enseñando al pueblo hebreo, pero también a todos los otros pueblos del mundo, que la Memoria es el camino de la Verdad, y la Verdad es el camino de la Justicia.
Son esos tres vocablos los que hoy, en sencillo recogimiento, debemos enaltecer los hijos de este país y esta democracia: Memoria, Verdad y Justicia. Y así seguir adelante.
Y que Videla descanse en paz. Si puede.
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