Lun 30.06.2003

EL PAíS  › OPINION

Cuidado con hacer la plancha

› Por Eduardo Aliverti

Las noticias políticas de estos días, como nunca en el mes que acaba de cumplir Kirchner, han sido pródigas para demostrar esos dos andariveles por donde circula la caracterización del Gobierno: el institucional y el económico.
La renuncia del más supremo de los menemistas, Julio Nazareno, y el arresto de Víctor “Duhaltieri” (casi un ignoto para una mayoría de la opinión pública, pero de enorme significación) son nuevas referencias de que, en el aspecto que el convencionalismo denomina como “político”, las cosas están cambiando. En ambos episodios –sobre todo en el segundo– podría argüirse que son decisiones que exceden el alcance del Ejecutivo. Pero sólo con inocencia o cinismo supremos. De no mediar la fuerte ofensiva del Presidente, el Congreso no hubiera movido mucho más que un dedo para reimpulsar el juicio político a integrantes de la Corte. Estaba todavía muy fresco el papelón sufrido por la Cámara baja, cuando el año pasado intentó un enjuiciamiento conjunto de los miembros del tribunal. Y a la detención de Duhaltieri, verdadero icono de los negocios a costa del Estado y de la relación nauseabunda con los aparatos partidarios, le cabe la misma mirada que respecto de la orden de prisión contra diez militares involucrados en la masacre de Margarita Belén: se trata de decisiones judiciales y hasta es muy probable que efectivamente nadie del Gobierno haya siquiera levantado el teléfono para conocer el curso de las causas, pero tampoco nadie puede creer que los jueces determinan sus fallos con independencia del clima político y social que se vive. ¿A quién se le ocurriría que Nazareno hubiera renunciado durante los años de la rata, o a quién que Gualtieri hubiera marchado preso en el gobierno de Duhalde? Un jefe de Estado muestra rumbo y poder no sólo con lo que hace sino –y, a veces, hasta esencialmente– con aquello que simboliza. En el campo de los derechos humanos ligado a las secuelas de la dictadura y en algunos gestos de la lucha contra la corrupción, es obvio que Kirchner viene acertando con el dibujo de una imagen progresista. Y ni aun cuando se viva en las nubes se puede suponer que eso no influye en lo que firma un magistrado, en lo que hacen o dejan de hacer los legisladores o en cómo proceden quienes tienen alto nivel de decisión.
Es cierto que en el plano económico también hubo algunas medidas positivas. El límite a los capitales golondrina, más allá de que su objetivo de fondo sea frenar la caída del dólar, representa un abismo de distancia con las políticas neoliberales que durante larguísimos años permitieron el desembarco de fondos piratas, capaces de aprovechar la juerga de tasas de interés estratosféricas. Lo mismo puede decirse de la reaparición del crédito para la vivienda a implementar desde el Banco Nación –que aún requiere de comprobación– y hasta del probable subsidio a los deudores hipotecarios en vías de ejecución o con sentencia en suspenso (la derecha y los tilingos que le son funcionales pusieron el grito en el cielo por esto último, bajo el eterno sambenito de que toda la sociedad se haría cargo de los problemas de un sector; ¿cuándo se preocuparon por una sociedad que está pagando con 60 por ciento de pobreza e indigencia la fiesta de sus ricos?). Sin embargo, queda claro que la gran final no comenzó a jugarse allí sino con la visita de Mister Koehler.
Vale la pena citar lo que una fuente del equipo de Lavagna confió en la noche del martes a Página/12, reproducido por Julio Nudler en la edición del día siguiente: “Todo está muy lindo con Koehler, pero la semana próxima vendrán los técnicos del Fondo con el discurso de siempre”. El agregado no era menos inquietante: Argentina no quiere aventurarse a un acuerdo de mediano plazo con el FMI porque Brasil, según estiman aquí, “se hundirá en problemas insalvables con la actual fiebre ortodoxa del presidente Lula”. Ergo, a la Argentina le conviene conversar de un acuerdo duradero después y no antes de que Brasil se caiga, porque si es al revés se comprometería a pautas fiscales que, desmoronado el vecino, no podría cumplir jamás.
Otros indicios sugieren que, en efecto, la idea en lo económico es hacer la plancha. Hasta fin de año se sucederá una batería de procesos electorales de todo tipo y factor, y Kirchner no quiere problemas que afecten ya mismo el favor popular que se supo conseguir cuando, encima, tiene abierto el frente de jugarle al PJ por afuera (y donde jugará un papel casi clave la contienda entre Ibarra y Macri). Dicen desde el Gobierno que en el horizonte de corto plazo no aparece ningún factor en condiciones de perjudicar al “veranito” de la economía, y que por lo tanto no tiene sentido arriesgarse con resoluciones u orientaciones altamente estructurales.
Es legítimo en política trabajar con esta clase de cálculos, y más si se trata de una gestión que asumió atada con alambre. Pero no debe perderse de vista que el concepto de “plancha” remite a dos sentidos simultáneamente: la legitimidad de hacerla en aras de golpear en el momento justo, y la de recordar que demasiada gente que se cayó –hasta el piso o del mapa– no tiene por qué aguantar los tiempos de las necesidades políticas, en tanto no le dejen claro que éstas quedarán sujetas a las de las mayorías. El Gobierno tiene derecho a calcular todo lo que quiera, pero sería penoso que no advierta en esas especulaciones la urgencia de los desposeídos.
Si en verdad toma nota de ello, es muy probable que deba cambiar sus cálculos de “plancha” económica porque atender a los de abajo y a los del medio supone afectar a los de arriba. Eso tiene que ser pronto. Tanto como lo aconseja, justamente, la popularidad gubernamental de estos primeros tiempos. Y si es pronto, el poder real se le vendrá encima. Será entonces cuando la plancha, que en circunstancias favorables se toma como el arte de un “tiempista”, habrá demostrado su grotesca inutilidad.

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