EL PAíS › OPINION
› Por Marta Dillon
Tengo un hijo de cuatro años que está orgulloso de su nombre y su apellido: Furio Carri Dillon. Lo dice así, de corrido, desde hace menos de un año, cuando en su partida de nacimiento el Estado reconoció que es hijo de dos madres. Antes sólo decía su nombre de pila. Nunca le hablamos de la importancia de ese hecho, ni siquiera nos acompañó el día en que nos entregaron la nueva partida, pero en esa presentación formal que hace de sí mismo aun cuando nadie se la reclame, él da prueba de su ciudadanía completa.
Tengo los restos de mi madre sepultados junto a los de sus padres después de 35 años de haber sido enterrados en una fosa común, sin nombre, sin genealogía, tapados por la tierra del anonimato, inscriptos como NN femenino, muerta en un falso enfrentamiento publicado en los diarios en febrero de 1977 aunque a ella la habían secuestrado de nuestra casa, una madrugada de octubre de 1976.
Tengo un juicio iniciado contra los responsables indirectos de ese hecho, de su homicidio y su cautiverio en un campo de concentración donde hasta hace una década seguía funcionando una brigada de la Policía Bonaerense, que se tragaba con su trajinar de borceguíes y aprestos represivos las marcas de los que buscábamos, de los que buscamos.
Tengo amigas y amigos adultos con documentos recién estrenados que dicen sus nombres, que hablan de ellos y de ellas como antes no lo hacían porque no había Ley de Identidad de Género.
Tengo la noticia ardiendo de la detención de los subcomisarios que revistaban en la comisaría de Villa Insuperable, un campo de concentración donde mis suegros estuvieron secuestrados un año entero sintiendo en la nuca el aliento de la muerte. Fue hace apenas una semana.
Tengo una empleada doméstica tan paraguaya como flamante ciudadana argentina, que en los últimos cuatro años construyó una casa junto a su pareja y que reclama las vacaciones pagas que ya tenía porque leyó sobre la ley que regula su trabajo y erguida sobre sus derechos sobreinterpretó sus beneficios.
Tengo una hija de 25 que es empleada pública, madre de dos hijos, con planes de seguir estudiando porque cada vez hay más universidades públicas. Una hija que cuando tenía 10 me dejó sin palabras frente a su miedo: “¿Por qué no va a haber otro golpe de Estado si los milicos están todos libres?”, me dijo y yo, que la llevaba a las asambleas de H.I.J.O.S. en las que “impunidad” no era sólo una palabra repetida sino una herida que no lograba dejarnos imponentes, tuve que decirle, para calmarla, que si llegaba a haber otro golpe de Estado nos tomaríamos el primer avión a cualquier otra parte del mundo.
Tengo la emoción tatuada de cada compañero y cada compañera que declaró en un juicio, que puso palabras públicas y transcendentes para duelos nada privados, duelos que no se terminan, pero sobre los que ya nadie pide que se extienda el manto del perdón y la reconciliación. Y tengo la esperanza de poder decir lo mío cuando la causa en la que soy querellante llegue a juicio, este año o el que viene; el tiempo corre, pero la tenacidad de mis compañeros y compañeras de H.I.J.O.S. y otros organismos de derechos humanos le pisa los talones.
Tengo toda esta historia, incompleta, en primera persona. Un mínimo recuento de hechos personales y políticos que me llevaron a la Plaza de Mayo a marchar bajo una bandera, la de H.I.J.O.S. mientras leía en las pecheras de otras organizaciones “La patria es el otro” y pisaba las bandejas de las viandas que se habían repartido entre los militantes sin que me diera ninguna vergüenza pisar esos restos de plástico porque ¿alguien puede pensar que el pueblo pone el cuerpo en la calle por un sanguchito y un jugo?
Nunca llegué a la Plaza de Mayo. Demasiada gente –así se nombra a los que no van encolumnados, ¿no?–, demasiados militantes, demasiadas banderas. Escuché el Himno mientras iba caminando en sentido contrario y veía dentro de los bares ponerse de pie a los clientes y cantar incluso las estrofas que ya no queremos –como morir con gloria, al menos en mi caso–. No pude hacer una crónica y eso hace más difícil este recuento porque sí he hecho crónicas de marchas multitudinarias de indignados sin más banderas que la argentina y con tantos carteles y consignas como personas en la calle. No es esto una crónica como tampoco es un agradecimiento a ningún gobernante, a ningún partido de gobierno. El capital que enumero no me fue concedido. Si pude casarme con mi esposa, anotar a mi hijo, festejar la inclusión de tantos eternos excluidos, enterrar los huesos de mi madre, ser testigo de cómo la impunidad se debilita, no es por un don que se deja caer como una moneda en la palma de quien pide limosna. Hay una historia común que supimos labrar, conquistar, amasar, desear y pelear por ella. Y hubo, en todo caso, el tiempo histórico de la escucha, escucha para esos reclamos populares y sociales que ya habían rasgado el cielo de los imposibles.
Fui a la Plaza porque mi voz tiene sentido con otras voces en las que también tiembla la indignación de lo que no termina de decirse ni de escucharse. La sangre que corre en Formosa, en Chaco o en Santiago del Estero, la sangre de los pueblos originarios; ineludible. La sangre de las mujeres que mueren en abortos clandestinos. Todos los desaparecidos que nos falta encontrar. Todos. Pero en estos años tambalearon los cimientos de lo imposible. Y entonces estoy convencida de que hay que seguir empujando, y bailando, porque nada de esto tendría sentido si por sobre todos los dolores y las negaciones no hubiéramos afirmado una alegría a toda prueba, la de estar siempre en el camino.
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