EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Entre los muchos y reiterados episodios que día tras día ratifican quiénes son los jugadores en el partido de hacer pelota al Gobierno, justificadamente o a como sea, parte de esta columna trata de uno en particular. Con toda certeza, no se trata del hecho que más sueño masivo quita. Es, sólo, que al suscripto le parece muy contundente.
Por fuera de la notable manifestación popular del sábado, podría haberse elegido que el monto aumentado de la Asignación Universal por Hijo fue una noticia que no existió para los medios opositores. O, mejor todavía, que el anuncio presidencial sobre control de precios a cargo de organizaciones populares fue transformado inmediatamente en milicias de escrache inútil y violento. Sin embargo, la reacción mediática frente al reciente documento pareciera brindar un lugar de análisis mucho más amplio que el abordaje de las manipulaciones de prensa cotidianas. El texto de los referentes intelectuales, científicos y artísticos nucleados en Carta Abierta –que surgió en 2008 para oponer alguna mirada de análisis progresista y sosegado contra la bestialidad de la ofensiva campestre– es una pieza de gran valor teórico y denunciativo acerca de qué se persigue al fabricar y potenciar una atmósfera de pudrición, cuando hay gobiernos contradictores de ciertos intereses de clase. Está escrito en un lenguaje más enojado y a la vez más “abierto” que alguno de los anteriores. Citemos algunos conceptos de elección tan personal, resumida y descriptivamente alterada como de profunda articulación semántica. “Son actores de un relato que afirma la condición autoritaria y hasta dictatorial del Gobierno, para generar las condiciones de una irrevocable restauración conservadora. (...) El vodevil televisivo, el stand up ingenioso, el improperio pseudovirtuoso del periodista, puestos al servicio de una Justicia express que, una vez más, nos demuestra que todo está perdido mientras nos dejemos gobernar por un populismo de hipócritas (...). Sabemos que este conjunto de palabras apunta a erosionar la figura pública de un ex presidente, en una acción que se torna una respuesta de music hall para problemas que merecen otro tratamiento (...). Lo atacan, hasta la náusea, y utilizando todos los recursos a su alcance, por haber reinstalado la idea de que (...) lo justo no constituye una quimera inalcanzable o una reflexión académica, sino la práctica posible de un proyecto sostenido en los principios de la igualdad y la ampliación permanente de derechos. Lo atacan porque Videla murió en la cárcel y porque propone, con más costos que beneficios, que la Justicia puede y debe ser reformada (...). Una simple y rápida revisión del papel de ciertos medios de comunicación en nuestra historia, al menos desde Yrigoyen en adelante, permitiría poner en evidencia la falta de originalidad de la actual campaña desestabilizadora que se viene llevando a cabo en nombre del ‘periodismo independiente’. Otro tanto comprobaríamos con sólo echar un vistazo a lo que ocurre en otros países de la región en que los intereses de la derecha se complementan, perfectamente, con el funcionamiento de los grandes medios de comunicación. Nunca ha sido tan clara la intervención desestabilizadora de la máquina mediática puesta al servicio del establishment económico-financiero. Un lenguaje surgido de las letrinas amarillistas y de las gramáticas del golpismo histórico se despliega con virulencia insidiosa desde las usinas del poder mediático, que han dejado de apelar a cualquier tipo de argumentación para desencadenar, una tras otra, una batería de rumores, mitos urbanos de enriquecimientos olímpicos, denuncias indemostrables articuladas con una colección de personajes que van de los lúmpenes del jet set vernáculo a una ex secretaria despechada.”
Razonamientos de esta índole –que, reiteramos, son una ínfima porción cuantitativa del escrito de Carta Abierta– fueron reducidos por un título y columna de opinión de Clarín del viernes (entre otras reacciones) a que “Báez no existe y los denunciantes son nazis”, forzando el discurso –dice el copete– para presentar las denuncias como “antisemitas”. Si lo primero es inaguantable pero artificialmente efectivo, lo segundo es amoral. No hay en el texto una sola palabra ni intención de la prosa que invite a ignorar a Báez, sino la advertencia de que el caso Báez debe ser ubicado en el contexto de la guerra que Clarín le declaró al Gobierno. Y lo que el editor y el columnista de ese diario identifican como “antisemitismo” es un parágrafo en el que se avisa de los antecedentes de climas periodísticos donde se hace cabalgar con mayor o menor grado de ingenio a los jinetes del Apocalipsis. El colega que firmó esa nota de Clarín rotula como antológico y fascinante –por la negativa, por lo execrable– que la corrupción sea señalada por Carta Abierta como una verdad fundamental pero abstracta. Lo que se le perdió de vista es justamente que lo abstracto no pasa por ignorar las andanzas de Báez o de cualquiera de los empresarios amigos del Gobierno, sino por pretender que escribe desde una factoría de carmelitas descalzas. Pero sobre todo, porque lo antológico es en realidad creer (¿sí? ¿Se lo creen?) que la corrupción es un hecho totalizador por fuera del cual no existe absolutamente nada. ¿Ese es el fondo de todos los fondos? ¿Unos empresarios ligados al oficialismo enriquecidos en forma fraudulenta, dando por cierto que es así, son la medida principal o exclusiva para juzgar una etapa que mejoró la vida de la mayoría de los argentinos, y que no empeoró la de ninguno? ¿Acaso podría hablarse, siempre acordando con que las denuncias son veraces, de una corrupción sistémica, como la que rigió en el menemato? Para evitar confusiones, le damos la derecha a que no hay la corrupción buena y la mala. La palabra significa lo que significa y bajo ningún aspecto puede justificarse a quienes perpetran hechos de esa índole. Pero en términos de observación política, hay escalas diferentes si se trata de no caer en un análisis radicalmente parcializado. La corrupción de la segunda década infame fue inherente al modelo que se instauró, desde el momento en que era imposible llevar a cabo el remate del país sin recurrir a la violación expresa de toda norma de ética pública. Menemismo y corrupción fueron una pareja conceptual inseparable. En el caso de los hechos que hoy se ventilan, objetivamente, no hay otra cosa que el presunto o certero florecimiento económico personal de un grupo de íntimos del poder. Para usar cierta figura: no es serio convertir a una bóveda en el examen completo de uno de los períodos políticos más sustanciosos de nuestra historia, o por lo menos de las últimas décadas. Si queremos ser suaves, eso es trampa intelectual.
Los ejemplos acerca de esto último se renovaron, naturalmente, pero no tanto como para dejar de sorprenderse, con el tratamiento mediático tras el discurso de Cristina, el sábado. Casi no había terminado de hablar y el título a cabeza de uno de los portales opositores ya era que la Presidenta había rechazado que existiese un “fin de ciclo”. No sólo que jamás dijo eso, sino que, bien escuchado sin ningún esfuerzo, en verdad advirtió sobre los riesgos de que justamente puedan perderse todas o algunas de las conquistas centrales. Lo que hizo fue preguntarse si quienes mentan eso, el fin de ciclo, en lugar de referirse a resultados electorales inminentes, no estarán haciéndolo respecto de acabar con el piso de medidas como la Asignación Universal por Hijo, la estatización de las AFJP u otras. Lo que Cristina se interrogó fue si el nudo de la cuestión no vendría a ser el retroceso hacia las fórmulas que hundieron al país. Previno que no es eterna y que la condición necesaria es empoderar al pueblo, y que éste adquiera una dinámica propia de organización, como garantía de que no le arrebatarán los logros. ¿Alguien podría negar que transformar esos conceptos literales en el rechazo a la existencia de un fin de ciclo es impudicia periodística barata? Entendámonos. Si se señala que la celebración fue con milicias populares, como citó ayer algún columnista, uno tiene el legítimo derecho a pensar que el autor de la frase incurre ya en enajenación de la realidad. Si auténticamente se infiere que el Gobierno no admite otra definición que la de “cueva de ladrones”, o símiles, también puede colegirse que el status ideológico de esa gente es patético. Pero al fin y al cabo, son interpretaciones personales que, digamos, se prestan a la discusión. En cambio, si alguien –nada menos que la Presidenta, para el caso– dice literalmente una cosa y le titulan que apuntó literalmente otra, no estamos hablando (antes que nada) de posicionamientos políticos ni de conjeturas afiebradas. Estamos hablando de una manipulación obscena que, más allá de la vergüenza que provoca en lo profesional, habla primariamente de la catadura moral de quienes se erigen en los moralistas de la Nación.
Es probable, por no decir seguro, que reacciones o maniobras de esta naturaleza respondan al grado de impotencia que exhibe el arco rival en cuanto a presentar una opción creíble, expansiva, aglutinadora. Y es igual de probable o seguro que la manifestación del sábado haya provocado, en ese espacio antagonista, la comprobación –reprimida pero incontenible– de que el Gobierno conserva energía para dar batalla. Dirán, como dijeron y continuarán sosteniendo, que todo pasa por la 9 de Julio alfombrada de micros, por el choripán, por los planes sociales, por la extorsión, por el aparateo. Por las milicias pseudocamporistas que nos arrastrarán a ser Cuba o Venezuela. Pero puestos frente al espejo que ocultan, ni ellos se lo creen.
Es ése un paso insuficiente pero nada menor: por lo general, terminan ganando quienes están convencidos, por obra de cómo les va y de la comparación con cómo les iba.
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