EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
CONSTRUCCIONES
› Por J. M. Pasquini Durán
Sin restarle méritos a la gestión realizada hasta aquí, el gobierno de Néstor Kirchner todavía está quedado en la restauración de la justicia social. La redistribución de los ingresos con sentido de equidad y la redención de los derechos económicos y sociales siguen anotados entre los temas pendientes en la agenda nacional. El mes transcurrido desde la asunción, por supuesto, es insuficiente para desandar el largo trayecto de decadencia de casi treinta años. Lula en Brasil y Chávez en Venezuela, con más antigüedad en las respectivas presidencias, pueden dar cuenta de las dificultades para afrontar semejante desafío. En el caso argentino, sin embargo, el tiempo cuenta, pero parece importar más la premeditada decisión de acumular poder institucional antes de llegar al hueso más duro, suponiendo que haya decisión en firme de morder tan hondo. De la habilidad de Kirchner para medir el tiempo, antes de que le estalle en las manos la justificada impaciencia de las víctimas de las políticas conservadoras, dependerá el ritmo de su marcha.
Debido a la debilidad de origen, con sentido común el Presidente tuvo que afirmar fortaleza y decisión para ganar la legitimidad que no tuvo oportunidad de conseguir en las urnas. Con por lo menos un anuncio diario, retuvo la iniciativa y sus decisiones, casi todas dedicadas a mejorar la calidad institucional, empataron bien con las aspiraciones de progreso de la mayoría de la opinión pública. Algunas de esas decisiones tuvieron, sobre todo, un valor emblemático, mientras que otras hicieron una diferencia sustancial, como la reciente promoción del penalista Eugenio Raúl Zaffaroni, propuesto para ocupar la vacante en la Corte Suprema que dejó el impresentable Nazareno. La calidad académica, la integridad personal, el compromiso humanista y la independencia partidaria del candidato honran la intención renovadora del Gobierno. A todo esto hay que sumarle la conducta personal del matrimonio Kirchner, caracterizada por la sensatez y la austeridad, más preocupada por el fondo que por las formas. Después de varias presidencias que defraudaron a sus votantes mimetizándose con los intereses de las minorías privilegiadas por los conservadores, esta irrupción refrescante, atenta y deferente con las preocupaciones de la sociedad, ganó con rapidez la simpatía y la expectativa favorable de las opiniones que suelen reflejar las encuestas.
Con el favor del 70/80 por ciento de los encuestados, cualquier observador desmemoriado podría suponer que el Gobierno está listo para acometer la transformación de la economía. La experiencia de las dos décadas de democracia ha registrado otros casos con idénticos porcentajes de respaldo público, pero fueron insuficientes para torcer el rumbo liderado por los conservadores. ¿Quiere decir que los poderes retrógrados son invencibles o que, por lo menos, la adhesión masiva no alcanza? Los privilegiados no son presa fácil, pero tampoco invencibles, todo depende de la relación de fuerzas. En esta dimensión, por supuesto que cuenta, y mucho, el apoyo mayoritario. Sin embargo, así como el ritual del voto no agota la responsabilidad ciudadana en la democracia, no hay cambio posible si no se construye poder institucional para realizarlo. Para esto, la presión multitudinaria le otorga al gobernante la energía necesaria para avanzar sobre los poderes establecidos hasta provocar su renovación efectiva y no sólo un cambio de collar para el mismo perro.
A fin de mantener encendido el entusiasmo cívico, el Gobierno debe compensar el respaldo recibido ofreciendo gestos y hechos que refuercen la credibilidad popular hacia la intención oficial de cambiar. Esta relación dialéctica, hasta el momento, está funcionando entre el presidente Kirchner y las bases sociales en una suerte de temporal reconciliación entre la política y los ciudadanos. Habrá que ver si en adelante las dos partes de la relación mantienen la misma línea de consecuencia. Conviene precisar en este punto que la sociedad no es la suma de virtudes y que los liderazgos tampoco son puro vicio. Si fuera así, no podría entenderse que Menem tuviera la primera minoría en las últimas elecciones presidenciales ni que en Tucumán Antonio Bussi pueda disputar el primer lugar para la intendencia de esa capital, dos defecciones evidentes de la convicción democrática de los votantes. Por suerte, este tipo de opciones electorales no inhibe la capacidad de protesta y de reivindicación popular, como se constata a diario con el simple repaso de las noticias. Son miles los que en todo el país y por diferentes motivos ganan la calle y piden justicia.
El año electoral que eriza las competencias intrapartidarias pudo ser un contrapeso para la actividad gubernamental, pero el Presidente lo está usando para ampliar las bases de sustentación, más allá de los estrechos márgenes de los aparatos internos del PJ, corroídos en muchos casos por la corrupción y las prácticas autoritarias de la vieja política. No es un secreto para nadie que Kirchner mira con cierto beneplácito las posibilidades del socialista Binner en Santa Fe, del ex frepasista Ibarra en la Capital y del peronista Solá en la provincia de Buenos Aires, en un arco que hasta incluyó al menemista Manfredotti en Tierra del Fuego, derrotado en segunda vuelta por el oponente de origen radical. La renovación, así fuera parcial, en la liga de gobernadores y en las intendencias del conurbano tendría similar importancia al descabezamiento de la mayoría automática de la Corte Suprema, a los efectos de ganar espacio para llegar a políticas públicas que reviertan el ciclo de la decadencia continua. Del mismo modo, facilitarían la reconstrucción del Estado como factor regulador de la justicia social.
El Gobierno rompió lanzas en el PAMI y en la seguridad bonaerense, dos espacios emblemáticos de la trama del latrocinio de un puñado de intereses particulares y del desamparo para quienes deberían ser sus protegidos. Si logra restablecer normas de honestidad y eficiencia en ambas instituciones habrá dado un salto de calidad, no sólo por sus consecuencias directas sino por lo que implicaría la derrota de las tramas espesas que sostienen a los villanos como efecto de referencia para el resto del país. En las dos instituciones asomaron las resistencias, encarnadas en el PAMI por los representantes de la CGT y en la bonaerense por el auge de algunas modalidades delictivas con segura repercusión mediática, sobreactuada además por algunos medios de información que expresan a los grupos crecidos al amparo del menemismo. Sin caer en la tentación del autoritarismo y la arbitrariedad, las autoridades tendrán que aplicar todo el rigor de las leyes y los reglamentos para poner en caja a los díscolos y a los malvivientes, con y sin uniformes. Si lo hace así, tendrá a su lado a la mayoría de la población y habrá recorrido un buen trecho del camino hacia la restitución del estado de derecho que, después del maltrato de veinte años, tiene más apariencia que sustancia.
No son débiles los enemigos y adversarios de la línea de Gobierno y hay muchas riquezas vertiginosas dispuestas a mantener las cosas como estaban. Sería bueno en cada caso separar la paja del trigo, para no servir de idiota útil de los mismos que han provocado la catástrofe nacional. Sobre todo en materia de inseguridad, donde la indignación y el miedo se sobreponen más de una vez a la razón y el entendimiento, es hora que las autoridades y los vecinos dejen de recelarse mutuamente y que se abra un debate en serio sobre las políticas de seguridad a fin de que la población supere el nivel de la mera consigna para orientar sus reclamos hacia objetivos más específicos y transformadores. Algunos núcleos de la izquierda decidieron, desde que asumió Kirchner, ser la oposición irreductible, disconformes con todo porque no soportan las reglas de juego de la democracia burguesa. Quieren la revolución ya y están en su derecho de pensar con libertad, pero eso no justifica que subordinen a los movimientos populares donde ejercen influencia, por ejemplo entre los desocupados, a jugarlos en una gimnasia de alborotos cotidianos que, alfinal, se ha convertido en una competencia para ver qué grupo obtiene más subsidios de un Estado y de un régimen al que en teoría repudian.
En el otro extremo, aunque en porcentajes mucho más amplios, militan los que han decidido, por oportunismo o por convicción, apoyar al Gobierno de manera acrítica, con la misma pasión dogmática, aunque invertida, de los que se oponen por razones de catecismo. Unos y otros contribuyen muy poco o nada a la consagración de la democracia participativa, porque unos creen que el Mesías ya ha llegado y los otros atormentan con profecías apocalípticas. El resto de los ciudadanos tendrá que asumir algún compromiso, en la medida de sus posibilidades, para asegurar que la democracia y el bien común se reencuentren en plenitud. Nadie, ni el más inspirado y valiente jefe de Estado, podrá garantizar un porvenir venturoso si la propia sociedad delega responsabilidades que en circunstancias críticas le corresponden sin remedio. Los inundados de Santa Fe, los chicos que mueren por desnutrición, la pobreza indigna y los crímenes sin castigo son razones suficientes para que ninguno esquive el bulto.