EL PAíS
› OPINION
Como en Normandía pero con menos bajas
› Por Martín Granovsky
Cahen, en Normandía, al norte de Francia, es un lugar espeluznante. En lo alto de los acantilados todavía se conservan las casamatas de hormigón desde donde los nazis disparaban a la infantería aliada que salía de las barcazas. Los infantes debían atravesar una playa tan ancha como la de Villa Gesell bajo fuego alemán, y recién después escalar los acantilados. Los aliados ganaron, pero quedó un tendal de muertos.
Estos días el Presidente Néstor Kirchner llegó a mencionar delante de dos secretarios de Estado el desembarco en Normandía.
–Pero por la decisión –aclaró.
Y uno de los secretarios aclaró más:
–Kirchner no está buscando víctimas.
Las casamatas a tomar son las de la Policía Bonaerense.
Los que conocen a Néstor Kirchner desde hace mucho dicen que no es un político que dramatiza demasiado las cosas o se deprime. Los funcionarios que más trataron al Presidente esta semana no lo encontraron trágico pero sí preocupado. La maldita policía, en la definición imborrable del periodista Carlos Dutil, siempre fue un problema nacional, pero al Kirchner gobernador le quedaba lejos. Ahora está sintiendo en carne propia no solo el poder de la bonaerense de afectar la estabilidad. “Se dio cuenta muy rápido de que si la mezcla de inseguridad y corrupción policial no se resuelve desgasta también al poder central”, dijo a Página/12 uno de sus allegados.
“Hay que meterse con la Bonaerense”, dijo varias veces esta semana. “Es una buena batalla y yo estoy dispuesto a darla.”
La confesión tiene una doble lectura:
* Kirchner quiere trabajar con Felipe Solá.
* Pero, en su visión, si Solá no juega fuerte él sí lo hará.
Es decir, quiere meterse en Buenos Aires con o sin Solá, porque huele que ningún gobierno se banca eternamente un secuestro-símbolo como el de Astrada, imposible sin una red policial de protección, y comisarios que pasaron de una clase media desahogada a vivir como los narcos colombianos, en mansiones con canillas de oro.
La simpatía de la Casa Rosada hacia Solá no fue muy profunda en los últimos días. Un miembro del gabinete dijo a este diario que el gobernador dibujó una paradoja. “En la relación con Eduardo Duhalde está tensando la cuerda, porque cree que los intendentes se lo van a llevar por delante”, dijo. “De ellos desconfía y con ellos se muestra demasiado duro.” Con la policía ocurriría lo contrario. “Ahí, Felipe se quedó a mitad de camino, se demoró en relevar a Sobrado (el jefe de la Bonaerense) y lo empezó a pagar”, opinó. Es el viejo cuento de que a la fiera se la puede ignorar o matar, pero nunca conviene herirla si uno no le asestará rápido el último golpe.
De todos modos, avanzar con o sin Solá no quiere decir que el Gobierno nacional esté buscando suprimir a Solá de sus alianzas. Solo significa, en la óptica oficial, que la reforma de la bonaerense entra en el campo más puro del estilo kirchnerista. Principio número uno, no cualquier problema pone en juego la subsistencia. Ejemplo: para el Gobierno el decreto de extradición de los represores y las sospechas sobre que la Armada alimenta la defensa de Ricardo Cavallo son un problema. Pero no hacen peligrar el poder del Ejecutivo. Principio número dos, si la propia subsistencia está en juego, la guerra siempre es inevitable. Principio número tres, cuando la guerra es inevitable mejor atacar rápido que concentrar la misma energía en armar la defensa. El caso de las facturas truchas es una ilustración menor de la última actitud. Un directivo de la AFIP dijo a Página/12 que Alberto Abad recibió la orden de Kirchner de transmitirle qué empresa llamaba para hacer lobbying, si es que llamaba alguna. Y el ministro de Economía Roberto Lavagna recibió la misma orden. Al revés de Duhalde, que negociaba, o de Fernando de la Rúa, que concedía porprincipios, en los temas de vida o muerte Kirchner parece preferir alinear el aparato del Estado que está bajo su mando antes que esperar y sufrirlo.
A la Bonaerense todos la dejaron hacer. Un día, Duhalde se convenció de que la Bonaerense lo voltearía. Y empezó la reforma policial más valiente y seria de la historia argentina. El objetivo de Carlos Arslanian fue, entonces, y sin vueltas, disolver la Bonaerense tal como se la conocía, separar la investigación de la prevención y fastidiar el armado de las mafias rotando a los jefes como en una calesita y mandándolos solos al nuevo destino, sin chances de llevarse con ellos toda una estructura propia. En el ‘99 la candidatura de Carlos Ruckauf a la gobernación fue la excusa para desmontar la reforma. Por un lado, Ruckauf se convertía en el vocero de la irritación de muchos intendentes, que veían peligrar antiguas cajas de recaudación armadas con la policía. Por otro, aprovechaba la hiperhisteria sobre la hiperseguridad: mientras la policía colaboraba en hacer más insegura la provincia, el candidato aprovechaba el ambiente para hiperinflar la promesa de meter bala. Promesa que –es bueno recordarlo para no beatificar a toda la población– encandiló a los electores y le dio el triunfo al gobernador fugaz.
Solá siempre tuvo claro el campo de juego y nunca se confundió de arco, pero su estilo se volvió conservador desde que dejó ir al viceministro de Seguridad Marcelo Saín, artífice de la segunda reforma policial, porque pensó que su descripción pública de las cajas de la política lo enfrentaría con los intendentes del conurbano. Un símbolo es Manuel Quindimil, el cacique de Lanús, casualmente el sitio donde se está recalentando el Gran Buenos Aires. “)No estarán faltando más peronistas en el nuevo gobierno?”, llegó a preguntarse Quindimil en susurros durante un acto, como si el país estuviera en el ‘73 y Kirchner fuera Héctor Cámpora. Enterado de la maldad, un funcionario nacional respondió con otra: “No vamos a entrar en esa lógica, pero Quindimil debería empezar a preguntarse si controla Lanús como antes”.
Es curioso: Solá pasa por su peor etapa de relación con los intendentes y Saín, el presunto diablo del Gran Buenos Aires, fue consultado estos días por el gobierno nacional, donde un Beliz alineado con Kirchner pasó por encima de su secretario de Seguridad, Norberto Quantín, y tomó personalmente la cuestión de la Bonaerense. Beliz tiene una ventaja. Viene del menemismo y sabe que aquí las usinas no solo fabrican facturas truchas. “El menemismo dispone de vocación, experiencia y dinero suficientes como para vengarse por la pérdida de poder no a través de la oposición abierta sino armando hogueras en el Gran Buenos Aires”, dijo un funcionario del Ejecutivo.
En este cuadro, la molestia oficial por las sospechas que despertó la Armada luego de que el abogado Jorge Laspiur dijera que había recibido dinero marino para defender a Cavallo no tiene solo una explicación específica, naval, militar. La Casa Rosada teme que la indulgencia ante la conspiración de una usina envalentone a otra. No hay ninguna estrategia de pelea con los intendentes y con Duhalde. Más bien lo contrario. Ni siquiera hay una estrategia de baja intensidad como en el PAMI, donde la amenaza de intervención apunta a desgastar a los amigos de Luis Barrionuevo. Tampoco la Gendarmería es la gran esperanza blanca. El Gobierno sabe que si la asienta para siempre en el Gran Buenos Aires tendrá una fuerza perforada por la Bonaerense y atraída por sus negocios. Y eso, como la Bonaerense, no es negocio.