Lun 22.07.2013

EL PAíS  › OPINIóN

La Vaca Flora

› Por Eduardo Aliverti

Quizá no es curioso, pero sí interesante. Pasado un mes largo desde que concluyó el plazo para presentación de listas, y tres semanas desde que se oficializaron los candidatos, ninguno de los temas predominantes se relaciona con la campaña electoral. No, al menos, en forma directa. O: si es por propuestas concretas, explicitadas, no hay modo de encontrar alguna que no fuere frenar al Gobierno como sea. Parar al kirchnerismo. Los spots que comenzarán a difundirse en estas horas no permiten imaginar nada diferente.

La diferencia –se supone archisabida– es que de los K se conoce acabadamente qué son y hacia dónde van, o podrían ir, tras diez años de gestión y enunciación de rumbo ratificado (con la salvedad, ya expresada en esta columna, de que al oficialismo –según análisis y gusto personal– le restaría marcar algunas o varias ideas-fuerza específicas, ligadas más a lo faltante que exclusivamente a lo hecho). En cambio, de la oposición sólo se advierte que no se le cae o no expresa una provocación propositiva, ni una sola, ni de lejos, por fuera de lo señalado hace unas líneas: acabar con este modelo, restituir la República que nunca dicen cuándo estuvo ni dónde estaría, mandarlos presos a todos, etcétera. Luis Bruschtein lo destacó en su columna de anteayer en este diario, a propósito de ese odio destilado por los barrabravas de las redes sociales que se extiende al corpus argumentativo de la oposición. Su invento “superador” radica en Sergio Massa. Es la más grande construcción mediática de que se tenga memoria reciente tras haberse certificado que todos eran y son un cuatro de copas. Un ancho falso, para ser magnánimos. El intendente de Tigre se benefició con el espectacular negocio inmobiliario de Nordelta, puso unas cuantas videocámaras callejeras para registrar delitos y, a partir de ahí, lo catequizaron como un espécimen de peronista reciclable capaz de ser el yerno que casi toda suegra rogaría. Bien consciente de eso, gracias a los cálculos que apuntan a la imagen de muchacho con buenas intenciones, el propio Massa ya dijo que habrá de mantenerse en “el centro”, sin correrse jamás, por mucho misil que le enfoquen y disparen. Va a los programas de televisión de las madres y las novias, digamos, contando lo que le gustan las pastas domingueras en familia y parloteando lo bueno de no pelearse con nadie. ¿Cómo es en política no pelearse con nadie? ¿Cómo es dejar a todos satisfechos? Desde su propio palo admiten que es imposible descubrirle en Massa una definición profunda respecto de algo, pero muchísimo cuidado con considerar inocente ese perfil: no hay nada más ideológico que hacerse el desentendido. La (parte de la) clase media que compra Massa es la misma que compró De la Rúa, si es por apostar a un modelo con pinta de caballerosidad republicana que no joda sus intereses. Massa es quien acaba de firmar en escribanía que sus legisladores habrán de retirarse antes de suscribir alguna chance de recontraelección de Cristina, como si eso fuese una propuesta de algo. Hubo, en la mismísima derecha comunicacional, quienes fueron capaces de decir, reconocer, que, si un candidato a lo que fuera tiene que ir al escribano para garantizar una promesa, significa que necesita de sobreactuación para que se le crea.

Los dos temas primordiales de la agenda publicada –excluyendo el show interminable del caso Angeles Rawson y el aquelarre del centro porteño por un corte de calles, el jueves pasado– resultan ser los antecedentes del nuevo jefe del Ejército y el acuerdo de YPF con la petrolera Chevron. Sobre el general César Milani no debería tardarse mucho hasta encontrar la verdad de su actuación en la dictadura, aunque lo meneado hasta ahora sea suficiente para asombrarse. No hay término medio entre si este militar fue un represor de aquéllos, según las acusaciones volcadas, y si carece de historial sustantivo al respecto. Los organismos de DD.HH., nada menos que con el CELS a la cabeza, insisten en no contar con elementos probatorios contra Milani. El ministro de Defensa, Agustín Rossi, ya subrayó que es el cuarto ascenso de Milani y que el Gobierno está sorprendido, porque en ninguna de las instancias anteriores se generó semejante cuestionamiento. La base de las imputaciones es el testimonio de un ex preso político, Ramón Olivera, quien señala la participación de Milani en los interrogatorios a que fue sometido en 1977 tras su detención ilegal en La Rioja; también en la captura de su padre, y en la desaparición del conscripto Alberto Ledo. Se sumaría lo injustificado de su incremento patrimonial, pero son cuerdas separadas. Y si se comprueba que Milani fue lo que dicen que fue, al Gobierno no le queda más que retroceder sobre sus pasos y reconocer que se le escapó la tortuga. Pero lo asombroso es que nadie se dio cuenta de lo que sería su prontuario. Que Ramón Olivera aparece como acusador de la noche a la mañana, por mucho que deba contemplarse la invisibilidad de que son víctimas las denuncias habidas desde el interior profundo. Y que es más llamativo todavía observar a todos los medios de la oposición concentrados en el asunto.

En cambio: el tema YPF-Chevron puede someterse a apreciaciones subjetivas que, sin embargo, en algún punto, contactan con las eventuales especulaciones electoralistas de la cuestión anterior. Por empezar, es cierto que hace ruido haber nacionalizado la compañía petrolera y ahora establecer un convenio con la firma que supo fundar Rockefeller. No hace al romanticismo del relato oficial, por más que, igualmente, las cosas no son como dijeron que son. Los tipos tienen que invertir una montaña de dólares para llevarse, en la mejor de las probabilidades, un porcentaje menor al cabo de cinco años. Aportan el asesoramiento, el know-how, pero el trabajo técnico, los equipos, la dirección, los tiene YPF. No porque lo haya dicho Axel Kicillof. Porque es lo que se firmó. La existencia de “cláusulas secretas” –hasta donde se conoce– es una chicana. Y lo concreto es que alguien tiene que sacar el combustible para hacer funcionar económicamente el mediano-largo plazo, salvo que quiera anclarse en una cosmovisión algo extraña. La clave es si dirige el Estado o las corporaciones, mientras se acepte que lo estatal viene jugando, más o menos, a favor de las necesidades de las mayorías. Empero, como en tantas otras oportunidades, puede proponerse el juego de que todo lo que se cuestiona con tanta fruición es aceptable y hasta pasible de acuerdo firme. Para el caso, que acordar con Chevron es traición kirchnerista a la dialéctica propia. Y que el episodio Milani desnudaría las contradicciones de la “fábula” oficial, acerca de la política de derechos humanos. ¿Qué queda? ¿Creer que los medios y dirigentes opositores están sensibilizados con la lucha mapuche en el reducido terreno de Vaca Muerta sometido a exploración? ¿Creerle indignación antidictatorial a Morales Solá? ¿Aceptar que la maquinaria de destrucción contra el oficialismo proviene de un repollo que crece de casualidad los domingos a la noche? ¿Asimilar que motorizan las denuncias contra Milani quienes se manifestaron repodridos de seguir hablando de la dictadura?

¿Cómo se hace para no coincidir con la Presidenta cuando dice, como dijo en público, que son la Gata Flora? Si el que apunta que estamos entregando la soberanía por haber acordado con Chevron es Pino Solanas, pongámosle que es discursivamente coherente. Lo mismo si vocifera Altamira, o alguna agrupación universitaria con oratoria de izquierda radicalizada. Pero si el dedo acusatorio es de Carrió, de Prat-Gay o de Adolfo Sturzenegger, quien supo proponer la privatización del Banco Nación y de la recaudación estatal (ver archivos del diario La Nación, ediciones del 1/10/2000 y 5/09/1999, respectivamente), esto es una comedia patética. Insuperable. Terminal. Otro que habló de “un país de rodillas” es Martín Redrado, designado por Carlos Menem al frente de la Comisión Nacional de Valores en 1991. Prat-Gay, tras la aprobación de la ley 26.671 que estatizó YPF, expresaba a comienzos de mayo de 2012 que “el proyecto propone inversiones extranjeras, pero difícilmente vengan mientras se haya intervenido una empresa sin aval judicial...”. Un columnista de lo que se llama “la Corpo” escribió, citando fuentes innominadas, que el acuerdo de YPF con Chevron frena inversiones externas porque –entre motivos varios– hay cuestionamientos de comunidades indígenas. Es maravilloso: el establishment preocupado porque los indios están cabreros. Cambió la seguridad jurídica. Antes era que el FMI enviaría todos los jinetes del Apocalipsis si el país osaba enfrentarlo. Ahora es que la juridicidad internacional puede favorecernos en la medida en que Argentina respete derechos de los pueblos originarios. ¿Están hablando en serio? ¿El gorilaje, los menemistas, la muchachada de las AFJP, inquietos por la entrega de la soberanía energética? No jodan.

Natalio R. Botana, “columnista invitado” en Clarín del domingo 14 de julio último, dice que “el reparto equitativo de bienes públicos (educación, seguridad, salud, transporte) se desperdicia en medio de incompetencias, corrupciones y pérdida de vidas”. Se queja, enroscado en una prosa de difícil acceso que disimula relativamente bien la necesidad de acabar con, diríase, estos negros que mejoraron sus condiciones de vida. Botana. Apellido ilustre, o lustroso. Pero ni ese tipo de apellidos les sirve ya para ocultar que lo que no soportan es tener un negro abajo que suba o haya subido un poco, un poquito, un algo.

Es en esa tensión que se juega lo que empieza a votarse dentro de unos veinte días.

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