EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario de Casas *
[....], en los hechos históricos hay que distinguir todavía más entre las frases y las pretensiones de los partidos y su naturaleza real y sus intereses reales, entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son.
K. Marx, El 18 Brumario
Cuando se analiza en profundidad la situación política nacional, se comprueba que hay sólo dos proyectos en pugna, que las distintas expresiones opositoras al Gobierno son esencialmente lo mismo: las diferencias entre ellas son tan irrelevantes que prácticamente se limitan a las características personales de los candidatos. Si únicamente se prestara atención a estos matices de la puja que se definirá en agosto y octubre próximos, se caería en una superficialización cuyas consecuencias se harían sentir por mucho tiempo en los más variados aspectos de la vida nacional.
Se comete un error al afirmar que “sólo los une el rechazo al kirchnerismo”: son sus coincidencias ideológicas, políticas y económicas –que convergen en los intereses de los sectores dominantes– las que los llevan a oponerse al proceso iniciado en 2003.
Que expresiones de la izquierda y la derecha se opongan –en ocasiones formalmente aliadas– a los movimientos populares no es novedad; todo lo contrario, se trata de una constante histórica cristalizada en más de cien años, que se ha pretendido –y se pretende– justificar recurriendo a la importación enlatada de ideologías, sin considerar la historia, idiosincrasia y situación de nuestro pueblo en el concierto de las naciones. Así, dado que las gestas del ’16 y del ’45 del siglo pasado no acataron los mandatos de Moscú ni del liberalismo conservador, fueron calificadas de fascistas por izquierda y por derecha.
La única diferencia con lo que vemos en estos días es que ahora todos se oponen desde aquel liberalismo que no penetró en estas comarcas como ideología progresista. Por un lado, fue copia del modelo anglosajón y, por otro, en tanto ideología de la Europa colonizadora, un medio de opresión y dominio envasado con el rótulo de democracia y libertad. Su obra maestra fue el orden jurídico instituido en 1853, cuya filosofía defienden hoy ruidosamente las oposiciones institucionales, la Iglesia Católica y otras corporaciones que no tuvieron problemas en violentarlo cada vez que resultó conveniente a sus intereses.
Apenas se apoyan los pies en la realidad histórica, se comprueba que la libertad declamada no ha sido más que la libertad del Estado liberal que, tras su abstracción jurídica, era la voluntad concreta de los sectores dominantes, por más que se la suavizara con los dulces de la ética y la moral. Esto es, nada más y nada menos, lo que se está rompiendo desde 2003, generando la feroz reacción de esos sectores, que ha alcanzado extremos insospechados y tiene su emblema en la resistencia del Grupo Clarín a cumplir con la ley de servicios audiovisuales.
Consecuencia directa de este estado de cosas es que cuando el Gobierno dice democracia, está hablando de una respuesta histórica, concreta, destinada a conseguir el máximo bienestar del pueblo entero, pero identificando ese vocablo primordialmente con las aspiraciones e intereses de los sectores más vulnerables. La primera implicancia consistió en rechazar desde un primer momento la utilización del concepto de democracia para enmascarar las contradicciones principales que enfrentaba la Nación, lo que llevó a definir claramente la posición del país frente al imperialismo –cualquiera fuera el Estado imperial y avanzar en la realización de transformaciones estructurales que quebraran las desigualdades sociales, esas que Rodolfo Walsh definiera como “miseria planificada” en su imprescindible “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”. Las políticas económica y social fueron mejorando las condiciones de vida de millones de compatriotas, poniendo a su alcance una libertad real, no etérea.
En esta línea se inscribieron iniciativas clave del Gobierno, siempre objetadas y la mayoría de las veces rechazadas en el Congreso o judicializadas –es decir ahogadas en el pantano del conservador aparato judicial– por el arco opositor, parapetado en los dogmas de 1853.
Así, libertad y democracia constituyen conceptos de diferenciación fundamental entre el proyecto que se viene realizando en los últimos diez años y el que proponen las oposiciones formales.
Estamos ante una opción que no deja lugar para las medianías: la profundización del proceso en marcha o el retroceso a experimentos que han sumergido al país en el atraso y a las mayorías nacionales en la frustración. Si se tomara el primer camino, la teoría y la experiencia histórica no sólo justifican, sino que exigen una reforma constitucional: cuando una Constitución ha perdido vigencia porque la realidad se ha despegado de ella, debe abandonarse la ficción. Se impone adecuarla a la nueva situación, de tal manera que siempre sea para los gobernados lo que Maurice Amos dijo de la Constitución inglesa: una religión sin dogmas.
* Ingeniero civil, presidente del ENRE.
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