Lun 26.08.2013

EL PAíS  › OPINIóN

Medios, gobiernos y ciclos

› Por Eduardo Aliverti

Parece, o hasta se da por sentado, que hay dos factores de profunda relación entre sí: la efectividad de las denuncias mediáticas sobre corrupción oficial en el resultado de las primarias, y cómo éste incide en que se hable casi sin parar de “fin de ciclo”. ¿Cuánto hay de cierto en esa secuencia? Y si fuera veraz, ¿puede proyectársela de modo tan terminante hacia el mediano y largo plazo?

Una avalancha de prensa le atribuye al Gobierno ser un antro de ladrones, lavadores y amigos favorecidos. Pero, al solo efecto de probar o no las hipótesis en danza, debe hacerse el esfuerzo de apartar si se trata de denuncias periodísticas serias o de un conjunto de operaciones políticas basadas en el denuncismo como práctica de demolición, con poco o ningún rigor profesional. Es un esfuerzo antipático, porque es muy grande la tentación de detenerse en que una gran mayoría de lo imputado queda en agua de borrajas. Incluso, algunos o varios de los presuntos y descomunales destapes se caen no ya a las pocas horas de producidos, sino en el mismísimo momento, por simple imperio del sentido común. El capítulo de Cristina y su comitiva en las islas Seychelles es al respecto una obra maestra, hasta ahora insuperada. Que haya una escala técnica de dos días, en un viaje presidencial, es de por sí un atentado contra toda lógica y, de hecho, se derrumbó papelonescamente con el mero apunte de que el par de jornadas fueron en verdad 13 horas (lo cual es al margen de que el comunicado oficial aclaratorio incurrió en desmesuras terminológicas, para gusto de este columnista). Sin embargo, la grosería de ese pifie periodístico –suponiendo que sólo haya consistido en una equivocación insólita, pero equivocación al fin– es nada, literalmente nada, al cotejarla con la cumbre de su sinsentido. Expresado con lenguaje algo vulgar, ¿qué hay que tener en la cabeza para creer que un jefe de Estado es capaz de echarse dos días, 13 horas o algunos minutos, en unas islas del océano Indico, con el fin de certificar personalmente que su ruta de plata sucia está a buen resguardo? No hay adjetivo que alcance para quienes puedan dar por buenos delirios de ese tamaño, pero es en ese punto donde radica el esfuerzo propuesto hace unas líneas: no se trata de que el bartoleo de denuncias sea cierto, y ni siquiera verosímil, sino de su capacidad para convencer a las gentes, muchas gentes, de que el “paquete” de pudrición apuntado les ratifica su sensación de hastío. O disconformidad. Es un serrucho ascendente. Una gota horadante tras otra, a cada rato, en cada cobertura de cualquier episodio, tras las que termina sin importar qué sería lo evidente y qué lo apócrifo, porque la única urgencia es sumar(se) basura. La conjetura o convicción es que esa prédica surtió efecto y que fue poco menos que decisiva para provocar una sangría de votos en el oficialismo, tanto por la espectacularidad muy bien trabajada con que se la despliega como por un público a priori y potencialmente receptivo. Todo ello vendría a ser corroborado –entre otras constataciones– por la cantidad de asistentes a los caceroleos y por la vacuidad de sus señalamientos, reclamos, consignas e insultos, que son copia fiel de lo generado desde los medios de la oposición.

La firmeza de esas deducciones merece ser puesta en duda, sin que tampoco corresponda descartarlas por completo. Comparados los números de las primarias con su equivalente relativo más próximo, que no son las presidenciales de 2011 sino las legislativas de 2009, el Gobierno retuvo su condición de primera minoría nacional bien que con una pérdida significativa. En la CABA, los votos a sus candidatos anduvieron alrededor de lo esperado, con cifras mejores que hace cuatro años y tratándose de una ciudad cuyo componente gorila histórico exime de mayores comentarios. En “la provincia”, el kirchnerismo fue vencido con claridad pero lo más significativo es su derrota en algunos bastiones del conurbano que en buena parte se mudaron a Massa. Se reitera una pregunta ya formulada en esta columna, hace una semana: ¿puede pensarse sin más ni más que esos votos se perdieron por la influencia de las denuncias mediáticas sobre corrupción gubernamental? Los relevamientos en esas zonas no apuntan ahí, sino al tándem inseguridad/inflación –en el orden general– y a deficiencias severas en la gestión de sus intendentes. Y en el resto de los distritos donde perdió el kirchnerismo, prácticamente no hay ninguno en el que deje de observarse como central el peso de causas locales y regionales. ¿Hasta qué punto, entonces, resultó clave el influjo de la podredumbre institucional que cuentan los medios y algunos de sus personajes en particular? ¿Acaso no había ya esa “cadena nacional del desánimo” en 2009 –aunque centrada en el conflicto con “el campo”– y mucho más en 2011? Más parecería que, en todo caso, el ascendiente del ¿lanatismo? opera como cristalizador de tendencias asentadas en su furia o proclives al enojo contra el Gobierno. De todas maneras, en aras de la secuencia descripta al comienzo, también podrían ignorarse esas observaciones: dar por cierto que las denuncias de corrupción y su espectacularismo jugaron, juegan y jugarán un papel clave. Y a partir de allí ensayar su proyección, porque si hay algo seguro es que la suma de los rejuntados opositores –eso que se denomina la mayoría de argentinos que no votaron al Gobierno– ganó precisamente por juntada de bronca o disgusto, cualesquiera fuesen su motivos; y no por erigirse con un proyecto alternativo explicitado con claridad. ¿O alguien tiene noticias de que alguna de las fuerzas o postulantes de la oposición haya propuesto algo?

Con el resultado puesto, aunque sólo hayan sido primarias y siendo que para octubre todo indicaría una acentuación del voto adverso al kirchnerismo, se reforzó el recitado del fin de ciclo. Porque de verdad que es eso. Una entonación, casi automática. En primer lugar, cabe recordarle a tanto dirigente e intelectual perezoso que los gobiernos y los ciclos no son lo mismo. Y después, que, por carácter transitivo, la clausura de los primeros no significa necesariamente el cierre de los segundos. La dictadura concluyó en 1983 como etapa de administración militar y barbarie procedimental. Pero su ciclo, en cuanto a ejecución interna de la valorización financiera y globalizada del capital, recién acabó con el default de 2002 y la llegada del kirchnerismo un año más tarde. El interregno de Alfonsín supuso la reconquista de las libertades civiles pero no pudo contra el ciclo internacional de la economía, que el menemismo reacomodó con fiereza a través de la subasta del Estado. Y cuando el menemato terminó, tampoco debió hablarse de fin de ciclo porque el esperpento de la Alianza sólo implicó la fantasía de que terminar con la corrupción estatal conlleva hacerlo con la estructural de un modelo. En ese aspecto, el panorama de hoy reproduciría, justamente, a la decadencia gubernamental menemista y a la búsqueda de reemplazo por una opción que no alterase la sustancia modélica sino que representara, apenas, la liquidación de una manga de chorros. ¿Eso es fin de ciclo? Véase a España. Con un conservadurismo salvaje en el poder, tributario del desencanto tras las timbas y burbujas que dejaron un país con cerca de 30 por ciento de desocupados, ¿a quién se le puede ocurrir que con el PSOE derrotado en las urnas hubo un fin de ciclo? Salvo, claro, que se le llame así a un ajuste bestial, por la sola circunstancia de que la fiesta del capital financiero, montada en las ilusiones de las clases trabajadoras que ahora sufren desempleo masivo y el remate de sus viviendas, se transformó en un reapriete de cinturón explícito. ¿Eso sería fin de ciclo? ¿A favor de quiénes, con cuáles medidas? Porque, dicho sea de paso, ¿no se nota que cuando hablan de fin de ciclo no dicen una palabra acerca del ciclo que le sobrevendría? ¿Por qué dejan, así, que la frase sea apenas eso, una frase? ¿Porque no tienen claro cómo completarla con definiciones rigurosas o porque no les es conveniente hacerlo?

Punteada muy brevemente la diferencia elemental entre gobiernos y ciclos, aparece la cuestión de si una derrota del gobierno kirchnerista, en 2015, supondría el cese definitivo de la experiencia estatalista inaugurada en 2003, con mejor distribución de la justicia social, con mayor apuesta de la economía al desarrollo del mercado interno, con algunas políticas activas muy marcadas en esas y otras direcciones reparadoras (hablamos de 2015, y no de octubre venidero, en función de que tampoco tiene sentido detenerse en las enfermizas predicciones de los comunicadores que convocan a meterse debajo de la cama, porque se viene el caos, si el Gobierno pierde claramente las legislativas). Está en disputa. El oficialismo tiene un desgaste natural, su figura máxima e incluso excluyente no puede ser candidata, hay errores de diversa índole y los logros de una década están incorporados al paisaje cotidiano. Por esos orificios se puede colar –no tranquilamente– una variante peronista de derecha presentada como light, que intente retroceder, en forma paulatina pero decidida, sobre todo lo alcanzado. No le será fácil y no solamente por la fuerza popular que acumuló el kirchnerismo, sino porque el contexto de la región no favorece ni favorecería el retorno de salvajadas neoliberales.

Es una posibilidad, claro que sí, pero de ningún modo es una certeza, al estilo de lo que pregonan los recitadores del fin de ciclo. Puede ser que eso les dé algún rédito. Pero si es por solidez intelectual, es tan blandengue como creerse a la política cual lecho de rosas gracias a la semillita que dará sus frutos sin afectar a nadie.

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