EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
Lo contrario a la mano dura no es la mano blanda. Lo contrario a la policía brava no es la eliminación de la policía. Los países que tienen los índices más altos de delincuencia, como México, Honduras y Colombia, tienen policías bravas. En esos países, la delincuencia creció con mano dura y policía brava. Lo opuesto a esa política no es la inacción, sino respuestas más complejas y abarcadoras. En la idea primigenia de policía, las confesiones se podían arrancar por medio de la tortura. La eliminación de la tortura, teóricamente en la Asamblea del año XIII en Argentina, no se decidió solamente por humanismo. Se abolió esa práctica, por lo menos en el plano teórico, porque también era inefectiva y se condenaban más inocentes que culpables. O sea, había más delincuentes en libertad, en las calles, que es lo que se trataría de evitar.
La tortura es un hecho extremo, pero lo mismo sucede con todas las formas que puede asumir el abuso policial con la famosa policía brava, como las detenciones arbitrarias o la implantación de pruebas. La policía brava lleva asociada, a su vez, una Justicia indolente, pasiva, más inclinada a esconder y justificar esos abusos que a administrar justicia para las víctimas de actos delictivos. En conjunto, la policía brava deja afuera, en las calles, más delincuentes que una fuerza policial que respete las garantías individuales.
Lo opuesto a una policía brava no es el “garantismo”, sino una policía profesional que respeta las garantías individuales porque no necesita avasallarlas para encontrar a los delincuentes. Arrancar confesiones a golpes o implantando pruebas no implica encarcelar delincuentes. Muchas veces los delincuentes quedan en libertad porque esas pruebas no pueden ser aceptadas en los juzgados y muchas veces los inculpados de esa manera no son los culpables. Una policía brava transgrede los derechos humanos, pero además es ineficiente desde el punto de vista de la llamada inseguridad.
Una policía profesional es un cuerpo con formación técnica de excelencia, bien pago y equipado con tecnología de punta. Las policías están implantadas en la frontera con el delito. Por su propia función ocupan necesariamente ese lugar pegado a la línea que traza la ley. La policía brava hace su propia ley, por lo tanto desprecia a la que se aplica en el resto de la sociedad. Y de esa manera también es más vulnerable para la corrupción, como ha sucedido con las policías de las provincias de Córdoba y Santa Fe.
Al igual que otros procesos sociales, el delito en estas nuevas sociedades tiene raíces culturales y socioeconómicas diferentes al de otras épocas. Las nuevas tecnologías y modos de producción en los procesos económicos han generado formas sociales y desigualdades diferentes a las del capitalismo industrial. La importancia y propagación de los medios de comunicación de masas y las lógicas que los penetran producen a su vez expresiones culturales que interactúan con esas nuevas formas sociales. Pero, además, las nuevas tecnologías y procesos culturales han proyectado a escalas masivas y muy tecnificadas delitos como el narcotráfico.
Frente a esos nuevos escenarios no se puede discutir las problemáticas del delito o la inseguridad con los antiguos discursos reaccionarios o progresistas, porque incluso habría que incorporar estrategias de difusión, educación en las escuelas y hasta protocolos mediáticos para informar sobre los delitos sin provocarlos ni promover su extensión como ocurre en la actualidad. Tampoco se puede pensar la policía en los mismos términos de siempre y mucho menos como un matón con garrote, de mano dura y gatillo fácil. Además de violentar los derechos humanos, esa clase de policía solamente puede servir para delitos elementales y está más predispuesta para la corrupción. Los delitos complejos la exceden.
Los escándalos policiales en las provincias de Santa Fe y Córdoba tienen esa connotación: un delito poderoso como el narcotráfico frente a policías débiles y conducciones políticas sin políticas o con políticas tradicionales, que son seguir la inercia que les ponen las jefaturas policiales para no tener problemas. El narcotráfico es un delito que mueve grandes sumas líquidas, que está muy extendido, que tiene gran capacidad de corrupción, que involucra a grandes cantidades de bandas de pequeños traficantes y soldados o sicarios que tienen un beneficio mayor que el que tendrían en un empleo honesto. Es un delito que propaga a su vez nuevas situaciones delictivas a lo largo de todas las instancias, desde la cosecha en otros países hasta las distintas etapas del transporte, la producción, la comercialización y el lavado de dinero que pueden realizarse en el país. Esas actividades tan extendidas requieren, entre otras complicidades, asociaciones con financistas y empresarios, protección policial y cobertura judicial.
Los jefes policiales encargados de la lucha contra el narcotráfico en Santa Fe y Córdoba eran los que, presuntamente, se encargaban de darles protección a los traficantes. En el caso de Santa Fe, la guerra entre las bandas de los narcos ya había llegado a afectar a los militantes sociales de las barriadas populares, varios de los cuales fueron asesinados por sicarios.
Como son provincias gobernadas por partidos de la oposición, en ambos casos trataron inicialmente de darle un matiz político y acusar al gobierno nacional de inflar las denuncias. En Córdoba se atacó también al fiscal que encabezó valientemente la investigación. Pero las pruebas en ambos casos son abrumadoras con más fuerza de la que se necesita para abrir una causa en los tribunales.
Al renunciar, el jefe de la policía cordobesa, Ramón Frías, y el ministro de Seguridad, Alejo Paredes, expresaron que lo hacían para evitar que el escándalo ensuciara al gobierno de José Manuel de la Sota. Frías expresó también su malestar porque aseguró que se quería usar el caso de los narcopolicías para atacar a toda la institución. Esas expresiones, como intentos exculpatorios, hicieron más opaco el papel de ambos funcionarios que no pueden evadir, al menos, la responsabilidad institucional que les cabe, al igual que el gobierno provincial.
El gobierno nacional ha soportado campañas mediáticas muy fuertes por la problemática de la seguridad. La oposición, sobre todo en la provincia de Buenos Aires, centró gran parte de su campaña reciente en esta cuestión. Pero los escándalos de altos jefes policiales acusados de connivencia con el narcotráfico se produjeron en dos provincias donde gobiernan fuerzas de oposición de distinto signo que cuestionan al gobierno central por este mismo tema. En Córdoba está el peronismo disidente al que más o menos representan Francisco de Narváez y Sergio Massa en el escenario bonaerense. En Santa Fe lo hace el Frente Progresista Cívico y Social, la alianza entre radicales y socialistas que también compite en Buenos Aires.
No hay fuerza política, incluyendo al kirchnerismo, que pueda vanagloriarse de haber superado esta problemática. Y no hay política de seguridad que no incluya una estrategia para sus fuerzas de seguridad. La herramienta tiene que adecuarse al objetivo. Los gobiernos de Córdoba y Santa Fe nunca se plantearon reformas ni reorganizaciones o replanteos de sus fuerzas policiales, las que permanecieron intocadas durante años. En el caso cordobés, los dos funcionarios renunciantes eran a su vez policías. En el gobierno bonaerense hubo intentos de reestructurar a la fuerza policial más grande y conflictiva como es la bonaerense. Y el más importante fue la reestructuración que implementó León Arslanian. No fue tampoco una solución definitiva, porque también implicaba la aparición de nuevos problemas. Y finalmente fue limitada.
La oposición reclama resultados que no tiene en los distritos que dirige. En situaciones electorales como la actual, esos planteos recrudecen y se instalan mediáticamente como si alguien tuviera una solución mágica que a veces consiste en la colocación de cámaras o en debates parciales sobre la edad de imputabilidad. Los escándalos policiales en Córdoba y Santa Fe demuestran que sobre este tema no existen soluciones mágicas, únicas ni inmediatas y que hace falta un diagnóstico que abra la puerta a nuevas estrategias.
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