EL PAíS › OPINION
› Por Luis Fernando Niño *
En una de sus obras más difundidas, Mircea Eliade describía las dos tentativas de “abolir” la historia asumidas durante siglos por las mentalidades primitivas: la regeneración periódica, que permitiría consumir el pasado y eliminar los males y los pecados mediante el regreso continuo a un acto arquetípico o cosmogónico, y la regeneración histórica en virtud del supuesto carácter cíclico de los acontecimientos, susceptibles de integrarse en un consolador sistema de grandes ciclos cósmicos.
La clase política argentina, genéricamente considerada, ha encarado el problema de la inseguridad urbana, suburbana y rural con la tosquedad de esas mentalidades arcaicas. Y, como en los rituales descriptos por el investigador rumano, erigió y continúa erigiendo un mítico chivo expiatorio, representado por los niños de catorce y quince años de edad, causantes hipotéticos del aumento de aquel factor negativo de la vida social. Ello, pese a la sensatez de voces autorizadas como la de Nils Katsberg, quien –en su carácter de director regional de Unicef para América Latina y el Caribe– puso de relieve, cuatro años atrás, la insignificante incidencia de individuos de tales edades en la delincuencia violenta registrada.
Los propulsores más francos de una rebaja en la edad de imputabilidad penal no se avergüenzan de sostener, para fundar su iniciativa, que el uso de computadoras, videojuegos y teléfonos celulares por parte de los chicos es muestra clara de su precocidad intelectual, desoyendo las advertencias de psiquiatras y psicólogos expertos en materia infantojuvenil acerca de un estancamiento en la evolución psíquica de dicha faja etaria por la interferencia de esa parafernalia de imágenes programadas por adultos y apenas digitada hábilmente por sus usuarios, empobrecidos en su capacidad crítica por el paralelo abandono de la lectura como fuente generatriz de conceptos, juicios y razonamientos.
Otros, más cautos pero tan entusiastas como los anteriores, se sirven de la superación de la falacia de un sistema de patronato estatal que privó a los niños de las garantías del debido proceso contemplado para los transgresores adultos, intentando convencernos de que la única manera de reparar semejante situación es introducirlos desde los catorce años en un “nuevo” sistema de responsabilidad penal juvenil que, desde su propio enunciado, desnuda su real visión dicotómica: “Políticas sociales inclusivas para niños y adolescentes víctimas, y severidad con justicia para los adolescentes victimarios”.
La asociación de severidad con justicia no se comprende, si de lo que se trata es, meramente, de hacer justicia a los menores, tras casi un siglo de una falaz tuición estatal. Paralelamente, apelar a síntesis como “políticas sociales inclusivas para niños y adolescentes víctimas y severidad con justicia para los adolescentes victimarios” implica soslayar la génesis socioeconómica de las transgresiones protagonizadas por estos últimos, reveladoras de que lo que faltó, falta y seguirá faltando, si los poderes públicos se conforman con el expansionismo punitivo para aquietar las aguas de la inseguridad, han sido, son y muy posiblemente serán las políticas de inclusión social cuya implementación habría evitado –y evitaría en el futuro– la transformación de esos adolescentes en los “victimarios” a enfrentar con la reclamada severidad.
El fallido Estatuto del Niño y el Adolescente de Brasil, tras veinte años de vigencia, debería servir de ejemplo de lo que no debe ser, al evidenciarse en los hechos, así sea de un modo oblicuo o indirecto, como un auténtico sistema de responsabilidad penal para niños mayores de doce (!) años, administrado por jueces carentes –por regla– de formación especializada y devotos tardíos del paradigma del menor como objeto de protección y control. Llamar “acto infractor” al injusto penal, o “abrigo en entidad”, “acogimiento institucional” o “internación en establecimiento” a la privación de libertad nada cambia, si la situación no difiere en alto grado de la prisión padecida por un sujeto adulto y la medida es adoptada a partir de la pretendida capacidad del “adolescente” de 12 a 18 años, más allá de la proclamación legal de su inimputabilidad que aquel Estatuto contiene.
Los niños requieren, por su diferente situación psíquica y emocional, algo distinto a su mera equiparación a los adultos en materia de garantías procesales: un abordaje interdisciplinario que interprete científicamente los rasgos de su comportamiento y brinde respuestas racionales a su problemática; y ese abordaje debe tener lugar en un fuero juvenil sin otras adjetivaciones, modelado para atender a tan delicada y proficua actividad.
* Profesor de la Facultad de Derecho (UBA).
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