Lun 23.09.2013

EL PAíS  › OPINION

Convicciones

› Por Eduardo Aliverti

¿Es recomendable extraer o profundizar ciertas conclusiones políticas “macro” a partir de hechos y actitudes que se muestran como pequeñeces? Seguramente, hay ejemplos que tientan a una contestación afirmativa y otros que no. Veamos qué sucede con los siguientes.

Las recientes elecciones correntinas, si bien es cierto que cada distrito tiene componentes locales capaces de transformarlos en mundos propios, invitan a algunas observaciones dignas de ser contempladas con una lupa más amplia. Ricardo Colombi, el gobernador triunfante, fue presentado antes de esos comicios –y, sobre todo, después– como un radical “puro”, clásico. Su propio partido lo reivindica como tal, al sumarlo cual ejemplo de un incipiente reverdecer de la UCR. Sin embargo, supo estar –casi– cabeza a cabeza con Julio Cobos, en 2007, cuando se punteaba quién podía ser mejor candidato a vice de Cristina. Colombi quería a toda costa ser el elegido de aquella intentona de transversalidad mudada a “concertación”; pero a Kirchner le pareció más confiable el mendocino, en uno de los pocos y más notables errores de su percepción, aunque nada pruebe que el correntino hubiese significado lo contrario. De hecho, cuando el conflicto con “el campo”, un año después, los diputados de Corrientes se alinearon con la algarada chacarera y fueron infructuosos los esfuerzos de Colombi por demostrarle a Olivos que la situación se le había ido de las manos. Ahora, los radicales ganaron la elección pero el esquema de alianzas a que debieron o quisieron recurrir para hacerlo es, francamente, impresentable. La gran o inmensa mayoría de las crónicas y analistas que dieron cuenta de la victoria radical en Corrientes optaron por obviar que fue a través de una ensalada con gente de De Narváez, los Rodríguez Saá, lo que quedaba del ARI fundado por Carrió, los Romero Feris, el partido creado por Cavallo, los socialistas de Binner y, si es que hiciera falta una yapa despampanante, los otrora nac&pop de Libres del Sur. Fue así que ganó Colombi, despertando inmensas dudas acerca de qué ocurrirá en la Legislatura provincial cuando ese rejuntado, poco menos que indescriptible, deba funcionar como un todo homogéneo capaz de garantizar la dichosa gobernabilidad. Por la inversa, el 45 por ciento obtenido por Camau Espínola, en nombre del Frente para la Victoria, representa un voto bastante o mucho más firme que el de quien se ofertó como “purista” de un ideario republicano-federal, sin otra convicción que la de un antikirchernismo explícito. De mínima, es atendible considerarlo de esa forma. Tampoco se trata de estimar más de lo debido, numéricamente, a una provincia que no llega al 3 por ciento del padrón nacional (2,4). Pero sí, tal vez, de ensayar algunas proyecciones que, al margen de las particularidades de cada distrito o zona, hacen a los proyectos políticos en danza a nivel nacional. Y a la verdadera fortaleza y convicciones –o no– de sus protagonistas.

Sergio Massa, sin ir más lejos, viene recolectando “voluntades” entre una serie en la que se juntan peronistas opositores y ex kirchneristas despechados. Unos y otros estaban a la espera del surgimiento de alguna figura que amparase su necesidad de reinstalarse, bajo una sombra de poder o de expectativas favorables. El intendente de Tigre se las brindó, desde la más espectacular construcción mediática de que se tenga memoria en cuanto a aspiraciones presidenciales, aunque, por el momento, con un alcance que se limita al contorno bonaerense. Mauricio Macri, quien tenía ínfulas de un peronismo que acabara por rendirse a sus pies, jamás terminó de arrancar. Y por fuera del universo peronista no hay nadie en condiciones de garantizar el liderazgo que ese espacio y la sociedad requieren; a menos, claro, que algún escenario hoy impensable lleve a la reedición de un experimento como el de la Alianza, tras la decadencia del menemato. De manera contrafáctica, respecto del peronismo y tanto en el oficialismo como en la oposición en general, abundan (todos en voz baja) quienes sostienen que con Kirchner no se hubiesen escapado tantas tortugas. Dicen que él, mucho más ducho u osado que Cristina para manejarse en el barro de los sapos a tragar si es que de veras se habla de ejercer el poder y no de comentarlo, habría sido mucho más inteligente a fin de impedir fugas evitables: barones del conurbano, sindicalistas varios y algunos gobernadores. Pero también llega a adjudicársele a Kirchner la supuesta propiedad de que no se corriera el mismo Massa. Es una hipótesis estimable. Si no en todo, en buena parte. Igualmente, si es por suposiciones inservibles podría regir la de un Kirchner candidato que no permitiría hablar de “fin de ciclo”. La realidad estricta es que las cosas se dieron así –lo cual no significa que el Gobierno no deba corregir sus serios errores de construcción política– y que, al fin y al cabo, lo verdaderamente importante es cómo se sigue desde lo que hay. Y lo que hay, a esta altura –hace rato– y de piso, son dos alternativas: profundizar el modelo, la energía, la orientación, como quiera llamársele al kirchnerismo, aun a costa de perder en las urnas, u optar por un cambio dramático, a corto o mediano plazo, que disfrazan de moderado.

El sociólogo y cientista político Emir Sader, uno de los intelectuales más prestigiosos de la región, habló de algo o mucho de esto en su columna “La continuidad posneoliberal”, publicada el viernes en Página/12. “Se ha formado una coalición internacional entre fuerzas de derecha y ultraizquierda para atacar a los gobiernos progresistas de América latina, porque el éxito de líderes como Hugo Chávez, Lula, Dilma, Néstor y Cristina Kirchner, Evo Morales, Rafael Correa, Pepe Mujica (...) hacía insostenibles sus posiciones (...). Era insostenible para ellos que Carlos Andrés Pérez, Acción Democrática y Copei fracasaran, y que Hugo Chávez funcionara. Que Cardoso hubiera fracasado y Lula funcionara. Que sus queridos Carlos Menem y Fernando de la Rúa hubieran fracasado espectacularmente y que Néstor y Cristina hayan funcionado. Que Sánchez de Lozada hubiera salido del gobierno expulsado por el pueblo, para refugiarse en Estados Unidos, y Evo Morales funcione. Que los gobiernos de derecha, en Uruguay, hayan fracasado, y los del Frente Amplio funcionen. Que lo mismo pase en Ecuador, con el éxito de Rafael Correa (...). Según la receta neoliberal y la de la ultraizquierda, esos gobiernos no podían funcionar. Tenían que fracasar para demostrar la verdad del `pensamiento único’ y del Consenso de Washington (...). En la realidad, los pueblos los han escogido y reafirmado como sus líderes (...). Esta situación se ha consolidado de tal forma que las oposiciones, en cada país, no encuentran espacio, ni liderazgo, ni plataformas alternativas. O callan sobre lo que harían en caso de que triunfaran, o confiesan que volverían a las fórmulas neoliberales: menos Estado, duro ajuste fiscal, privatizaciones, política externa de vuelta a la subordinación a los Estados Unidos”. Sader concluye su artículo con una visión quizás excesivamente optimista en torno de la estabilidad de los gobiernos progresistas regionales, porque –y en esencia acerca de experiencias como la argentina– está claro que hay o puede haber pronóstico de tormentas. Y severas. Pero lo que sostiene –y de eso se trata a juicio de quien firma– es que el “medidor” no debe pasar por la permanencia coyuntural de las administraciones de izquierda o centroizquierda, sino por su capacidad de afirmar bases que a la derecha le cueste enormemente derruir.

En una entrevista de este mismo diario, el lunes pasado, a cargo del colega Fernando Cibeira, el filósofo Ernesto Laclau responde lo que sigue a la pregunta de si el Gobierno puede revertir, en octubre, el resultado de las primarias: “Depende de factores coyunturales que no puedo manejar. Pero una política seria y coherente tiene que pensar que hay una guerra de posición, con las fuerzas de la reacción, que no se gana ni se pierde en un día, ni en dos. Lo que hay que conseguir, independientemente de que haya una victoria o una derrota electoral, es que vayan afirmándose las bases, los puntos, desde los cuales una respuesta colectiva, en una segunda oleada, vaya a ser posible”. Antes de esa respuesta, con la que concluye la entrevista, Laclau describió la diferencia sustantiva entre Macri y Massa. “Del macrismo no va a surgir nada en términos de futuro político. El caso de Massa es distinto. La derecha argentina (y sus órganos representativos como Clarín, La Nación y otros) se da cuenta de que ellos no pueden tener un gobierno representativo que sea hegemónico. Entonces, lo que tratan de buscar es una figura desvaída, que de alguna manera parezca vagamente centrista, y que, sin embargo, tenga una base popular lo suficientemente débil como para que ellos puedan reconstituir corporativamente su poder.” En acuerdo con estas definiciones, pinta claro que aspectos en apariencia secundarios u obvios –del tipo de las alianzas que se tejen en el palo no peronista, o la forma de ambulancia recoge-heridos en que construye Massa y sus patrones mediáticos– son en verdad demostrativos de que la derecha acumula como sea, en aras de un objetivo único: acabar con el kirchnerismo en las urnas. Puede lograrlo tranquilamente, montada en sus méritos comunicacionales, en el desgaste natural de una gestión que ya lleva diez años, en los yerros del oficialismo.

El interrogante sería si, frente a esa probabilidad, el Gobierno debe optar por maquillarse, adoptando medidas y modos que lo exhiban más moderado y dispuesto a conceder. O si es cuestión de asentarse en aquellos que, justamente, le permitieron llegar hasta acá con una base de apoyo popular envidiable. Los que pueden ir y venir son los votos. Nunca las convicciones.

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