Mar 22.10.2013

EL PAíS  › OPINIóN

Guerra de guerrillas discursiva

› Por Washington Uranga

Uno de los tantos problemas que afectan la vida política argentina es otorgar valor a algo por quien lo dice sin reparar, en la mayoría de los casos, en lo que efectivamente está diciendo, en la exposición de los hechos, los argumentos y las razones en las que se fundamenta. Esto ocurre de manera particular en tiempos de campaña electoral, donde las pasiones –también las chicanas, las mentiras y las agresiones sin sentido– suelen desplazar con facilidad a la sensatez, al raciocinio y a los criterios que ayudan al discernimiento.

Lejos estamos de reivindicar la “pureza” de la acción política. Tampoco de pedirles a los políticos que tengan “vidas ejemplares”. Está claro que los dirigentes políticos –todos ellos y todas ellas con independencia del lugar que ocupen– están obligados a cumplir su labor con honradez, con transparencia y honestidad. Algo que no es diferente a lo que se le debe demandar al resto de los ciudadanos. No son, sin embargo, los políticos los responsables de determinar acerca de lo bueno y de lo malo. Han sido elegidos para gobernar y para representar a la ciudadanía, y no como ejemplos de moralidad o referentes de autoridad. Otras y otros pueden ocupar, con diferentes argumentos y trayectorias, esos lugares. Y en todo caso la selección de quienes sean elegidos como referentes éticos o morales corresponde a cada ciudadano de acuerdo con sus convicciones personales y con una escala de valores que excede estrictamente lo político.

Pero al margen de ello se plantea otra dificultad de comprensión respecto de aquello que la filósofa española Adela Cortina menciona como “dogmas sociales”. Entre éstos describe aquel que consiste en “creer en la verdad de una afirmación o en la fuerza obligatoria de un mandato únicamente cuando lo formula alguna persona o medio de comunicación que tiene para el receptor un incuestionable prestigio social. Y desde esta perspectiva hay que reconocer que vivimos una época de puro dogmatismo tenebroso, porque nadie se fija en lo que se dice sino en quién lo dice”. Cortina no escribió esto pensando en la Argentina, y tampoco para el tiempo electoral que vivimos, sino en un texto sobre reflexiones ciudadanas editado en 1999. Pero, como si nos estuviera viendo, sigue diciendo: “Ponga la verdad más evidente y más trascendental para el bien de la humanidad en su conjunto en boca de un desconocido, y no logrará que prácticamente nadie le reconozca ni que es verdad ni que es importante. Ponga por contra la mismísima afirmación, sin modificarla un ápice, en labios de un famoso o exprésela a través del periódico oportuno, y se convertirá de golpe en la verdad del siglo, tanto por su esplendor como por su trascendencia” (Cortina, A.; 1999, Los ciudadanos como protagonistas, Galaxia Gutemberg–Círculo de Lectores, Barcelona, p. 76).

Quizá sea mucho pedir en tiempos de fragor electoral que los ciudadanos nos detengamos a pensar en el sentido de lo que escuchamos, en la razonabilidad de las propuestas, con abstracción de quién lo diga. Pero admitamos que tomar decisiones –también decisiones electorales que comprometen el sentido ciudadano– con el principal o único argumento de haber descalificado previamente al vocero suele ser, por lo menos, riesgoso. Cuando no falto de responsabilidad.

En todo caso se trata de juzgar a los dirigentes por sus trayectorias y por la fidelidad o no al mandato que les fue confiado. La ejemplaridad de sus actos en términos personales puede entrar en el dominio de la ética y éste, sin duda, puede ser también un elemento para la decisión final. Pero no el único.

Lo mismo sucede con la parte y el todo. Juzgar al todo por las partes y no tomar en cuenta la complejidad de la construcción es caer en la trampa discursiva que, por falta de argumentos para rebatir el sentido general de los cambios, algunos eligen para minar todo, usando una suerte de táctica que bien podría denominarse “guerra de guerrillas discursiva”: colocar centenares de pequeñas cargas explosivas de discurso. Ninguna de ellas tiene mayor valor en sí misma, pero ejecutadas con habilidad y simultáneamente pueden dar la sensación de que todo está derrumbándose.

Todo es parte de la versión moderna de la política, que se esfuerza por instalar, sistema de comunicación mediante, las partes por el todo y la verdad o no en función de generar empatías o antipatías con quienes las expresan. Las buenas elecciones, en todos los sentidos, demandan una mirada atenta al proceso y la complejidad, con sentido de mediano y largo plazo.

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