EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio González
El crecimiento de la izquierda significa el crecimiento de una cultura. No siempre lo entienden así los partidos de la izquierda, que atribuyen sus éxitos a un resultado objetivo que estaba esperando en las lentas artesanías de la historia, en sus “indicios reales aún no desplegados”, como decía Marx. Los logros electorales no provendrían de la cultura de época, el yacimiento indócil donde yace la “hegemonía” gramsciana, sino del colapso del capitalismo, adecuadamente interpretado por los miembros de organizaciones izquierdistas que leen como cualquier especialista las cifras incipientes del colapso de la arácnida acumulación burguesa. Las izquierdas proclaman que el capitalismo, como estructura fallida, no puede albergar más sus propias creaciones: burbujas financieras, tercerización laboral, pobreza extensa, contratos basura. Allí donde haya o no trabajadores expropiados de su condiciones de trabajo no crecería el ánimo de una inclusión consoladora, sino un deseo de reencontrarse con la raíz y solución del despojo histórico.
Si eso ocurre durante una elección de las que son normales en los regímenes tenuemente social-demócratas –que unen el anhelo tecnológico de las masas, las pedagogías informáticas y el acceso equitativo a nuevos derechos, como a la “información”–, se dirá que el votante se integra al conocimiento de la conciencia productiva y reproductiva de su propia vida. No sé si estos argumentos que reconstruyo tan rápidamente, y probablemente con deficiencias sumarias que se me puedan reprobar, figuran explícitamente en la prensa argentina de izquierda a propósito de cómo produjeron su propia interpretación de estos triunfos inhabituales, como las tres bancas a diputados nacionales o el voto masivo en la ciudad de Salta.
Cuando a veces se postula una “cultura de izquierda”, se sugieren dos cosas. Una que la izquierda surge en diálogo crítico con culturas heterogéneas. Hace alianzas diversificadas y se siente parte de las corrientes internas de la Nación, incluso a veces alentando a clases empresariales a una “desconexión” de la reproductibilidad globalizadora, o a una explícita superposición con zonas del “interés nacional”. Al revés, en el caso de la llamada experiencia del “proletkult”, tema no siempre recordado que incluso un exigente Lenin descartara, imponiéndole luego el “realismo socialista”, se postulaba un cuerpo cultural originario exclusivamente de la máquina, cuerpo y conciencia proletaria, solo perteneciente a ella, aunque capaz de reescribir el surrealismo y otras experiencias estéticas avanzadas. El “proletkult” es consecuencia del autómata central técnico tomado por los trabajadores para generar una cultura propia.
Este momento de crecimiento electoral de la izquierda argentina no está acompañado por ideas tales como una “cultura de izquierda”, pues pivotea sobre la preexistente escena cultural establecida, tal como la fijan los medios masivos de comunicación, aunque lógicamente, aplicando interpretaciones de izquierda sobre similares estructuras morales, sentimentales o comunicativas. Es así que tal significativo crecimiento ocurre en el seno de una cultura nacional básica, extremadamente comprometida por todos los signos y omniciencias de la industria cultural, cuyas posibilidades expansivas la propia izquierda no ha descartado en sus campañas.
Esto, por más que más que uno de sus partidos, el PTS, tiene un programa de lecturas más exigentes, y la reciente publicación partidaria de la gran autobiografía de Trotsky puede orientarnos en lo que queremos decir. La participación del gran filósofo norteamericano, el pragmatista John Dewey –un lúcido pedagogo demócrata liberal–, que presidió el juicio en Coyoacán con posiciones tan favorables al creador del Ejército Rojo, lo hizo aludiendo los pensamientos de la cultura humanística universal, relacionados con otros dos juicios. El del oficial francés Dreyfus y el de los anarquistas Sacco y Vanzetti. Se basó en una herencia de la cultura clásica, que el propio Trotsky no desdeñaba, como lo prueba su propia autobiografía. En uno de los números recientes de la revista Ideas de izquierda se propone un comentario escéptico sobre un buen libro de Frederic Jameson, titulado Representar el Capital. El comentario crítico posee un buen nivel y no padece el florilegio de los viejos clisés. Interesa la actualidad del problema que Jameson indica, útil para entender asimismo la actual coyuntura de la izquierda. Cada enunciado en forma demostrativa de Marx es una plusvalía respecto del anterior, con lo cual la totalidad siempre fracasa pero también siempre se insinúa. Piensa cómo el mismo andamiaje de la acumulación capitalista y de ahí las sucesivas y fascinantes posibilidades que le revelan y le ocultan el todo.
La izquierda debe festejar su buena elección en tanto habiendo constituido con ella un hecho social importante para todas las fuerzas políticas. Pero lo que no debe hacer es no tomar conciencia de que en su representación de la totalidad social, sus críticas al progresismo carente de ductilidad histórica, o a los populismos sin conciencia ambientalista, deja en las penumbras muchos implícitos, que no pueden abandonarse al amparo de un saber tácito, de meras tácticas favorables, basadas en el desprestigio de los partidos tradicionales y los rasguidos que “por izquierda” éstos vayan escuchando. No hay izquierda sin muchas de las cosas que la izquierda proclama, pero tampoco la habrá si no toma conciencia de las muchas cuestiones que omite de la conciencia general política de esta época nacional. Estas omisiones son como la incisión secreta, hecha de maneras comunicacionales y temáticas dominantes del capitalismo informático y la plusvalía de imágenes, que también se incrustan en su seno. El crecimiento de una cultura de izquierda entre la proliferación de memorias nacional-populares (en versiones tanto conservadoras como también de izquierda) hace difícil pensar en una izquierda sin autorreflexión ni articulaciones con su propio pasado, aunque se destaca ahora un martirologio sufrido en el interior de una lucha perteneciente a las nuevas tramas del empleo precario. Es su parte del drama nacional, aunque le disguste admitirlo así.
En la historia de las izquierdas escapar del análisis clasista puede ser ruinoso, en la medida que se pierde una intensidad utópica dada por su razón social de origen: representamos a la clase trabajadora transparente y recibimos a cada trabajador como parte de un todo ideal, inmediatamente comprensible. ¿Pero ha arribado de tal modo la conciencia de clase que suturaría o colmaría ese todo? El riesgo de una actitud así, es el tantas veces cuestionado determinismo clasista, o traslaciones miméticas de intereses intelectuales, autoatribuidos por transferencia voluntaria a la esfera del proletariado (famosa crítica de Lukács en 1924 al economicismo marxista). Si la izquierda se concentra en su metafísica práctica, pierde los subconjuntos culturales que la rodean. Si se abre a alianzas concéntricas, puede diluir su significado en nombre de una mayor cosecha electoral.
A lo primero se lo criticó como ilusionismo; a lo segundo como frente-amplismo culturalista. La novedad es que la izquierda puede hacer un papel infrecuente en las elecciones apelando, al parecer, al primer modo: mostrando sus insignias más puras, sus programas antiburgueses, sus políticas de género y sus ataques universales al fetichismo de la mercancía. ¿Se develaría al fin que un amplio período de izquierda de andariveles propios e inmanentes (“vivir con lo nuestro”) llegaría a evitar su ocaso sin bucear los tejidos y enmarañados repliegues de la historia nacional? Crecería sin perder su corazón homogéneo al mismo tiempo que eventos parecidos al “derrumbe capitalista” se fueran produciendo. La experiencia trotskista con los sindicatos peronistas (Vandor-Nahuel Moreno) y los partidos comunistas entre innúmeras variantes de los frentes populares y una última atracción por el peronismo en su realidad fenoménica efectiva, nos ilustran del enorme abanico de posibilidades por las que atravesó la izquierda. En este último caso, el gramscismo que se introdujo desde el interior del PC argentino hacia el mundo intelectual más calificado, desde mediados de los ’50, originó divergencias que tensionaban hacia lo “nacional y popular”. De todos modos, siempre fue muy dificultoso cotejar la situación italiana con la nuestra. Surge Gramsci del gran debate con Civiltá Cattólica, Antonio Labriola, Achille Loria, Croce, Pirandello. Lo nacional y popular era una tragedia cultural que obstaculizaba pasar a otro dominio simbólico de conciencia en el campesinado y en la vida obrera. Pero en la Argentina, diferentemente, lo nacional y popular tenía y tiene sin zanjar sus diferencias con el liberalismo en todas su acepciones, en tanto visión del mundo, por lo que fue relativamente fácil asociar luego el gramscismo argentino –sin que perdiese sus aristas sociopolíticas aunque sí las filológicas– a la experiencia de lo que más avanzado dio el liberalismo social, en la senda quizás de Moisés Lebensohn: nos referimos al alfonsinismo.
Una ecuación respecto del gramscismo –reconocimiento de la heterogeneidad y diferencia cultural, traductibilidad incesante de los diversos planos culturales, remanencia de las supervivencias de frases y estilos arcaicos, la hegemonía como retórica general de la vida política– pone a las izquierdas en el interior del drama nacional. No es esta, en tanto, la opción de las izquierdas que en las semanas pasadas han hecho tan excelente elección, lo cual signa con una gran disyuntiva toda su actuación. ¿Es posible el crecimiento de las izquierdas sólo desde una perspectiva del colapso capitalista? Las refinadas tesis de Rosa Luxemburgo, convertidas en ideas de “bancarrota capitalista” –habituales en el vocabulario de Jorge Altamira y otros dirigentes del PO–, no parecen ser la base perdurable de su expansión. ¿Entonces habría que suponer que una conciencia de clase ascendente acompaña estos movimientos, hasta entonces entorpecidos por las coaliciones nacionalistas populares, desarrollistas, estatistas? Diríamos mejor –y si hay ánimo polémico en esta afirmación, lo hay en términos de cordialidad e intento de comprensión y de debate franco–, que se percibe una ausencia en las condiciones de producción del cuerpo electoral que alcanzó ahora la izquierda.
Está tan ausente una interpretación de la globalización mediática tanto como un énfasis notorio en la crítica a la multinacional Chevron. Lo que se ausenta, perturba una visión que no se vea solo como una mera racionalidad instrumental en la escena mediática, otorgándole una inexistente neutralidad, en tanto ésta aprueba los “milagros” de izquierda como parte de la aceleración de hostilidades hacia lo que realmente les molesta del nacional-populismo. En cuando a la asociación de una empresa nacional histórica con una compañía petrolífera globalizada, es la vieja “piedra en el camino” con que tropezaron Perón –en 1955–, Frondizi –en 1958–, propiamente un ámbito conceptual que nacería ya refutado. O la izquierda se expande bajo nociones frentistas más cuidadosas con lo que antes llamamos tejidos o texturas nacionales (¿son solo del peronismo aquellos obstáculos referidos?) o apuesta a un crecimiento de itinerarios y legalidades propias. Este último camino asegura éxitos al precio de oscurecer una parte del análisis colectivo –la cuestión de los medios de comunicación autocentrados, que toman consignas de todos lados, incluso de las izquierdas–, pero no garantiza emanciparse enteramente de la condición de ser uno de conglomerados presos a muchas retículas mediáticas que hacen proliferar “contenidos” de desasosiego moral. El otro camino es tan difícil como el anterior. Cómo no perder sus características –ser entonces una “cultura de izquierda”–, mientras se expande hacia los grandes temas, públicos y muchedumbres sociales, en una disputa con los bienes culturales del mercado, que de todas maneras pueden confiscar sus estilos y temáticas, y tranquilamente llamar “batacazo” a grandes performances electorales, para cuyo juicio tampoco está preparada la confederación unificadora de los idiomas sociales de la humanidad, esos medios de masas que poseen poderosas semánticas y tópicos lingüísticos fulminantes para adoptar, condenar, premiar o mandar al cadalso todo lo que se les ocurra.
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