Sáb 21.12.2013

EL PAíS  › OPINION

La culpa

› Por Horacio González

¿Qué es ese pequeño escozor casi ritual? ¿Cosquilla del remordimiento que está obligada a pasar inadvertida y sin embargo nunca puede evitarse un resquicio inesperado para advertirnos que allí está? La culpa es un estar ahí silencioso en forma de fisura interior que no existe si pensamos en ella, y nunca se evade apenas dejamos de tomarla en nuestras manos como tema de reflexión. De otro modo, podemos considerar la culpa como la atracción por lo que se conoce tácita u oscuramente. Escapa de los lugares explícitos salvo que haya juez por delante y está siempre como manto interno de algo remoto que nos declara culpables, como en una pesadilla sin escribanos ni fiscales.

Porque en primer lugar hay un rechazo a saber que se sabe, doble movimiento que es el trasfondo profundo del saber. ¿Qué deberíamos criticarle? Cuando cometo un acto vergonzoso pero inmerso en las ambiguas madejas internas de una institución, la culpa parece divisible, es mía y de muchos. Se hace abstracta y por lo tanto ocurren dos cosas; ya no es de nadie y pertenece tan sólo a la Institución que, como toda institución, se funda en una culpa abstracta. Es la misma cosa si la Institución se siente fundada por la gloria. En cualquiera de los dos casos alcanza a sus miembros superficialmente y los exime de responsabilidades. Como en cierto modo toda institución se origina en el doble juego de la culpa y la gloria, la forma de eximirme del peso ruin o insigne de los actos es permanecer en un ritual que se llama obediencia debida. Me eximo pero puedo hablar por la parte infinitesimal de ellos que me corresponde.

Es por eso que toda gloria basada en el cumplimiento de un objetivo fijado por la Institución tiene su origen en una culpa. Culpa convertida en honra. La Institución, toda ella y todas ellas, se alimenta de esa conversión profesional. Y se agrega a ello la compleja relación con la célebre operación de la “mala fe”, la capacidad de mentirme a mí mismo. Así vista, la culpa es el lejano pasado, una molestia que puede aminorar con una indiferencia calificada, que principalmente provee el paso del tiempo y la certeza en sin dejar de ser los mismos, en el paso de las edades y las distintas experiencias, hemos cambiado lo suficiente como para que los actos que eran nuestros, ya no lo son. Serían del otro que fuimos.

Toda institución, y sobre todo una, la institución de instituciones (la Iglesia), sabe que el saber puede ser distracción, olvido, fingimiento, y hasta no-saber. Esta sabiduría sobre el acto réprobo consiste en que, por una torsión de conciencia, olvidarlo implicaría que no existió, y admitir en otro tiempo posterior o lejano, la vía del perdón. Otros lo llamarán autocrítica. El perdón es un acto de gran majestad. Lo pedimos o lo damos, pero va en él una dosis de costumbrismo muy grande, pues la esencia del perdón es algo de lo que nunca tendremos entera garantía: ¿dejaré de ser el que era cuando fui culpable? ¿Algo me garantiza la imposibilidad de que se reitere el mal? Ante las dudas filosóficas que origina el perdón, que ni da enteras garantías el transe espiritual que implica reclamarlo ni hasta la convulsión corporal que pueda acompañarlo, el perdón suele transformarse en un acto político, en actos consensuales, en amnistías de Estado. La justicia corriente, siempre necesaria, poco tiene que hacer aquí.

Porque hay una “estructura de la culpa” que no está escrita en ningún lado y también abarca a los que si hubiera un invisible sextante o un teodolito para marcar graduaciones y responsabilidades, son tocados quedamente aun si estaban lejos pero firmaron un mero papel, a los que en un relámpago de lucidez sabían en qué consistía la cosa pero borraron de inmediato el espectro atroz que los rozaba, a los que pensaban que nada de eso podría ser bueno pero igual hicieron su tarea llamándola acatamiento disciplinario, cumplimiento del deber administrativo o amor por la razón burocrática. Incluye en su versión última una pregunta crucial: ¿qué es saber? ¿Alguien estaba dentro de la maquinaria y no sabía? ¿La conciencia tiene tantos planos sigilosos y signos de autoexculpación que logra convertir en no-saber lo que se sospecha saber? ¿En verdad se puede vivir en estado continuo de pretexto? ¿Haciendo excepciones a nuestro favor? No son estos asuntos de Estado, sino del estado de las conciencias, con sus repliegues que pueden ir anulándose en cascada a cada acto que concebimos infausto. A pesar de eso, todo puede comprenderse en medio de la tensión última del conocimiento, la que nos lleva a acercarnos a lo que es una época, sus condiciones políticas, sus urgentes inmediatismos y el llamado siempre silencioso de las grandes arquitecturas que a lo largo de los tiempos adquiere el sujeto culposo, forma interna, a veces complementaria, a veces contradiciente del Estado. Si están bien encaminadas estas reflexiones, nos apoyamos en ellas para manifestar nuestra disconformidad con el nombramiento del nuevo jefe del Ejército.

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