EL PAíS › OPINIóN
› Por Martín Granovsky
La ola de revueltas en las policías provinciales puso de moda un verbo: controlar.
La solución vendría de la mano de un mayor control. Control de la policía por parte de los funcionarios políticos. Control de los planes de estudios. Control del comportamiento policial. Control, control, control.
Al mismo tiempo circula una narrativa sobre qué pasó con las fuerzas federales de seguridad desde 2003. Dice el relato que durante más de siete años, los que van desde la asunción de Néstor Kirchner, el 25 de mayo de 2003, a la creación del Ministerio de Seguridad y la designación de Nilda Garré, el 15 de diciembre de 2010, las fuerzas se habrían autogobernado. La narración se refiere sobre todo a la Policía Federal.
Como el asunto es institucional y no historiográfico, tanto el verbo “controlar” cuanto el relato pueden llevar a conclusiones equivocadas. Por un lado, sobre el pasado. Por otro, y más importante, sobre el futuro a construir.
En cualquier política pública el control de gestión es imprescindible para verificar el cumplimiento de las metas propuestas. Y en otra acepción de los mismos términos, para el Ejecutivo tener el control en la mano es la única herramienta eficaz para gobernar.
Las fuerzas policiales están compuestas por civiles, no por militares que responden al Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea. En el plano orgánico la Gendarmería ya dejó de ser un apéndice del Ejército. Lo mismo ocurrió con la Prefectura respecto de la Armada. En los 30 años de democracia, cada uno de estos fenómenos estuvo cruzado por tradiciones militaristas que la propia democracia fue rompiendo, muchas veces como resultado de acontecimientos al estilo de las rebeliones militares o del análisis de las violaciones masivas a los derechos humanos. A menudo, en el forcejeo, la Prefectura y la Gendarmería se tentaron con funciones cuasi militares. También la Armada y el Ejército buscaron ejercer papeles vinculados con la represión interna.
El primer número de Página/12 es una buena muestra de esas tensiones. La tapa del 26 de mayo de 1987 llevaba como título “Sí, juro”. La volanta aportaba otra información. “Fidelidad con dudas”, decía. La noticia del 25 de mayo de 1987, a tres años y medio de democracia, es que los militares estaban obligados a jurar por la Constitución. Era noticia. Lo era en un país donde el mismo Ejército buscaba demostrar que, como se remontaba a las milicias que combatieron a los invasores ingleses de 1806 y 1807, es decir a un período anterior a la Revolución del 25 de mayo de 1810 o a la declaración de independencia del 9 de julio de 1816, resultaba anterior al propio Estado. Era noticia un mes después del primer levantamiento carapintada. Y era noticia (por eso las dudas de la volanta) porque la nota de Horacio Verbitsky daba cuenta de que un oficial se negó a jurar por la Constitución argumentando que muchos de los uniformados no conocían en profundidad el texto por el que se jugarían su carrera. O su vida. Parte de los reparos que generó, por ejemplo en el CELS, la foja de servicios del general César Milani tiene relación con ese pasado. Otra parte reactualiza una polémica. Un jefe del Ejército que habla más de “proyecto nacional” que de Constitución, ¿es un paso adelante o un retroceso? El debate es aún más agudo si se tiene en cuenta no sólo la historia argentina del siglo XX, con el Ejército convertido en Partido Militar, sino lo que sucede en los últimos años, con las presiones externas para que el Ejército y las otras dos fuerzas hagan las veces de una superpolicía dedicada a combatir el narcotráfico.
Parece importante evaluar cómo sigue un tema en el que sería razonable pensar que todavía hay mucho que discutir, mucho que pensar. En lo grueso, si el Estado resuelve evaporar la frontera entre lo policial y lo militar el futuro será de un modo. Si mantiene la frontera legal actual y no recurre a ningún atajo, el debate sobre la cuestión de las policías tendrá otro marco.
Pero aun en el segundo de los casos, el de la frontera nítida, queda pendiente afinar más la discusión sobre el control. ¿No será más fácil exponer soluciones si en lugar de “controlar” el verbo fuera “mandar”?
¿Qué significa mandar para un gobernador o un presidente? Equivale a bajar al terreno práctico, el de las órdenes cotidianas. O el de las grandes órdenes: combatir el delito organizado, aumentar la prevención, hacer un uso responsable, profesional y proporcionado de la fuerza, evitar las muertes en general y no caer de ninguna manera en la muerte como recurso disuasivo.
La narrativa que a veces circula dentro del propio gobierno o del kirchnerismo olvida algunos hechos históricos que son de conocimiento público. Están al alcance de cualquiera en los diarios puestos en Internet.
Néstor Kirchner también comenzó con un gobierno débil en materia de seguridad. Demoró un año en ejercer el mando y no sólo el control. Lo terminó haciendo por una combinación de factores.
Uno, su propia convicción, reforzada luego de que fuera asesinado el dirigente de la Federación Tierra y Vivienda Martín “El Oso” Cisneros, en La Boca el 25 de julio de 2004. De regreso tras una gira por China, Kirchner comentaba en las escalas: “La muerte del Oso no me la perdono. Nos habían dicho que la policía y los narcos lo querían matar”.
Otro elemento fue la represión policial violenta en la Legislatura porteña contra los opositores a un nuevo Código de Contravenciones, el 16 de julio de 2004.
El tercero, el desafío de la cúpula policial a través del comisario René Jesús Derecho, a cargo de la Superintendencia de Investigaciones. Kirchner lo desplazó del mismo modo que a su antecesor, Jorge “Fino” Palacio.
El cuarto factor fue la negativa del jefe de policía Eduardo Prados, a cumplir la orden de que los efectivos fueran sin armas a cualquier acto originado en un conflicto social. Prados consideró la orden como “humillante”. También pensaba lo mismo el entonces secretario de Seguridad y promotor de Palacio a la jefatura, el ex fiscal Norberto Quantin.
Kirchner completó entonces la remoción de la cúpula y designó al frente a Néstor Valleca de jefe y Jorge Oriolo de subjefe. Su mensaje implícito era que no cumplir las órdenes no era una simple cuestión reglamentaria, sino que llevaba al desplazamiento, y eso a cualquier nivel de la Federal. En un discurso a tono con la instrucción presidencial, Valleca asumió en agosto con estas expresiones: “Estamos preparados y dispuestos a cumplir nuestra misión, aun en las circunstancias más adversas, asegurando el orden y ejerciendo cada intervención con firmeza, prudencia y serenidad”. Dijo que, por motivos de complejidad social, “uno de los peligros más despreciables y arteros que se plantean a la labor policial es la provocación”. Y cerró de este modo: “Vamos a priorizar la prevención con la instrumentación de medidas que esta jefatura, junto con las autoridades políticas, dispondrá en lo inmediato desarrollando procedimientos más seguros y eficaces tanto para la ciudadanía como para nuestro personal. La fuerza de nuestra institución no está en las armas, sino en la unidad de sus integrantes junto a la sociedad y en el cumplimiento irrestricto de las leyes”.
“Yo no quiero un Klodczyk”, repetía por ese entonces Kirchner a sus amigos. Se refería a Pedro Anastasio Klodczyk, el jefe de la Bonaerense, la Maldita Policía de Eduardo Duhalde. “No lo quiero porque me niego a tener un jefe de policía que sea socio mío y no lo quiero porque en esos casos uno sabe lo que pasa: el que empieza como socio te termina mandando a vos, que fuiste elegido por el pueblo.”
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