EL PAíS › LA VERDADERA INTENCIóN BUSCADA DETRáS DE LA PROPUESTA DE REFORMA AL CóDIGO PENAL
Algunos especialistas insisten en poner de relieve que la reforma al código elimina la prisión perpetua e introduce penas alternativas. Pero con la reforma –que se discutirá en 2014– se busca el cumplimiento completo de la pena.
› Por Irina Hauser
A pesar de la riqueza y la vastedad temática del anteproyecto para un nuevo Código Penal elaborado por una comisión de juristas, algunos medios lo han presentado en tono de escándalo, haciendo hincapié en que se propone eliminar la prisión perpetua e introducir penas alternativas a la cárcel. La noticia es contada como si hubiera un plan para reducir las penas y, casi casi, como si se tratara de favorecer el delito o a sus autores. Es cierto que son dos aspectos innovadores del posible Código que –todo indica– entrará el año próximo en la discusión parlamentaria. Pero su sentido es casi opuesto al difundido, ya que uno de los objetivos de establecer escalas con alternativas al encierro es que la condena que imponga un tribunal se cumpla completa. Quizá sea un tiempo en una unidad penal y otro tanto con detención domiciliaria o trabajos comunitarios, por poner un ejemplo, pero el propósito es que se concrete de principio a fin. Esto obligará a generar una institución estatal de control y asistencia de los condenados, una función que nunca termina de cumplir el Patronato de Liberados. El tema ya se discute dentro de la Corte Suprema.
Por empezar, la reforma del Código Penal, como ya informó Página/12, es muy amplia y busca generar cambios de distinta índole, incluso en las prácticas judiciales. El anteproyecto presentado a la Presidenta por el equipo de especialistas encabezados por Raúl Zaffaroni pone en armonía todas las penas (hoy todavía un robo con arma puede tener más pena que un homicidio), integra a él las regulaciones que están dispersas en leyes especiales (desde el Código Aduanero hasta la ley de drogas), precisa con mejoras de redacción los alcances de figuras penales (como la que castiga la violación), introduce algunas nuevas como delitos ambientales e informáticos. A la vez establece prioridades y criterios respecto de hacia dónde tiene que orientar sus esfuerzos el Estado: que deje de perseguir delitos que causan un daño insignificante (como el robo de golosinas) y que racionalice la aplicación de penas usando a la vez mecanismos efectivos de control sobre los condenados. En este último punto es donde calzan las llamadas “penas alternativas”, novedosas para el sistema argentino.
Si se aprueba este Código, la condena de ejecución condicional y la libertad condicional dejarán de existir como se las conoce hoy, porque ya no tendrán razón de ser. Habrá un rango para establecer las penas según la gravedad de los delitos: si una condena es inferior a tres años se puede acceder de inmediato a algún régimen alternativo a la prisión; si es de entre tres y diez años, el acusado debe cumplir la mitad de la pena, y si es superior a diez años, debe permanecer dos tercios en prisión. Estos “beneficios” no se obtienen de manera automática, sino que el juez a cargo deberá evaluar cada caso concreto. Y, contra la creencia extendida, será obligatorio que todo el mundo cumpla la pena completa, todo el lapso que le corresponde. Las alternativas a la prisión incluyen desde la detención domiciliaria, o la detención en un penal por los fines de semana o determinados días, a trabajos comunitarios o multas reparatorias. Quien viole las reglas básicas que deba cumplir, vuelve a la cárcel.
La inclusión de este esquema en el anteproyecto tiene varias explicaciones. Hay cierta intención de fondo de disminuir la población carcelaria, según explicaron expertos a este diario. Aun así es un dato conocido para los penalistas que en los países donde se aplica la misma modalidad, en especial en Europa, esto no ha redundado en ese resultado precisamente, porque el efecto buscado es que las sanciones sean efectivas y no dejen sensación de impunidad. A la vez, es sabido que un más alto nivel de encarcelamiento no tiene relación con la criminalidad, no la disminuye, como señala el jurista Julio Maier en una columna publicada el sábado en Página/12 (“Las cárceles y las responsabilidades”). Los penales mismos a veces operan como una suerte de “escuela del delito”, y cuando se cometen desde el ámbito carcelario quedan resguardados de la “persecución penal normal”, sostiene Maier. Para los delitos menores el encierro puede incluso tener efectos disfuncionales. Sin contar que, tal como están las instituciones penitenciarias locales, las cárceles –salvo excepciones– son lugares que provocan un alto nivel deterioro en las personas, psíquico y físico, como han demostrado varias de las inspecciones realizadas este año por la Procuraduría de Violencia Institucional.
Cuando un medio de comunicación relata que habrá penas alternativas y lo hace en tono de denuncia o de alerta, está apuntando a tocar el sentimiento más básico y visceral que puede tener cualquier víctima o cualquier habitante presa del miedo: hay cierta fantasía de que la cárcel hará que ya no cometa delitos, pero también hay un fuerte impulso de venganza. Lo mismo cuando se anuncia que el Código Penal no tendrá prisión perpetua. La “perpetua” es irreal, no se aplica nunca, principalmente porque se la considera inconstitucional, incapacita a las personas, las anula e impide su resocialización, un mandato constitucional. La máxima pena real y realista es la de treinta años, que es la que prevé el Código en danza para los delitos más graves, como el genocidio.
Del propio Código Penal propuesto surge que será imprescindible que el Estado implemente algún organismo que garantice el control de las penas sustitutas y que brinde asistencia a los condenados en el período previo, durante su cumplimiento y después. En Capital Federal y algunas provincias, hasta ahora esa función la cumple de manera precaria el llamado Patronato de Liberados, que es una asociación civil a la que le queda un centenar de empleados (la mitad que hace una década) para atender un promedio de 9000 causas anuales en las que deben hacer informes socioambientales de los imputados en casos penales y más de 8000 en las que hay personas que se encuentran bajo libertad condicional o cumpliendo con alguna probation.
En agosto de este año, la Corte Suprema resolvió rescindir el acuerdo por el cual hace dos años había formalizado con pitos y matracas el traspaso de fondos del Poder Judicial al Patronato, que eran 14 millones anuales. Otro aporte lo hace el Ministerio de Justicia. La resolución de la Corte implicaba la asfixia económica (a menos que la cartera de Justicia se haga cargo) a partir del 31 de diciembre. Pero hace unos días sacó una nueva resolución en la que prorroga la entrega de dinero para el pago de sueldos del Patronato hasta junio y faculta a la Cámara del Crimen y da indicaciones a Casación Penal para que su personal haga estudios sociombientales. Detrás de esta postergación, en rigor, hay una importante discusión dentro de la Corte, donde Zaffaroni ha planteado la necesidad de que sea el máximo tribunal el que se ocupe de generar una estructura que pueda cumplir las funciones identificadas con el Patronato, y a futuro de monitoreo de penas alternativas y asistencia. Algunos de sus colegas, como Elena Highton de Nolasco y Carmen Argibay, se oponen y consideran que el Gobierno, a través del Servicio Penitenciario Federal, debería encargarse del asunto. En la cartera de Justicia, en línea con Zaffaroni, dicen que la ejecución de las penas es una responsabilidad del Poder Judicial.
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