Lun 30.12.2013

EL PAíS  › OPINIóN

Una recorrida

› Por Eduardo Aliverti

Como todos los años, la imagen dejada por el cierre parece anular cualquier otra consideración. Los balances políticos se subsumen en las fotos de la despedida. Y el adiós de este año es la juntada entre un calor insoportable y los cortes de luz.

El análisis debe superar el impacto de la indignación y las protestas justificadas, porque de lo contrario se toma al todo por la parte. Las causas –ya se ha dicho, pero hay que ver si se asimila– deben buscarse en las empresas distribuidoras, no en la generación ni en el transporte de electricidad. Son las responsables de no haber hecho las inversiones necesarias, para garantizar un servicio que se resguarde de los picos de demanda e, incluso, de la demanda a secas. Su excusa es que no se les permite reajustar las tarifas y que en verdad operan a déficit, lo cual se contrasta con la pregunta de por qué permanecen en el negocio. Antes o después que eso, hay la respuesta de una economía que aún sigue creciendo, moderadamente, tras haber alcanzado tasas chinas. Mientras el país salía del infierno dejado por los sabios reaparecidos, entre quienes se cuentan los sucesivos funcionarios del área energética que fueron responsables del desquicio, funcionó el “canje” de “quedate y no inviertas, pero las tarifas se congelan”. Aquel país, con una desocupación pavorosa y más de la mitad de sus habitantes apartados de bienes y servicios esenciales, se convirtió en uno de reasignación más pareja de los recursos estatales, actividad industrial recuperada y boom de consumo (el lector sabrá comprender que en este aspecto no deben entrometerse las características productivas y culturales de tal avance; son, apenas, apreciaciones “técnicas” indesmentibles). En este país el canje ya no funciona, porque una economía recobrada hasta tal punto no aguanta –al ritmo y modo en que crecen los grandes centros urbanos– que a primera de cambio haya cableado y mantenimiento eléctricos atados con alambre. Hay quienes opinan que es absurdo plantear la estatización de las distribuidoras, con el argumento de que, si no se las sabe comandar y controlar, menos que menos se sabría gestionarlas. Eso no es cierto, pero no sólo porque este Estado ya demostró que puede ser eficiente en el manejo de empresas estratégicas. No es cierto porque el Gobierno las dejó (no) hacer a sabiendas, en función de aquel país que ya no es. ¿Qué se hace? ¿Se discriminan los subsidios entre ricos, clases medias y sectores populares? ¿No se puede porque es muy complejo? ¿Se puede, aunque sea complejo, pero los resultados se verían, con viento a favor, a mediano plazo? ¿Se extraen por otra vía más fondos, más capacidad contributiva, y se los administra y opera directamente desde el Estado, o con una empresa mixta u otras variantes? Bien podría pasar por esto último, pero la clave, en cualquier caso, es quiénes pagan para que la mayoría esté mejor, siempre y cuando no se refute desde subidas a platos voladores y con pérdida cognitiva de que estamos en un sistema capitalista. Con un gobierno progre, no con uno revolucionario que, si es por eso, tampoco propuso serlo; aunque, con lo hecho, ya marcó estar a la izquierda de esta sociedad. Extrae de la renta agraria, sin ir más lejos y sin que ese sector deje de andar de fiesta, y reparte con una orientación mucho más equitativa que lo conocido hasta ahora. Lo que se recuperó, en definitiva, es cierta capacidad del Estado como regulador de los desequilibrios sociales. Es con más Estado, jamás con menos, que deben hallarse las fórmulas y las experiencias para seguir avanzando. Eso incluye al paradigma y la operación energéticos, de la misma manera en que es aplicable a la mayoría de las variables de fondo. Como para ver algunas, se va el año en que fueron retomadas las líneas ferroviarias: el Mitre, el Sarmiento, el Roca, el San Martín, el Belgrano Sur y el Belgrano Cargas, aunque la foto siga siendo la estación Once (o precisamente por eso, tras el proceso constante de deterioro a partir de las privatizaciones del menemato). Se va el año de las protestas policiales en gran parte del país y el año del crecimiento o mostranza del narcotráfico, obligando a repensar integralmente a los organismos de “seguridad”, y si es sensato insistir con que sean estas policías las encargadas de proteger a la población. Se va el año del enfrentamiento del Gobierno contra un gran pedazo de la corporación judicial, que rechaza todo cambio sustantivo de su estructura ancestralmente conservadora. Se va el año en que la inflación continuó siendo un problema, y el año en que continuó diciéndose, con todo desparpajo, que la culpa corresponde con exclusividad al Estado y no a la cadena de valor de quienes forman los precios.

Aunque parezca mentira, porque asoma como si hubiera sido allá por el fondo de los tiempos, también se va el año en que hubo elecciones legislativas nacionales. Se dio la lectura de que el Frente para la Victoria pudo asentarse como la fuerza principal en el total del país, y la de que lo central fue su derrota en los grandes conglomerados urbanos, sobre todo con la irrupción de Sergio Massa en territorio bonaerense. Pero ninguna, absolutamente ninguna, de las lecturas que se escojan invalida que la oposición permanece a la deriva en el objetivo –si es que lo tiene– de ofrecerse como opción de poder confiable. Ni siquiera para sus patrocinadores mediáticos. El fallo de la Corte sobre la ley de medios audiovisuales derrumbó las ínfulas opositoras a las horas, literalmente, de concluidos los comicios. Y la preocupación por la salud de la Presidenta se encargó de lo demás. Para bien y/o para mal, el año ratificó que es Ella, un abismo y recién después todos los que siguen. Un enorme reto para el conjunto opositor, que carece por completo de alguna figura con volumen indiscutible, como si fuera poco con sus luchas de egos y desarticulación política. Pero también para un kirchnerismo que, aunque no vaya a perder el liderazgo político de la jefa, deberá aprender a caminar con pies más propios.

Y a todo esto, nombraron Papa a un argentino y la conmoción que el hecho provocó fue, por supuesto, imposible de parangonar. Pero, antes que tratarse de comparaciones, es cuestión de dimensionar lo auténticamente sucedido, tras semejante noticia, en la política local. Eso también debe incluirse en el balance. En orden correlativo, lo primero e instantáneo que hubo entre nosotros fue la contentura ampliada en el plano simbólico: nada menos que un Papa argentino, más reina y rey futbolístico. Las advertencias de unos muy pocos en torno del rol de este jesuita durante la última dictadura no solamente cayeron en saco roto, sino que fueron denostadas cual si fuera un sacrilegio obrado por la sinarquía marxista gobernante. Después, se destacó la actuación anti K del otrora cardenal. Desde allí, sin escalas y con una inconsistencia política asombrosa, se coligió que –con algunas reservas de forma– el nuevo papa seguiría siendo Bergoglio. Y que, por tanto, había sucedido para el kirchnerismo una noticia inimaginablemente negativa. Cristina desactivó esa patética intentona de operativo mediático y se erigió como jefa de Estado, no como Presidenta de marcados resquemores con quien había sido una suerte de “aséptica” punta de lanza de la oposición. Hizo todos los deberes, incluyendo sobreactuados que desembocarían en las concesiones lamentables brindadas a la curia durante el trámite de aprobación del nuevo Código Civil (y de las que cabe esperar que no sean finalmente concretadas, en nombre del raciocinio científico a más de la firmeza política). Algunos extravagantes adosan la designación de Capitanich, un católico ferviente, como gesto de acercamiento a la Iglesia. Pero los hechos demuestran que el jefe de Gabinete se carga al hombro una defensa convencida e irrestricta del modelo. Como se quiera, y como muestra del gataflorismo con que por acción u omisión procede la banda opositora, si Cristina hubiera reaccionado con desprecio frente al papa argentino la habrían acusado de ser una resentida incorregible. Al actuar diplomáticamente en sentido contrario, lo obstinado resultó ser su “desvergüenza”, y le descargaron toda la artillería, para exhibir que sus buenas migas con Francisco venían de ser su maltrato contra Bergoglio. Lo cierto es que, desde entonces, más o menos se acabó lo que iba a ser la tremenda influencia del papa argentino en la política argentina. El hombre ya tiene o tendría demasiado con los corruptos financieros, los pedófilos y las cabezas medievales, entre otras faunas de corporación, como para ocuparse de las esperanzas depositadas en él por la oposición de su país. Gracias si dejó trascender que recién vendrá al país en 2016.

Sin embargo, algo subsiste en cuanto a la “utilización” de Francisco a como dé lugar. Es eso de que es hombre de diálogo, que no confronta, que busca la conciliación permanente y como debe ser. Eso del no conflicto, del apaciguar los ánimos, de no descansar hacia el reencuentro de los argentinos. De no profundizar la grieta. En primer lugar, claro, vaya la insistencia de interrogar quiénes son los conflictivos, los del bardo, los que agrietan. Pero más insistente y obvio todavía es el intríngulis de cómo sería una política sin conflicto. Es decir, sin que el conflicto sea, justamente, la razón de ser de la política, mientras se trate de beneficiar a los más afectando a más de los menos. ¿A favor y en contra de quiénes es la política no conflictiva que quiere esta gente de paz y amor?

El 2013 también se va con esa pregunta, y se puede estar seguro de que es una de las grandes preguntas que cabe seguir haciéndose. Y cada vez, con mayor intensidad.

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