EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por Luis Bruschtein
Como tsunami de fuego, la ola de calor pasó por la ciudad y dejó en ruinas humeantes la confiabilidad de Edenor y Edesur, y en terapia intensiva al ente estatal que las controlaba. Chamuscados, todavía es difícil encajar que fue la ola de calor más fuerte y prolongada de la historia. Durante esos días, temporales de lluvia provocaron más de cuarenta muertos en el nordeste de Brasil. Y en Toronto, y otras ciudades de Canadá, el servicio de electricidad colapsó por las inusuales marcas de frío. En el Norte, sin calefacción con varios grados bajo cero; inundados en el Trópico; y en el Sur, a fuego lento sin refrigeración y más de 40 grados centígrados.
El rigor del cambio climático no exime responsabilidades, pero las contextualiza. Las fallas en el sistema de distribución de electricidad se multiplican apenas lo sobreexigen. No hace falta ser técnico para ver que este sistema da la idea de funcionar al límite, siempre apenas a un paso del patatús. Por eso los porteños saben que cuando el calor aprieta habrá problemas. Y como ya son temas previsibles, los cortes de electricidad tienen una fuerte connotación política. Todo el mundo hace sus urdimbres sobre el profundo malestar que se genera. Y así, el fin de año se cargó de augurios que querían retrotraer a un pasado muy diferente.
Se quiso exacerbar el malestar lógico y justificado por los cortes de luz con patrañas alarmistas como versiones de saqueos inexistentes, o la inminente puesta en circulación de cuasimonedas como las de la crisis de 2001-2002, y fracasaron concentraciones que habían sido convocadas con objetivos más políticos.
Finalmente no hubo saqueos, ni cuasimonedas, ni cacerolazos. Con pocos días de diferencia, la realidad desmentía la dudosa encuesta sobre pobreza de la Universidad Católica, que equiparó la situación actual con el pasado neoliberal. Si la realidad socioeconómica fuera así, el estallido social se hubiera producido y extendido durante el conflicto policial y más recientemente con los cortes de electricidad, como sucedió a fines de 2001 y principios de 2002. Los que se resignaron o simpatizaron con el neoliberalismo de los ’90 porque afirmaban que era lo único posible, se empeñan ahora en demostrar que todo sigue igual, como fallidamente intenta hacerlo la encuesta de la Universidad Católica. Como para ellos el neoliberalismo era y es lo único posible, lo del gobierno kirchnerista sería neoliberalismo encubierto con “relato”. Tratan así de demostrar que no hay opciones y que los comportamientos de la economía no son organizados por los seres humanos sino que provienen de la Naturaleza. Pero las tensiones que genera este modelo socioeconómico son diferentes a la marginación, el desempleo masivo y las abismales desigualdades que generó el neoliberalismo. Hay tensiones reales y otras que son generadas en forma artificial por los grandes medios de la oposición, y ni siquiera estos dos factores sumados pudieron extender situaciones insurreccionales en todo el país para desestabilizar y condicionar al Gobierno. Las tensiones sociales reales no llegan a esos extremos, se expresan en otro marco y ese juego con relativa estabilidad social pone en evidencia la intencionalidad política de la encuesta de la Universidad Católica.
Que la realidad sea diferente a como la muestran los grandes medios de la oposición y sus entornos, no quiere decir que no haya problemas. El conflicto policial forjó la oportunidad de abrir un debate serio en la sociedad sobre las policías y las políticas de seguridad. Al mismo tiempo mostró que había un debate postergado, un problema que demoró en ser abordado o que se abordó mal o parcialmente hasta que hizo crisis.
Sobre la provisión de energía se viene discutiendo desde que comenzó el proceso de crecimiento a tasas chinas. Desde 2003, la industria creció el 150 por ciento, sin contar el aumento del consumo en los domicilios particulares. Si el cuadro energético se hubiera congelado, como decían hasta hace poco algunos críticos, ese fenómeno, que se ha dado pocas veces en la historia, no se hubiera producido.
El debate se ha centrado ahora en las tarifas y por lo tanto en la distribución. Los exegetas del neoliberalismo dicen que, con tarifas bajas, la gente consume demasiado. Por consiguiente habría que aumentar las tarifas para que la gente consuma menos electricidad y no ponga en crisis al sistema. No dicen que hay que sacar los subsidios sino que hay que mantenerlos y además aumentar las tarifas.
Es cierto que los subsidios hacen que las tarifas sean de las más bajas del país, pero no se trata de hacer una discusión técnica sino de apuntar que cuando se prioriza ese eje de la discusión se está planteando abiertamente que los que tienen más dinero, tienen derecho a un mejor servicio. Y que, entonces, en los barrios populares se olviden de los televisores y los aparatos de aire acondicionado. Un servicio público no puede hacer esas diferencias.
Los economistas neoliberales, y sobre todo las empresas, son partidarios de este enfoque porque tiende a mantener y hasta mejorar lo que recaudan, y no les exige mejorar el servicio porque al disminuir el consumo tendrían margen para los picos.
Otro enfoque para abordar el debate apunta al mejoramiento de la infraestructura que ha fallado, pero las empresas afirman que con las actuales tarifas no pueden hacer inversiones en obras, con lo que tratan de retrotraer el debate a la cuestión tarifaria. Las tarifas se pueden regular en forma democrática si se las segmentara, es decir, que paguen más quienes tienen mayor capacidad adquisitiva. Pero en ese caso no disminuiría el consumo y seguiría siendo central el mejoramiento de la infraestructura para que la capacidad de las redes tuviera un margen importante que les permitiera sortear los picos de calor sin colapsar.
Un enfoque tiende a favorecer a las empresas y achicar el consumo, y el otro tiende a mejorar las redes para democratizar el acceso a un servicio público. Con sus variantes, estas dos formas de encarar el tema también describen a grandes rasgos el alineamiento entre la oposición y el oficialismo. Las fallas en el desarrollo concreto de políticas de democratización de los servicios públicos no pueden ser utilizadas para reabrir el camino a las posiciones elitistas de los ’90, cuando grandes sectores de la población fueron marginados de los servicios esenciales que además tenían las tarifas más caras del mundo en dólares.
El festival de las privatizaciones se conjuró con el beneplácito de gran parte de la sociedad que había sido bombardeada desde los medios para desprestigiar al Estado y a la industria nacional, algo que ya había sucedido durante la dictadura. Muchas personas habían sido convencidas de que las privatizaciones iban a favorecer sus vidas pero, en la mayoría de los casos, solamente fueron un buen negocio para los que participaron en ellas, mientras que la sociedad se empobreció y hasta hoy está pagando las consecuencias. Las privatizaciones se consumaron durante el menemismo y la Alianza preservó el statu quo que produjo el vaciamiento de la mayoría de las empresas privatizadas, desde YPF hasta Aguas, pasando por Aerolíneas, los trenes y el servicio eléctrico. Las privatizaciones produjeron el deterioro de los servicios. Al gobierno kirchnerista se le achacan fallas en el control, lo cual es real, pero también lo es que fue el único que mostró vocación para recuperar y mejorar esos servicios.
El debate tiene esos carriles. Se trata de discutir la falta de mantenimiento de las redes por parte de las empresas y las fallas en el control por parte del Estado, o se discuten sólo esas fallas para relativizar la responsabilidad de las empresas. Se discuten esas fallas para mejorar la participación del Estado o para machacar en su supuesta ineficiencia “inherente” y dejar en libertad de acción a las empresas. Ojo al piojo, el calor provocó los cortes y los cortes la calentura. Y la calentura no es la mejor consejera.
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