EL PAíS › OPINION
› Por Damián Pierbattisti *
Con la muerte de León Rozitchner no sólo perdimos a una de las cabezas más brillantes que produjera este país a lo largo de sus últimos cincuenta años de historia intelectual. Se fue con él la pertinaz preocupación por señalar permanentemente las huellas que el terror genocida dejó en nuestra sociedad. Terror cuya reactualización se trivializa de manera infantilizada en el bombardeo “informativo” de los medios dominantes, concentrados y hegemónicos de manera tan impune como manifiesta. Desde el articulado intento sedicioso de las policías provinciales, que no casualmente coincidiera con la fecha en la que se conmemoraban los treinta años de vida democrática, hasta la actual corrida cambiaria y la eventual reedición de un nuevo Rodrigazo, fantasma agitado comprensiblemente por la derecha pero imperdonable en cualquier militante o cuadro político que se reclame de izquierda, se percibe claramente la intención de construir una sensación de caos, ingobernabilidad y vacío de poder, cuyo objetivo estratégico apunta a debilitar al Gobierno en una nítida ofensiva destituyente. Diálogo, consenso, acuerdos plurales, intereses de la gente, constituyen expresiones lavadas donde subyace la advertencia del genial León: “Quieren hacer por las buenas lo que si no volverán a hacer por las malas”.
No se trata de generar miedo sino de instalar el terror. La psicoanalista Silvia Bleichmar remarcaba la distancia que separa ambos términos: mientras que el primero habilita la posibilidad de reaccionar poniendo en funcionamiento un mecanismo de defensa, el terror es disolvente; paralizante. Esta es la argamasa sobre la cual trabaja la ofensiva mediática. El deseo manifiesto por impulsar una corrida bancaria, y el terror que conlleva la disolución de las relaciones sociales mediadas por el dinero que supondría la espiralización de un proceso inflacionario, encuentra su retaguardia en la memoria histórica del bienio 1989-90; activo tan o más preciado que cualquier oscilación en el tipo de cambio. Ya nos enseñaron que sólo por medio de la legitimidad social que otorga ponerle fin a un hipotético descalabro económico, social, cultural, político y financiero sería posible introducir las reformas de mercado que promueven desde los diferentes sectores políticos que controlan y conducen. La instalación de una cultura del superviviente, en los términos de Elias Canetti, fue una de las resultantes del genocidio y de la “democracia aterrada”, como llamaba León al precario sistema democrático que nació amenazado por los mismos sectores que impulsan la ofensiva destituyente. El terror desestructurante que emerge salido de las peores pesadillas de nuestra historia reciente aparece reactualizado en la paulatina construcción de un intento desestabilizador editorializado y guionado desde la cadena privada de medios.
¿Cómo puede comprenderse, entonces, si sólo nos circunscribiésemos al análisis de la evolución de la rentabilidad de las diversas fracciones capitalistas de la estructura económica, que aquellos sectores concentrados que lograron ingentes fortunas en el curso de la “década ganada” (objetivamente para ellos) sean los fogoneros de la ofensiva desestabilizadora? Muy simple: porque una clase dominante para ser dirigente requiere ejercer el gobierno del Estado. No basta con conducir políticamente el descontento. En tal sentido es medular seguir de cerca la evolución del incipiente Foro de Convergencia Empresarial, donde el bloque de poder busca limar sus diferencias internas, con la intención de “trabajar junto a todas las fuerzas políticas presentes y futuras para consensuar un acuerdo de cumplimiento programático en este mismo año 2014”. Puesto que el objetivo que persigue la alianza estratégica de los sectores más concentrados de la economía doméstica es asumir el gobierno del Estado, el documento final propone lograr un acuerdo “que ayude a definir políticas de Estado básicas y estables para apuntalar la identidad de la Nación”. “La identidad de la Nación” es la identidad de esa clase propietaria para la cual el despliegue de las energías nacionales debe universalizarse bajo la forma de un liderazgo hegemónico que hoy no ejercen, pero que están dispuestos a recuperar. Esta cumbre del bloque de poder convoca a revisar el intenso 1988, las múltiples alianzas tácticas y estratégicas que se fueron produciendo en el bloque dominante y que tuvieron como objetivo estratégico producir el golpe de mercado de febrero de 1989.
La actual coyuntura exhibe, con singular nitidez, los límites estructurales que presenta el desenvolvimiento del proyecto político inaugurado en mayo de 2003. Estos nos remiten a “La inflación, la corrida cambiaria y la restricción externa”, como los describiera de manera magistral la colega Mónica Peralta Ramos en una columna del lunes 20 de enero en este mismo diario, que se derivan de una economía fuertemente oligopolizada, cuyos sectores más dinámicos son de capital intensivo transnacional. Pero al mismo tiempo emergen otras dos grandes limitaciones estructurales conectadas con aquellas que son inherentes a la estructura económica argentina. En primer lugar, ya no es sostenible el desarrollo del mercado interno y de un programa de industrialización sustitutiva, con las limitaciones y debilidades que con toda razón se le pudiesen objetar, con la vigencia del marco jurídico heredado de la hegemonía neoliberal puesta en crisis en diciembre de 2001. La pésima gestión de las empresas distribuidoras de energía eléctrica, que sin duda alguna intentan forzar su reestatización para acudir al Ciadi y cerrar un negocio redondo, refleja la tensión irresoluble entre la vigencia de un proyecto político anclado en una activa planificación estatal de la economía, en virtud de una incidencia positiva en la distribución del ingreso, y el código legal y normativo tendiente a consolidar la posición dominante de los sectores más concentrados de la economía doméstica.
En segundo lugar, resulta evidente la importancia que asume avanzar sobre el control estatal del comercio exterior. La provisión de divisas no puede quedar en manos de un puñado de multinacionales y de las patronales agropecuarias. Este es uno de los vectores determinantes desde el cual ejercen su enorme capacidad de veto el bloque de poder y sobre el cual descansa la posibilidad misma de continuar avanzando en la construcción de una sociedad más igualitaria y democrática. El Gobierno enfrenta no sólo el desafío de evitar que se erosione el poder adquisitivo del salario tras la devaluación, sino también la necesidad imprescindible de construir los instrumentos de intervención estatales necesarios que autonomicen la provisión de divisas que requiere el desarrollo de la industria nacional, así como el financiamiento de los diversos programas de protección social, de la buena voluntad de los exportadores de commodities agrarios.
La fuerza social de la que goza la ofensiva perfectamente coordinada del bloque de poder pone de relieve, al mismo tiempo, uno de los mayores obstáculos que debe enfrentarse para avanzar en la construcción de una sociedad más igualitaria: la crisis orgánica de la hegemonía neoliberal no tuvo su correlato en una fracción importante de la sociedad civil. El sentido común neoliberal, que independiza el destino personal de las condiciones sociales a partir de las cuales aquél se construye, goza de la salud que equivocadamente se pone en cuestión; y no sería tan paradójico pensar que se fue consolidando a medida que fue creciendo el mercado interno por medio del incremento del consumo masivo. Aquello que de forma laxa da en llamarse “clase media” gira en torno de ciertas expectativas de movilidad social ascendente, fuertemente individualizadas e individualizantes, donde se cristaliza de manera manifiesta la tesis que sostienen los investigadores franceses Christian Laval y Pierre Dardot en su brillante ensayo La nueva razón del mundo: la fuerza del neoliberalismo descansa en su acabada articulación con un proceso civilizatorio.
Por tal motivo, una de las principales batallas que determinará el curso de los acontecimientos se continúa librando en la esfera de la cultura, en la fuerza social que se construya para enfrentar la determinación material y moral del bloque de poder para torcer la direccionalidad política cristalizada en el gobierno del Estado y en la legitimidad social que continúa girando en torno del centro de gravedad que atraviesa a la confrontación que se abrió desde mayo de 2003 hasta la fecha: el Estado debe intervenir en los procesos económicos, teniendo como objetivo construir niveles de igualación social cada vez más ambiciosos y elevados o, por el contrario, debe ser el funcionamiento del mercado, despojado de toda intervención y regulación, el que asigne y distribuya el excedente social. Lo que está en juego no es el retorno al 2001, sino la resolución de la crisis orgánica que allí se produjo.
* Sociólogo. Investigador del Instituto Gino Germani/UBA/Conicet.
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