EL PAíS › OPINION
› Por Horacio González
Muchas voces autónomas y de larga trayectoria se hallan profundamente preocupadas por los deterioros producidos por la fuerza especulativa que lleva el nombre de un frecuentado fetiche, el dólar. Esas voces coinciden en que hay que lanzar una respuesta adecuada, novedosa y con capacidad de exhortar a la lucidez participativa de miles y miles de ciudadanos, que no coincidiendo necesariamente con algunas o muchas medidas puntuales del Gobierno, perciben que su desgarro empobrecería la vida de miles, la haría más egoísta e injusta. Es hora pues de ir pensando sobre la base de una corriente intelectual y moral que sin superponerse con organizaciones o grupos ya existentes, plantee el dilema que se le abre al país, de caer nuevamente en la hondonada que suelen cavar las antiguas elites dirigentes con argumentos de apariencia edificante, civilmente relucientes y hasta munidos de excelentes citas literarias, pero conducentes otra vez al abismo de una nación sin destino creativo, sumergida en la insalubre globalización, elogiada desde los paraísos fiscales y los editoriales del New York Times, réplicas pavlovianas de los que se escriben aquí.
Es este momento de extrema dificultad, en donde se ha tomado una medida que no se quería tomar. Primero analicemos esta situación, que hace al drama de la hora. Por cierto, la esencia de la política es ser lo que se es, sobre la base de lo que nos hacen los demás. “Somos lo que hacemos con lo que nos hacen los otros”, decía Sartre. Otra inigualable frase –“preferiría no hacerlo”–, es también suficientemente memorable y nada impide pensar con ella el drama del político. Pero interpretada no según una abstención o un actuar de circunstancias, con astutos readecuamientos a las condiciones que sean, sino como advertencia de que es de nuestra responsabilidad darse cuenta y dar cuenta públicamente de los escollos. Según como podamos explicarlos o esclarecerlos, el “preferiría no hacerlo” puede dar lugar no a un empecinamiento abstracto ni a su contrario, la carencia de esclarecimientos sobre lo que hacemos, sino a una recomposición razonada, critica y autocrítica de nuestros propios empeños. Una nueva corriente intelectual que se abra a la comprensión de los múltiples planos que escinden la actual realidad, es necesaria. Debe basarse en el reconocimiento de quién uno es, qué identidad efectiva surge de su autoexamen, pues nunca somos una continuidad palmaria de acciones, sino que somos lo que surge de cada acción específica fundamentada en su momento y lugar. Sabemos que fuerzas poderosas, casi como Superman pintado en una pared de Italia, menos melancólico que nuestro Eternauta, sometido hoy a toda clase de kryptonitas, actúan a la sombra y a la luz. Son hijas y sobrinas del día y de la noche, poseen ontología y fisonomía de esa grotesca mácula, “riesgo país”, ya reemplazada por otros estigmas más efectivos. Algunas de esas formaciones son muy antiguas, pues surgen de la historia misma de los máximos poderes vinculados con la locomoción agropecuaria del viejo país exportador de bienes primarios, pero ahora sostenidas en nuevas tecnologías, en articulaciones novedosas con el capitalismo financiero, que incluyen aspectos no estudiados antes, que fundamentalmente son vínculos entre el capitalismo especulativo y las ramificaciones online de la estructura financiera. A lo que se le agrega que también reproduce facsimilarmente la circulación financiera en el espacio-tiempo del capital mundial, esto es, la madeja comunicacional planetaria, el knowledge management y su capacidad de forjar nuevos núcleos de la personalidad cultural de los pueblos, de hacer de ellas mercancías revestidas de los legados culturales clásicos aunque ahora descalificados (ya que no hay nada que no esté al alcance de su reproducción real o imaginaria: ella es verdaderamente la que culturalmente vive devaluando).
En el breviario del político que pretenda una transformación, aunque sea mínima en un mundo lleno de acechanzas, la palabra sobre el reconocimiento de la dificultad debe estar presente siempre. Ese el punto de partida de un pensamiento que pueda abarcar lo que hoy parece inconmensurable: un conjunto de transformaciones importantes en cuanto a la autonomía productiva y cultural del país, que se dan desde el 2003, tuvieron distinta suerte, pues como no podía se de otra manera en cualquier proceso popular, contenían su propia falla, su propio accidente, su propia inconsecuencia, la porción de lo que quería combatir, incluso, dentro suyo.
Y sin embargo, por haber afectado en proporciones moderadas a los poderes económicos, culturales y comunicaciones ya instalados en su goce persistente, reciben una reacción que va desde la acusación moralista catastrófica al procedimiento de hostigar y flagelar al mercado con un “Banco Central paralelo” –como señaló Kicillof–, lo que introduce un sentimiento colectivo de ilegalidad y pánico en la vida cotidiana. Luego, será el Gobierno el acusado de impostura, encubrimiento, impericia, despotismo, corrupción estructural, carencia de republicanismo o ilegalidad. El acoso es total, se podría reescribir la Enciclopedia de Diderot con todos los hallazgos producidos por la maquinaria de denuestos, que parecen formar un “corpus científico” de embestidas a los gobiernos atípicos.
¿Entonces qué debería decir ante esto una actitud novedosa, de carácter colectivo, de naturaleza crítica, intelectual y moral? Que la política se ha convertido en un “bosque de símbolos”, sin que ninguna pieza de lo que antes se llamaba realidad histórica, haya dejado de existir y reclamar su porción de garantías, emplazamiento de derechos y creación de democracias autosustentadas –mejor que la expresión “empoderamiento”, que viene de los peritos de la globalización–. Pero todo, ya, cruzado de los espantajos prefabricados por la industria simbólica de devaluar gobiernos con las características antes señaladas.
Por tales motivos, una nueva actitud autorreflexiva, de reconocimiento de lo real sin más, para operar desde ahí nuevas movilizaciones y conceptos, no precisa ya –hay que decirlo– de la autojustificación permanente, del discurso sin fisuras, del a priori de la explicación complaciente. Hay que dejar que las razones propias sean porosas a la espesa e indócil realidad, sin proferir una jerga ya armada. Ante eso, es preferible una palabra que aunque puede estar descentrada, busque la autenticidad del momento quebradizo que se está viviendo. Todos sabemos lo que alivia la expresión “reconocimiento”, si la entendemos más profundamente. Saber ver la hendidura. Prepararse para ello. Hacer de las nociones efectivas sobre la gravedad del momento, un motivo de recreación cultural, de crítica y de reagrupamiento de los grandes legados de la vida popular, genuinos, democráticos, con sus momentos colectivos reformulando a la altura de los tiempos la leyenda nacional.
Muchas veces, estilos que sin dejar de ser populares se embadurnan de las ideologías televisivas dominantes, crean una brecha entre la vida cotidiana de miles y miles de personas y el discurso autojustificatorio que sin quererlo comienza a girar en el vacío. Eso no ayuda a comprender por qué se toman medidas, o se deben tomar medidas que hubiera sido mejor no tomar. Hacer política maduramente permite explicar el infortunio, en vez de dejarlo librado a comunicaciones facilistas, o alquimias que apartan el argumento necesario de lo que realmente está en juego.
Pero no se trata de que todas estas luchas artificiosas alrededor de un bien escaso, el dólar como entidad fantasmagórica –que sustituyen lo que hace un siglo podía explicarse por vía de la “lucha de clases”–, sean puestas en términos de operaciones que surgen de una racionalidad ya establecida. Son luchas oscuras, en los hechos desestabilizadoras, pero que no tienen conciencia de serlo porque así es la política en el mundo contemporáneo. Sometida a la paradoja de las consecuencias, que tan bien explicaron los viejos maestros de la teoría social. Se quiere una cosa sin querer producir el efecto contrario a ella. Pero se lo produce. Porque se hace política bajo formas limitadas de autoconocimiento, donde el ardid, la maniobra astuta y la fullería profesional sustituyen la visión empeñosa por descifrar los movimientos de la historia compartida.
Considero esto un acontecimiento que exige nuevos llamados, urgentes, para sostener lo que miles y miles de ciudadanos no creen que fue un engaño, sino un gesto profundo para darle mejores instituciones, sensibilidades e igualdades al país. Gesto salido de un magma difícil –la historia argentina– y sometido a algo más difícil aún: la posibilidad de anunciar cambios señeros en un país tan lastimado y tan retraído para aceptar lo que lo favorece, empleando el vituperio insensato en vez del reconocimiento realista de lo que está en juego. A cambio de eso, porciones de la población no pequeñas, actúan contra la posibilidad de una alianza conceptual que proteja el linaje más o menos reconocible del que tácitamente ellas mismas forman parte. Se incomodan justo en momentos, siempre tormentosos, en los que se anuncian cambios existenciales viables, en el colectivo de lo popular al que pertenecen y en el contexto fragilizado de la entera vida nacional. Decir todo esto hoy precisa una nueva corriente intelectual y moral que recupere la autonomía de la palabra y esté en condiciones de hacer un nuevo llamado a todos los que, estoy seguro, sienten que si esto se pierde, se asuelan sus vidas, nuestras vidas.
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