Lun 11.08.2003

EL PAíS  › OPINION

Como siempre

› Por Eduardo Aliverti

Tienta decir que la imagen más fuerte de estas horas es aquella que permite ver a María Julia entrando a la cárcel. También es impactante, aunque era previsible, el destape que muestra al PAMI como un basural a cielo abierto. No es menor que el cura Grassi deba ir a juicio oral. Y desde ya que compite en intensidad el clima de justicia contra los genocidas de la última dictadura, en sus numerosas variantes informativas. Pero si de novedades se trata, el hecho sobresaliente es la posición fijada por la Iglesia respecto de los juicios por los derechos humanos, los pedidos de extradición y la eventual anulación de las leyes de impunidad (que el lenguaje sistémico denomina “del perdón”, en algunos casos por perversidad semiótica y en otros por simple vagancia intelectual).
La Iglesia ha dicho, por boca de su máximo referente, que “no se debe caer ni en la impunidad ni en la venganza”. Hay dos aspectos centrales a considerar. Uno de lectura política y otro de índole moral. El primero llama a atender con mucho cuidado el escenario de mediano y largo plazo. Y el segundo invita a la sublevación espiritual de las conciencias.
En ese orden: el Episcopado argentino fue y es el termómetro más preciso de la sensibilidad del poder. Hay contadas y formidables excepciones que honraron con su vida y con su muerte una interpretación del Evangelio ligada a las necesidades populares. Allí están Mugica, Angelelli, De Nevares. Pero el decurso histórico es indesmentible al señalar a la cúpula de la Iglesia Católica argentina como una de las más conservadoras y reaccionarias del mundo entero. Ya resulta aburrido y hasta ocioso recordar que nunca dejó de acompañar a los grupos del privilegio, que respaldó todos los golpes de Estado, que los promovió con sus documentos y sus actitudes, que bendijo las armas de los asesinos y los indultos de Menem. Y que jamás tuvo la dignidad de cualquier cristiano preciado de tal en el reconocimiento de sus culpas, que adquirió el nivel de complicidad directa con los enemigos del pueblo. Sin embargo, razones que van desde la propia constitución de la religiosidad hasta el poder político y económico de sus estructuras motivan que la cúspide eclesiástica quede a salvo de la condena social. Esa suerte de salvoconducto le otorga la posibilidad de mantener un increíble aura de “autoridad” para manifestarse sobre los grandes temas y debates, como si se tratara de la máxima instancia de moralidad política y social. La Iglesia es el reservorio clave para que el establishment diga con tranquilidad lo que no puede decir desde sus impopulares organizaciones: Fuerzas Armadas, núcleos empresarios, burocracia sindical. El mensaje de “ni impunidad ni venganza” es una advertencia lanzada desde una de las partes del poder pero en su nombre completo.
La frase del monseñor Eduardo Mirás esconde o expone un cinismo a toda prueba. Bajo el pretexto de no volcarse ni a un exceso ni al otro juega, ante todo, con el rechazo natural que suscita cualquier “extremismo”. Y desde allí, construye el sentido de las dos palabras a partir de que, en aras de la amenaza de su sermón, una tiene escape y la otra no. “Impunidad” deja el resquicio de que los asesinos ya fueron juzgados. En consecuencia brutalmente obvia, volver a juzgarlos sólo puede significar “venganza”. Quizá suene un tanto maximalista, pero dos milenios de sapiencia dialéctica volvieron a aplicarse en la fraseología del monseñor.
El segundo aspecto va más de suyo y después de todo quedó (está) expuesto. ¿Desde qué soberanía moral pueden los príncipes de esta Iglesia arrogarse el derecho de dar recomendaciones sobre el juzgamiento del genocidio que avalaron? Un impresionante número de militantes católicos, en solicitada que se publicó hace pocos días en este diario, recordó que la Iglesia está muy lejos de ser –sólo– el grupo de obispos alarmados por la búsqueda de justicia contra los represores. Vaya feliz momento: el andar amenazante del Episcopado chocó justo con la detención del curaChristian Federico von Wernich, capellán de Ramón Camps, asesor espiritual de torturadores y lugarteniente celestial de otro bastardo: monseñor Antonio Plaza. Símbolos todos de la amoralidad de los moralizadores.
Importa inmensamente más la primera lectura, porque es el signo más explícito de cuantos aparecieron hasta ahora respecto del cuchillo entre los dientes con que se preparan los dinosaurios vivos y sus modosos de guante blanco. Por el momento, la ofensiva del kirchnerismo contra varios iconos del terrorismo de Estado, la corrupción y la impudicia, le otorga el apoyo social gracias a la falta de costumbre en torno de una aplicación más pareja de la ley, junto con un discurso de reparación de las mayorías y un estilo “decontracté” que despierta simpatía. Además, o en primer lugar, del lógico lapso de calma reivindicativa y de los indicadores macroeconómicos que sobrevienen a una crisis como la que estalló en este país. Pero hay, o al menos podría haber, una relación inversamente proporcional entre ese respaldo de hoy y la bronca dispuesta a reinstalarse si los síntomas y el rumbo de la economía no se compadecen con las declamaciones oficiales.
El Gobierno no tiene salidas a la vista, en su negociación con el Fondo Monetario, que no sean una quita fenomenal en el capital e intereses de la deuda. Puede ganar tiempo, como mucho. Y aun así, le faltará elucubrar un modelo de conformación y distribución de la riqueza que en ningún caso supone otra cosa que el enfrentamiento con las dichosas “corporaciones”. Si se dispone a hacerlo, hay la chance de que la movilización popular le brinde grandes posibilidades de éxito y el contraataque del establishment, en cualesquiera de sus formas, chocará contra una pared mientras haya el programa y el liderazgo que se le opongan. El problema grave es la opción contraria. Sin apoyo y disposición masivos, como será inevitablemente si la economía no afecta arriba para reparar abajo, los fascistas y fascistoides de todo color y pelaje se montarán en el descontento y no habrá correcciones institucionales que valgan.
Allí estará la “venganza” que el Poder sí quiere tomarse contra este gobierno que en realidad no avanzó más allá de una muy interesante limpieza institucional. Pero eso basta y sobra para que se pongan como locos los reaccionarios que, como toda la vida, atacan primero desde sus personeros y organizaciones más desinhibidos.
Uno de ellos, y no precisamente el menor, acaba de reaparecer.

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